Kirchner vs. Newton

Camino al arduo ballotage presidencial de 2011, las chances del kirchnerismo de salir airoso parecen canceladas con la certeza implacable de la ley de gravedad. La dificultad de capitalizar políticamente la gestión de gobierno. Democracia en los ’80, estabilidad en los ’90, ¿cuál será el consenso que le pondrá nombre a esta década?

“El consenso no se revela cuando todos pensamos lo mismo, sino cuando todos los demás piensan distinto y uno se tiene que quedar callado” definió el politólogo Edgardo Mocca en una charla de la Sociedad Internacional para el Desarrollo. Tal sensación de agobio semeja un retrato del clima de hastío antikirchnerista que parece recorrer a la sociedad sin distinción de clases, fogoneado puntualmente por las grandes corporaciones mediáticas. Es ese consenso, y no la berreta esgrima argumentativa de quienes proponen “un acuerdo nacional en tres o cuatro grandes temas” posando de republicanos, el escollo más complicado de resolver para el oficialismo de cara a las presidenciales de 2011.

El discurso que contrapone crispación a consenso transpira una falacia que ya no vale la pena glosar. Cuando el consenso es una habitación semioscura a la que se nos invita cordialmente para ser sodomizados, declinar el convite linda con el sentido común. Por otra parte, no hay posibilidad de amable unanimidad en la política, al menos no en los términos en que la plantean tanto los Bonelli como los Duhalde. Mucho menos, en un país que aun se debate a los ponchazos entre elegir un destino nacional o perseverar en la resignación colonial.

Aquellos viejos consensos

El verso de la Moncloa argentina requiere “consensuar entre oficialismo y oposición temas como la distribución de la riqueza, los servicios privatizados y el rol del Estado, y en eso no hay arreglo posible”, como bien lo señalaba Jorge Devincenzi aquí. No hay consenso sin hegemonía. Y no hay hegemonía sin atravesar conflictos y sin dilucidar quién sale victorioso de ellos.

Si la política es construcción de mayorías, los consensos también son la respuesta a los interrogantes abismales de una comunidad. Y duran lo que duran: hasta que se abre otro interrogante. Revisar los grandes acuerdos nacionales que sostuvieron, para bien o para mal, el andar de la democracia desde su recuperación en 1983, tal vez contribuya a entender los desafíos venideros.

El consenso del alfonsinismo fue la propia democracia, la puerta de salida del horror de la dictadura. Por impericia propia y por el apriete del establishment, la hiperinflación hizo trizas aquel paradigma. Ante una nueva y aterradora incógnita, apareció una nueva respuesta sanadora: la estabilidad. El menemismo mamó de ella hasta el empacho. A tal punto la sociedad argentina se aferró a ese consenso que el gobierno de la Alianza que desbancó al riojano también lo usufructuó al grito de “el 1 a 1 no se toca”. Solo una crisis feroz y terminal como la de 2001 logró romper aquella porfía.

¿Adónde vamos, Cristina?

Si Raúl Alfonsín fue el presidente que nos propuso comer, aprender y curarnos con democracia, y Carlos Menem nos prometió el pase al primer mundo, Néstor Kirchner probablemente será recordado tras el paso del tiempo como aquel que nos sacó del hondo pozo de la crisis de principios de siglo. El éxito de esta empresa (aun en progreso, pero de resultados comprobables) precipitó la caducidad de ese consenso e instaló la necesidad de uno nuevo.

La presidenta Cristina Fernández gobierna a caballo de una transición donde la disputa se encuentra en plena tensión de los actores políticos, sociales y económicos. En medio de esa brega, no resulta simple sintetizar un rumbo. “Un caballo percherón te saca del barro pero no te hace ganar un Nacional en la puta vida” reflexionaba fuera del aire, con ácida sabiduría burrera, el conductor radial Tato Contissa. El kirchnerismo, a pesar de su envidiable enjundia política tras el revés del 28 de junio, no acierta a volver a configurar un horizonte colectivo que logre concitar la expectativa mayoritaria de la sociedad. Ese vacío lo ocupa actualmente un consenso destructivo, meramente táctico, nocivo y carente de propuestas, instalado por la oposición de derecha y por las corporaciones: que se vayan los Kirchner. Su permeabilidad social no es exclusividad del Patio Bullrich o el Rond Point: se comprueba a paso de hombre, en el comercio amigo de su barrio o en el colectivo.

