La Ciénaga y sus resonancias siniestras

El primer largometraje de Lucrecia Martel, estrenado en 2201, fue seleccionado como la mejor película argentina. Estas líneas se sumergen en La Ciénaga, para volver a las complejas relaciones que presenta. Relaciones inmersas en un paisaje sonoro que atrapa tanto como presagia las rupturas que vendrán. No hay nada simbólico en el film, y, sin embargo, no se puede dejar de advertir que en cada imagen está latente, vibrando, un real que desborda lo narrado.

Escribe Cecilia Macarena Pelliza

El primer largometraje de Lucrecia Martel, La Ciénaga, fue seleccionada como la mejor película argentina de todos los tiempos. Fue en el marco de la Encuesta de Cine Argentino 2022, una consulta llevada adelante en conjunto por las revistas de crítica Taipei, La vida útil y La tierra quema, entre figuras destacadas de la industria del cine local para rankear las mejores 100 películas argentinas, con el objetivo de invitar a la reflexión acerca de la historia y el estado del cine nacional. La película de la cineasta salteña estrenada en 2001 fue la más votada por los más de 546 miembros consultados de la comunidad cinematográfica del país de todos los rubros técnicos y teóricos.

La Ciénaga fue presentada por primera vez en el Festival Internacional de Cine de Berlín el 8 de febrero de 2001. En Argentina se estrenó un mes más tarde, el 8 de marzo de 2001, en el Festival de Cine de Mar del Plata –el mismo en el que este año se presentó la encuesta que la ubica en el primer lugar de la filmografía nacional- , para el 12 de abril iniciar sus exhibiciones por el circuito de salas nacionales e internacionales. A más de 20 años la pieza cinematográfica no pierde vigencia.

La historia trascurre en la provincia de Salta, provincia natal de Lucrecia Martel. Más específicamente, entre la ciudad de La Ciénaga y la finca La Mandrágora, ubicada a noventa kilómetros de la localidad. Sin embargo, se prescinde de cualquier signo de pintoresquismo y “no por eso deja de ser una película ‘provinciana’ en el mejor sentido del término, en tanto esos personajes no podrían ser de otro lugar. Ni su lenguaje, sus modismos o sus diminutivos. Ni los sonidos”, algo fundamental en la construcción cinematográfica de Lucrecia Martel.

En la ciudad vive Tali (Mercedes Morán) y su marido Rafael (Daniel Valenzuela), quienes tienen cuatro hijos pequeños. En la finca, donde se cosechan y secan pimientos rojos, pasa el verano su prima Mecha (Graciela Borges), una mujer cincuentona, junto a su marido Gregorio (Martín Adjemián) y sus cuatro hijos adolescentes. José (Juan Cruz Bordeu), el mayor de los hijos de Mecha, vive en Buenos Aires con Mercedes (Silvia Baylé), quien es su compañera de trabajo y a la vez su novia. Muchos años antes Mercedes había sido amante de Gregorio, marido de Mecha y padre de José. Mercedes había sido también compañera de facultad de Mecha y de Tali. Todos se encontrarán en La Mandrágora para mostrar estos cruces de historias, amores -si es que se puede hablar de amores en el film- y también de situaciones socioeconómicas, evidenciando las fracturas. En palabras de la propia Martel: “La película tiene que ver con las complejas relaciones de un grupo familiar”.

Grupo que no se agota en los lazos sanguíneos sino que incluye a la clase prestadora de servicios, esas “indias”, como las llama Mecha, que sin embargo pueden llegar a ser las confidentes y mejores amigas de los más jóvenes. El clima sofocante, caluroso y húmedo, por momentos lluvioso, parece permear la atmósfera emocional en la que se mueven los personajes.

Pero el argumento es apenas una pequeñísima parte del film y, nuevamente, en palabras de Lucrecia Martel, “hacerle creer al espectador que la película es el argumento es atontarlo, es quitarle capacidad expresiva a la imagen”. Si la película se tratase del argumento bastaría una breve sinopsis que la describa y no habría necesidad siquiera de prender una cámara. Pero las luces se encienden, los micrófonos comienzan a capturar, las cámaras a grabar, la claqueta marca el corte inicial y los actores a actuar y todos -actores y actrices, microfonistas, directores de sonido, de fotografía, de arte, escenógrafos, continuistas, vestuaristas, y directora- se zambullen en la película. ¿Para qué? Para mostrar mucho más que un argumento o, en todo caso, construirlo a partir de la transmisión de sensaciones, de modos de habitar, para presentar los cuerpos que encarnan lo narrado, los colores con los que visten, cómo hablan. ¿Qué de lo inenarrable nos trasmiten esos cuerpos lacerados? Dato: casi no hay personaje de La ciénaga que no ostente una cicatriz. ¿Hacia dónde nos lleva ese cielo bajo el cual se secan los morrones? ¿Y ese paisaje sonoro que presenta un disparo a lo lejos? Todo está pensado al detalle. Es que si no se pone el eje en el argumento, la opción es “aprender a usar mejor las cámaras, aprender a usar mejor las luces. Correrte del argumento te obliga a usar todo mejor y muchas veces la industria, más allá de sus malas intenciones ideológicas, es vaga. Es una industria de vagos”, afirma la directora.

