La ancha avenida de la derecha

La ajustada reelección de Benjamin Netanyahu marca el pulso de un país que se mantiene en tensión política en medio de un antiguo pero activo polvorín. Equilibrio extremo, la vía ortodoxa y el factor corrupción.

Las elecciones generales de Israel reforzaron el liderazgo de derecha del primer ministro Benjamin Netanyahu después de 10 años consecutivos en el poder y de sus aliados ultranacionalistas y religiosos, y lo convertirá en el jefe de gobierno que más tiempo gobernó el país, pero principalmente los comicios de esta semana cristalizaron una situación que muchos aliados internacionales no se animan aún a reconocer: una gran mayoría de la dirigencia y, por ende, de la sociedad israelí no apoya una solución de los dos Estados con palestinos, no le interesa reiniciar un diálogo de paz con ellos y no tiene entre sus intereses terminar con la ocupación militar de más de medio siglo sobre sus territorios.

 

Esto quedó demostrado no solo por la victoria del llamado bloque de derecha que componen el partido de Netanyahu, el Likud, y “sus aliados naturales” -como él mismo los calificó-, sino también por la derrota fulminante que sufrieron el tradicional centro y la izquierda israelí y la capitalización de votos opositores que consiguió la nueva coalición Azul y Blanco. El nuevo frente opositor, creado hace solo unos meses, está liderado por tres ex comandantes de las fuerzas armadas y un ex ministro de Netanyahu, que en general evitaron el tema del conflicto con los palestinos durante la campaña y, cuando no pudieron esquivarlo, tuvieron posiciones erráticas como hablar de posibles concesiones de tierra y de “desarrollar económicamente” las ciudades palestinas, al mismo tiempo que reivindicaron haber enviado “de vuelta a la Edad de Piedra” a partes de la Franja de Gaza durante la masiva ofensiva militar que dejó miles de muertos y fue dirigida por el entonces comandante de las fuerzas armadas y el hombre que se presentó en estas elecciones como la contracara moderada de Netanyahu, Benny Gantz.

 

Pese a que los resultados definitivos aún no fueron publicados y las asignaciones de bancas podrían cambiar un poco, el nuevo escenario político-partidario de Israel es bastante claro, más de lo que se esperaba después de tres mandatos consecutivos de Netanyahu y del anuncio, hace solo cinco semanas, del fiscal general del país, Avichai Mandelblit, de que en los próximos meses impulsará el procesamiento del premier por corrupción y fraude.

 

Las dos principales fuerzas del parlamento serán el Likud de Netanyahu y la coalición Azul y Blanco de Gantz y el ex periodista y ex ministro, Yair Lapid. Cada uno tendrá 35 bancas en un pleno de 120 diputados.

 

El partido que les sigue, muy de lejos con 8 bancas, es Shas, el partido de los ortodoxos judíos sefaradíes y mizrajíes (originarios de Medio Oriente), y en cuarto lugar con siete asientos, Judaísmo Unido Por la Torá, otra formación ortodoxa, pero de judíos asquenazíes, es decir, originales de Europa central y oriental.

 

Recién en el quinto lugar aparece el primer partido que no pertenece ni responde al actual discurso hegemónico sobre el conflicto con Palestina: Hadash-Ta’al, una alianza formada por socialistas judíos y palestinos, con seis bancas. El partido que supo ser el protagonista indiscutido de la vida política israelí hasta 1977 y que aún en la última elección general mantuvo el segundo lugar, el Laborismo, esta semana quedó casi al fondo con apenas cinco bancas. Lo mismo obtuvo la tradicional fuerza de la izquierda, Meretz.

 

Tras negociar ministerios y prometer proyectos de ley, Netanyahu podría alcanzar una mayoría de 64 diputados al sumar también las cinco bancas que consiguió el partido de su ex canciller y ex ministro de de Defensa, Avigdor Lieberman, una de las voces más xenófobas de sus sucesivos gabinetes, y las otras cinco que obtuvo la Unión de Partidos de Derecha, liderada por el ex rabino jefe de las fuerzas armadas israelíes Rafi Peretz y compuesta por colonos religiosos y por el extremista partido Otzma LeYisrael. Además, están los cuatro diputados de Kulanu, una escisión del Likud que se convirtió en la única formación cercana al primer ministro que no es ortodoxa o considerado abiertamente de derecha.

 

El último partido que entró en el parlamento es la alianza palestina entre Lista Árabe Unida y Balad, con cuatro bancas.

 

En resumen, los 64 diputados que forman parte del llamado bloque de derecha y podrían ser parte del próximo gobierno de Netanyahu no apoyan explícitamente la solución de los Estados en el conflicto con los palestinos e, incluso, muchos de ellos piden sin ambigüedades una anexión de partes o de toda Cisjordania, uno de los tres territorios reconocidos por la mayoría de la comunidad internacional y por la ONU como palestinos y ocupados. Los otros dos son la parte oriental de Jerusalén, que fue anexada por Israel en 1980, durante el gobierno de Menahem Begin, líder de Herut, un partido que años después se fundió dentro del Likud.

