“La concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte”
El Leviatán, de Thomas Hobbes
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En sus primeras semanas de gobierno la llamada “Argentina libre» de Javier Milei se propone demoler el conjunto de acuerdos y pactos a los cuales los argentinos hemos llegado luego de episodios históricos muy dolorosos. Repasemos algunos puntos nodales de la actual discusión política y sus diálogos con la teoría política.
Plan de demolición
La llegada de Javier Milei a la primera magistratura de Nación parece marcar un punto de ruptura respecto de un conjunto de acuerdos comunes entre los argentinos. Ya desde su campaña, las estrambóticas propuestas de La Libertad Avanza (LLA) anticipaban que ciertos límites de lo aceptable socialmente estaba siendo desplazado. Esto inauguró un interrogante sobre si su electorado veía verosímil la aplicación de estas reformas que se orientaban a una intensa mercantilización de los intercambios interpersonales. Estas preguntas seguirán abiertas y solo dejando transcurrir los tiempos podremos atisbar algunas hipótesis más fuertes. Lo que esta veintena de días nos deja ver es que lo que se intentará poner en marcha es un cambio de régimen que pone en riesgo tres acuerdos cruciales: la suspensión de la violencia política y su metabolización por vía institucional propuesta por el gobierno de Raul Alfonsín; los derechos y procedimientos institucionales introducidos en la reforma constitucional de 1994 durante el gobierno de Carlos Menem; el proyecto estatal de desarrollo con redistribución social que se concretó durante los mandatos de Néstor y Cristina Kirchner. Estos tres pactos democráticos se encuentran hoy enormemente amenazados.
El pacto democratico
Como señala Eduardo Rinesi en su reciente libro Debates actuales de la Democracia: el pacto alfonsinista es profundamente liberal. Dado los usos que este concepto tiene hoy es necesario preguntarse “liberal” en qué sentido. Para Alfonsín la llamada transición democrática sería el resguardo de las libertades individuales, entendidas como derechos básicos que todo individuo tiene y de los cuales debe ser depositario. Estas libertades individuales habían sido borradas durante la dictadura. El liberalismo democrático alfonsinista clamaba por una representación de los individuos –ya no de los partidos, los sectores y las corporaciones, las clases y grupos sociales— por sobre la sociedad. Las libertades a defender estaban más ligadas al cuerpo y a la ciudadanía que a una dimensión estrictamente económica –libertaria— más apegada a los derechos propietarios. Junto a esto, uno de los pilares del pacto alfonsinista es el señalamiento del Estado como agente del terror y la crueldad. La utopía democrática debía, por el consenso de los hombres, poner fin definitivo a un accionar estatal como el obrado en la última década. Nunca Más fue la síntesis política que exigía por fin al conflicto político, para suplirlo por la idea de un gobierno representativo que protegiera la libertad negativa de los individuos.
Esta mirada sobre la democracia es sin duda la que destaca sus atributos mínimos. Es lo que se diría una democracia de baja intensidad. Pero es a su vez, la que pone la piedra basal de la exclusión de las Fuerzas Armadas dentro del juego del poder y, por lo tanto, anula la vía del proceso ordenancista apelando al golpe militar. Todo el período anterior (a partir del 55) se había caracterizado por un lógica corporativa de vetos que impedían la construcción de un orden estable, una nueva hegemonía. Ante esto las FFAA se habían arrojado el mote de ser la “reserva moral de la Nación”, destacando su legitimidad para interrumpir el orden democratico con los fines de “reorientar” el curso político en función de sus propios lineamientos y los de la oligarquía. La aplicación de las formas más extremas de violencia clandestina y del terror hacia la población propició un gran deterioro de las Fuerzas Armadas durante el periodo de recuperación democrática, encontrando en Carlos Menem a su enterrador definitivo con la derogación del servicio militar obligatorio.
Desde la filas de LLA pero, en particular, en la figura de Victoria Villarruel se viene elaborando una fuerte reivindicación del accionar de las FFAA durante la última dictadura, a la vez que se las quiere recuperar como actor capaz de interrumpir el proyecto democrático nacional, lo que en la caracterización que Gustavo Cirigliano es descripto como una lógica de proceso y antiproceso. La Libertad Avanza busca recuperar la orientación del proceso ordenancista solo obstruida por las instancias democráticas. No es casual que el propio presidente se haya expedido en contra no sólo del peronismo, sino que apuntó contra el gobierno de Hipolito Yrigoyen, hijo de la Ley Sanez Peña que produjo en 1916 el primer fenómeno de democracia ampliada en la Argentina.