Boletos

“Este pasaje está subsidiado parcialmente por el Estado nacional” reza la consigna impresa en el borde superior de los boletos de ómnibus que braman por la siempre histérica ciudad de Buenos Aires. Si bien se mira, son el símbolo de un modo de comunicación oficial. Directo, taca taca, cero cariño. Similar a los cartelones rojos que nos anoticiaban en las facturas del gas y la luz subsidiados.

Ya en épocas de Néstor presidente algunos lúcidos defensores del gobierno nacional planteaban la imposibilidad de enamorar (o al menos seducir) a la opinión pública con el frío sonsonete de los superavit gemelos. Su trascendencia en el andamiaje de la recuperación lograda por la Argentina desde 2003 es indudable, pero difícilmente pueda trasladarse su robustez técnica al área de lo emocional.

La extraordinaria decisión de asignar de manera universal un ingreso a cada niño menor de 18 años que en estos días empieza a efectivizarse a través de la Administración Nacional de la Seguridad Social tendrá efectos reparadores aun inimaginables en términos sociales. Como la actualización semestral de las jubilaciones resuelta por ley hace meses, como los boletos baratos a fuerza de subsidios (amén del espurio negoción que algunos urden en ese trámite), como la energía eléctrica y el agua corriente hiper baratos que consume con ingratitud la clase media, este ingreso a la niñez corre el riesgo de perderse en la misma imposibilidad del gobierno de capitalizar políticamente sus mejores acciones.

Estatizar los fondos jubilatorios, democratizar los medios audiovisuales, capear la crisis financiera global con efectos mínimos en comparación con los estragos desatados en los países centrales, son logros de la gestión de Cristina Fernández que se licuan en un mar de titulares y zócalos de TN que anuncian la conmoción por la inseguridad en el conurbano. Otorgar sentido político a esas decisiones: esa es la tarea.

Kirchner vs. Newton

Como bien lo señaló el diputado nacional Agustín Rossi durante la sesión en la que el parlamento prorrogó las facultades delegadas en el Ejecutivo, la opción de la hora es la política o las corporaciones. La tertulia que reunió a la UIA, AEA, la Mesa de Enlace y a Eduardo Duhalde confirma la necesidad que tiene la oposición real de un garante político que asegure la inversión que vienen realizando. A pesar de las escaramuzas que prologaron el reparto de comisiones en el nuevo Congreso, la oposición multifronte que se arroga el 70% de los votos en las últimas legislativas es una bolsa de gatos ególatras que no otorga avales suficientes para que el poder concentrado acompañe a alguno de ellos hasta el sillón de Rivadavia en 2011.

El ahora diputado nacional Néstor Kirchner aun puede esgrimir la clásica advertencia de quienes están sentados sobre la llave que abre las puertas del cielo: yo o el caos. Su centralidad en la vida política argentina se percibe en la agenda diariamente. Desatar ese nudo sin precauciones conlleva el riesgo de pialarse y quedar tirado sentaderas al norte. El regreso a la palestra del caudillo de Lomas de Zamora viene a llenar esa vacante que las Carrió, los Solá y los Reutemann aun no pudieron ocupar, y que tanto asusta al establishment. El que se quema con De la Rúa, cuando ve un Cobos, llora.

Todos estos actores impulsan el imperio de un consenso que dictamina el final de los gobiernos kirchneristas en 2011 (si no hay más remedio que esperar) con la certeza lapidaria de la ley de gravedad. Lo que tiene que caer, caerá. Munidos de un instinto político digno de la isla de Robinson, los Kirchner prometen pelea.

Como telón de fondo de la puja política, una pregunta subyace en la cabeza de todos los argentinos. En ocasiones tácita, otras veces más explícita. ¿Qué hacer con los excluidos que dejó la crisis de 2001? El debate sobre la inseguridad es el meridiano palpable sobre el cual se cocina la respuesta de esta década, que inaugurará una nueva etapa. Del carácter del consenso que se alumbre para contestar a este dilema dependerá también qué modelo de país tendremos a partir de 2011. Y viceversa.

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