Alain Badiu, un filósofo francés que se dedicó a “Pensar el cine” –nombre bajo el cual se publicó la serie de reflexiones que realizó entorno a la cinematografía-, plantea que el séptimo arte presenta una situación filosófica, entendiendo esta como aquella que pone en correlación a dos términos que forman parte de universos diferentes, en este caso: arte y de masas. Estas dos características le son propias y lo diferencian del resto de las expresiones artísticas. Estas cualidades que se dicen fácilmente, y hasta parecen evidentes, presentan una paradoja porque de masas es una categoría políticamente activa mientras que arte es una categoría aristocrática. “Entonces en arte de masas tienen la relación paradójica entre un elemento democrático puro y un elemento aristocrático histórico. […] Una relación de términos heterogéneos el arte y las masas, la aristocracia y la democracia, la invención y el reconocimiento, lo nuevo y el gusto general”. En esta línea, sostiene que el cine retiene algo de todas las artes, pero en general aquello que es más accesible, abre todas las artes y les quita lo complejo, lo aristocrático, lo compuesto y entrega todo eso a la imagen de la existencia.  El cine es la popularización de todas las artes y por eso tiene vocación universal. El séptimo arte para el filósofo francés es la democratización de todas las otras artes.

En La Ciénaga cada una de las expresiones artísticas se nos brinda de lleno a la vez que formando parte de algo mucho más amplio. Cada expresión conmueve en su singularidad y composición. El comienzo del film es particularmente revelador en este sentido. Un intranquilizador tintineo de copas y botellas de vino son la sinfonía que acompaña en lo visual a unos cuerpos que se tambalean y se mueven con dificultad. Los cuerpos se arrastran y, a su vez, arrastran las reposeras y sillas de jardín sobre un suelo con relieve generando un sonido áspero que se suma a los agudos de las copas. Nada fluye. Al igual que el agua estanca de la pileta que los congrega.

Ese sonido generado por las sillas siendo desplazadas por el suelo, es el que la directora tenía en su cabeza al crear la escena. Ella cuenta que el día del rodaje de esa escena, cuando llegó a la locación seleccionada y estaba todo ya dispuesto para rodar, descubrió que no estaba el piso indicado para que se generase ese efecto. Uno de los técnicos presente se atrevió a sugerir montar el sonido luego, en edición. Lucrecia no discutió, simplemente dijo que la escena se rodaba cuando el piso esté puesto. El rodaje comenzó otro día.  

La idea de inmersión como concepto de construcción de una película es crucial para Lucrecia Martel. Por eso también evita la música extradiegética, es decir, toda música que venga de un afuera que trate de explicar la escena. Si hay música, será la que salga de una radio, de un televisor, pero tomada de la escena. Todo ahí. Nada que nos saque de la pileta a la que nos invita a tirarnos –en todas las películas de Martel el agua es fundamental-. Nada que nos explique por fuera, como un relator omnisciente, qué sensaciones habitan en la imagen construida. En todo caso serán las que estemos puestos a experimentar y en este punto, en la inmersión, el sonido es fundamental. Ver La Ciénaga abre a la conciencia del entorno sonoro inmediato que conforma la película, película en la cual de repente se está. No queda más que estar. El sonido vibra, toca el cuerpo. No hay posibilidad de rehuirle. Todos los individuos capaces de escuchar están abiertos al sonido todo el tiempo. Se pueden cerrar los ojos pero no los oídos. David Toop explica que la escucha es el primero de los sentidos que se desarrolla ya en el vientre materno. “Todos nosotros (o tal vez, debería decir: aquellos de nosotros dotados con la facultad escuchar) comenzamos como oyentes furtivos en la oscuridad, escuchando sonidos apagados del mundo exterior al que todavía no habíamos llegado”. Quizás al escuchar un sonido sin saber su origen, “nos devuelva una vez más al vientre, a flotar en la oscuridad, siendo escuchas furtivos de los sonidos misteriosos del mundo desconocido del afuera”. El sonido tiene el poder de situarnos en un afuera.

Lucrecia Martel lo sabe. Un trueno brutal, un disparo lejano, ladridos de perro, el chillido de un pájaro, unos hielitos agitándose en un vaso, las patas de una reposera metálica rasgando el piso, son las resonancias siniestras de algo que va incluso más allá de la trama. Se trata de la vida y de cómo transcurre una vida. La escena inicial termina con la caída de Mecha (Graciela Borges) que al caer se corta el pecho con el cristal de la copa que hasta hace unos minutos hacía tintinear. Nadie a su alrededor está en condiciones de auxiliarla. Sólo los chicos, adolescentes, se acercan, se preocupan. Como señaló la crítica del 12 de abril de 2001 de Página/12, “no sólo cristales rotos quedan por el suelo: pareciera que con Mecha se derrumba también algo más, quizás una clase social, o tal vez una cierta idea de país. No hay nada simbólico en La ciénaga. Todo tiene una extraña, inquietante materialidad, una presencia física por momentos abrumadora. Y, sin embargo, no se puede dejar de advertir que en La ciénaga vibra una realidad aún más amplia que la del film, una percepción capaz de expresar –a partir de un grupo de personajes muy concretos– las tensiones profundas, subterráneas de una sociedad”.

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