 

A esta mitad del parlamento se suman los 35 diputados de la coalición de Gantz, que aunque aún es muy nueva, tomó una decisión muy clara en la campaña de no recoger el reclamo laborista de retomar la vía diplomática en el conflicto con los palestinos ni tampoco su apoyo explícito a la solución de dos Estados. Tampoco denuncian las violaciones sistemáticas y masivas de derechos humanos en los territorios ocupados como Meretz.

 

En cambio, los nuevos líderes de la oposición israelí se presentaron con una agenda laica, de defensa a las instituciones israelíes y muy enfocada en pelear contra la corrupción y recuperar el poder adquisitivo de la clase media, especialmente de los sectores profesionales y de las grandes ciudades. Obtuvieron muy buenos resultados en este segmento de la sociedad, pero en su intento por concentrar todos los votos anti Netanyahu y de mostrarse como la única alternativa responsable y razonable, enajenaron a posibles aliados, algo imperdonable en un sistema partidario fragmentado como el israelí.

 

En conclusión, 99 de los 120 diputados electos en Israel no apoyan la solución de dos Estados, que sigue siendo la opción privilegiada por la ONU, las principales potencias mundiales -con la excepción de Estados Unidos tras los giros recientes de Donald Trump- y la mayoría de los países del mundo, entre ellos Argentina.

 

Los palestinos no son los únicos preocupados por esta clara hegemonía ultranacionalista y ortodoxa en Israel.

 

La Unión para el Judaísmo Reformista, una organización religiosa que representa a la corriente mayoritaria en la comunidad judía en Estados Unidos, se mostró preocupada por el crecimiento del poder político de la comunidad ortodoxa y sus efectos sobre la democracia israelí.

 

“Las elecciones israelíes demostraron que el país está dividido en temas de importancia vital para el futuro del país. Felicitamos al primer ministro Netanyahu aún mientras continuamos pidiendo por los duraderos valores judíos de justicia e igualdad. Tenemos una profunda preocupación de que el nuevo gobierno profundice la discriminación contra las corrientes no ortodoxas del judaísmo, continúe socavando los valores democráticos y las instituciones de Israel, y discrimine contra los ciudadanos árabes de Israel”, advirtió la organización religiosa estadounidense.

 

El giro a la derecha de la sociedad y la dirigencia política israelíes queda aún más en evidencia al analizar los resultados del centro y la izquierda, y al tratar de entender por qué, una vez más en la historia del país, una parte importante de la minoría palestina -que representa un 20% de la población- optó por el boicot electoral.

 

El Laborismo pasó de protagonista a fuerza periférica sin mucha capacidad de acción dentro del parlamento, Meretz temió por un momento no alcanzar el umbral electoral y los partidos o alianzas con líderes palestinos perdieron tres bancas tras quebrar la Lista Árabe Unida y desilusionar a muchos ciudadanos israelíes palestinos que habían visto en la esa alianza una posibilidad de mayor representación, especialmente en medio de las fuertes ofensivas de Netanyahu, como la aprobación en julio pasado de la Ley de Estado-Nación judío, una norma denunciada como discriminatoria para el 25% no judío de la población.

 

Uno de los primeros partidos en hacer una autocrítica fue Meretz.

 

“En la elección pasada, obtuvimos 12.000 votos en pueblos árabes (palestinos) y otros 2.000 a 3.000 en ciudades mixtas. Esta vez obtuvimos 35.000 votos en pueblos árabes y casi 40.000 en total”, explicó al diario Haaretz la presidenta de Meretz, Tamar Zandberg, unos días después de las elecciones y luego concluyó: “Meretz debe jugar la carta política de una alianza judío-árabe. De ahora en más, la izquierda debe apoyarse mucho más en ella”. Además, agregó un mensaje sutil para el Laborismo: “Si la centro-izquierda no crea asociaciones con la comunidad árabe, no podrá volver al poder.”

 

El problema es que a través de los últimos años y a fuerza de prepotencia discursiva y de un mayor protagonismo político de los ortodoxos y los colonos, Netanyahu y sus aliados han conseguido convertir a cualquiera que cuestione la expansión continúa de los asentamientos israelíes y las sistemáticas violaciones a los derechos humanos en los territorios palestinos ocupados en traidores al proyecto nacionalista y religioso, que hoy quedó claro que representa a la mayoría de los israelíes.

 

Esto provocó que la nueva coalición que encabezará la oposición por los próximos años evitó cuando pudo el tema y corrió el eje de la discusión a otros temas como la institucionalidad, la corrupción, la situación económica y el reclamo por un Estado más laico.

 

Mientras resta ver si la coalición liderada por el ex comandante de las fuerzas armadas Gantz pondrá límites al próximo gobierno de Netanyahu en sus avances sobre la minoría no judía en Israel y sobre los palestinos en los territorios ocupados, la gran incógnita ahora es qué estará dispuesto a ofrecer el primer ministro a sus aliados ultranacionalistas, ortodoxos y, en algunos casos, abiertamente extremistas, para conseguir que el parlamento vote una amnistía y él evite un procesamiento y eventual juicio por corrupción que pondría en crisis, nuevamente, a su gobierno.

 

 

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