El pacto constitucional
Desde el oficialismo también se han manifestado múltiples simpatías con la presidencia de Menem. El principal punto de encuentro es un intento de reconstruir una memoria idealizada de lo que fue la creación del régimen de convertibilidad que, como dijera Cavallo, en esos años, “ató” el valor del peso al del dólar. Los efectos sociales de esta política son bien conocidos aunque no perforan en las expectativas actuales de los votantes del libertario. Lo que no advierten quienes, con renovado brío, apuestan a una reedificación de aquella medida es el enorme apoyo político –no solo empresarial— con el que contó el riojano en esos años. Más aún, la Constitución Nacional que están usando de papel higiénico, con Sturzenegger y equipo, es la que se consagró durante Menemato. La última reforma constituyente es la que norma el funcionamiento y la limitaciones de los distintos poderes del Estado es hija del último acuerdo entre los dos grandes partidos históricos, sellada en el apretón de manos entre Menem y Alfonsin en lo que se llamó el “Pacto de Olivos”.
Desde su sanción hasta la actualidad ninguna fuerza política había puesto en cuestionamiento el pacto constitucional como lo hace el gobierno de Milei. La puesta en funcionamiento del DNU 70/2023 y la enorme concentración de facultades que propone la Ley Ómnibus desmantelan una arquitectura política que fue gestada fundamentalmente para impedir la emergencia de una figura que reclame para sí la “suma del poder público”. Llamativamente el vocero presidencial hace puntal sobre el 56% de los votos obtenidos en el balotaje, del cual exacerban la ficción de unanimidad resultante del triunfo en las urnas, donde la consolidación de una mayoría es suficiente para imponer un plan de gobierno, aunque este se dedique a pasar por la motosierra los acuerdos políticos argentinos, incluso los que más dialogan con la tradición liberal decimonónica. Como dice el historiador Fabio Wasserman en sus redes “soñar con Alberdi, despertar con Rosas”.
En los gestos y declaraciones del presidente se advierte que la medición de casta en sangre le da alto tanto al Congreso como a las Cámaras Nacionales, que se niegan a arrodillarse ante el nuevo mandante. En nombre de su combate contra lo que ha llamado “la casta política” ya inició su ofensiva contra el poder legislativo, factor domesticable con el látigo de un presupuesto magro y la zanahoria de los giros discrecionales a los gobernadores. La pregunta que surge es si las instituciones republicanas tendrán un funcionamiento al menos relativo en ese sistema de pesos y contralores, o si veremos cómo el flamante presidente arrasa sin más con este pacto, dejando latente un precedente gubernamental en extremo peligroso. Sean estos ademanes una mera espectacularización de la política o un proyecto fujimorista en vísperas, los arietes que el ejecutivo puso a jugar ya ponen sitio al pacto constitucional.
El pacto del 2001
La explosion social de principios de siglo sigue formando parte de una fantasía que vuelve una y otra vez, a veces como anhelo de quienes ven en los hechos del 20 y 21 de diciembre de 2001 una condición necesaria para un proceso de repolitización social, otras como el fantasma de una violencia descomunal que solo se detendrá con la sangre ciudadana. El 2001 funciona como umbral y también como fundamento de un pacto de todos los gobiernos que le sucedieron. Este pacto se centra en que es necesario desactivar las condiciones de posibilidad por las cuales una protesta social puede atentar contra la existencia de un gobierno estable. A su vez esto implica un cierto reconocimiento de las organizaciones surgidas de este acontecimiento de la historia reciente: los movimientos sociales. A esto no ha escapado ni el propio Mauricio Macri, quien en su gobierno se apresuró a garantizar paz social mediante las negociaciones impulsadas por Carolina Stanlei. No sabemos si Pettobello ocupará un rol similar pero ya advierte una amenazante tensión contra las organizaciones que se movilicen para manifestarse contra el gobierno libertario. El sujeto piquetero, hijo del 2001, está en la mira del gobierno.
Durante la década kirchnerista también se consagró la idea de que Estado sería el principal acto de la acción de gobierno. Se buscó fortalecer nuevamente a la figura presidencial que había sido mutilada de capacidades durante las llamadas reformas estructurales. Esta cualidad decisionista necesitaba a su vez en la práctica de una noción más intensa de democracia –alejada del institucionalismo alfonsinista—, que pudiera apoyarse en la lógica conflictiva de la movilización y participación popular a la hora de fortalecer las medidas. Esto propició una lógica donde el robustecimiento del Estado requería de una mayor conflictividad democrática pero donde el mismo Estado sería garante y reservorio de empresas y recursos estratégicos que rápidamente se vieron vulnerados con el mero cambio de signo político al frente del gobierno.
Ahora, los acuerdos pos 2001 son los que menos importan, tanto al gobierno como a sus bases. El desmantelamiento del aparato estatal a riesgo de generar un enorme daño al tejido social es el plan que ya está en curso, donde los bienes públicos se lotean en vitrina al mejor postor. La eventualidad de un estallido social frente a la manta corta de la economía doméstica no aparece entre las preocupaciones manifiestas del gobierno. De hecho no aparece en el radar de las jóvenes generaciones que son ajenas a la experiencia de una hecatombe social. La carencia de un sistema simpático que les permita olfatear el malestar social se junta con la ausencia de una memoria activa al respecto. No la ven.
El hombre es el lobo de la humanidad
En una reciente edición de su programa, la dama de los almuerzos, Mirtha Legrand, le preguntó al presidente si no tenía temor a una “guerra fraterna”. La longevidad no es sonsa y la diva no se privó de hipotetizar sobre los efectos de sus drásticas medidas. A menos de dos semanas de iniciar su gobierno, las conjeturas de un conflicto intestino flotan en el aire. Por su puesto, el presidente electo salió del paso con sortilegios de la retórica economicista que lo caracterizan. Se tiende a presentar a LLA como inscripta en la tradición antiperonista. Es más que eso. Su lógica política no solo busca desmantelar el Estado, busca la ruptura de todos los pactos que el derecho positivo ha ido estableciendo en nuestro país. Milei es anticontractualista, incluso es prehobbesiano.
El experimento de la Libertad Avanza se puede leer perfectamente como el anverso de la reflexión teórica de Tomas Hobbes. Este pensador inglés fue contemporáneo a la sangrienta guerra civil que consumió a Inglaterra entre los años 1642 y 1651. Durante esta década el teórico condensó el conjunto de sus reflexiones en un tratado político de nombre El Leviatán. El texto busca dar respuesta al problema de construir un orden político que prive a los hombres de la competencia constante y evite así la guerra civil. Es conocido que Hobbes, al igual que en el pensamiento libertario, ve al ser humano desde un pesimismo antropológico. Esto implica que la desconfianza, el egoísmo y la lucha por la supervivencia están por encima de cualquier comportamiento gregario. Ahora bien, a diferencia de los libertarios, Hobbes ve en este aspecto algo negativo, ya que “cuando los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición que se denomina guerra: una guerra tal que es de todos contra todos”. En este fragmento donde define lo que él considera “El estado de naturaleza” nos anticipa lo que sucede cuando no existe una autoridad soberana capaz de imponer orden. La condición natural es condición de guerra, de competencia por los recursos existentes.
Es solo a través de la consagración de una autoridad soberana y la transferencia de derechos por medio de pactos y contratos que se puede detener la guerra. Claramente, el pensamiento de Milei es profundamente antihobbesiano. No solo por su defensa irrestricta de la ambición y el egoísmo entre los hombres, si no porque además de querer disolver la capacidad estatal, su objetivo es destruir la idea de autoridad soberana. Un tipo de poder con capacidad de intervenir en todos los asuntos humanos, un tipo de autoridad que sea capaz de refrenar la apetencias y los deseos e incluso regular las desigualdades. En última instancia, el proyecto libertario es aquello a lo que Tomas Hobbes más temía: que el hombre sea lobo del hombre.
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Imagen de portada: Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya (serie Pinturas Negras)