CAMINO. A las 8 de la mañana en punto, Anastasia García, delegada jujeña del Instituto Nacional de Agricultura Familiar Campesina e Indígena (INAFCI) pasa a buscarme por El Zapla Hotel, un alojamiento para camioneros, donde duermo todas las noches en Palpalá. Ya ha dejado a sus hijas en la escuela y conduce con presteza rumbo a Palma Sola, pueblo de la yunga, donde recogeremos a Gloria Mamani, encargada de la coordinación del Equipo Ramal del INAFCI. Gloria nos espera en el Centro Comunitario, con un embarazo avanzado será la guía natural en la Ruta Provincial 80 que une en su polvoroso trazado Jujuy con Salta o viceversa. Luego de una hora larga de transitar por el asfalto nos desviamos por la ruta propiamente dicha. Es un camino ancho de tierra y ripio. Avanzamos lentamente. A ambos lados de la senda, el monte con su vegetación arisca nos acerca el presagio de seres montaraces surgidos imprevistamente de la espesura espinosa. Cada tanto algún remolque con acoplado nos cubre con una nube de polvo y debemos aminorar la marcha. Anastasia aprovecha ese momento y le dice a Gloria:
-¿Tenés grande la panza, cuánto te falta?
-Tres meses.
-¿Y ya sabés qué es?
-Sí, un varoncito.
Apenas termina de decirlo vemos avanzar otro remolque que deja su estela polvorosa en el aire. Gloria nos cuenta que “la 80”, es una ruta que usan mucho para evadir los controles de la gendarmería. Después de un trecho encontramos el camino de tierra que se abre del que transitamos, y en la entrada vemos el cartel de chapa pintado con letras rojas que indica que estamos en la finca “Las Vachichas”. La tranquera está cerrada, pero Gloria le dice a Anastasia:
-Ruiz me dijo que iba a estar cerrada, pero que no le trababa el candado, esperá que bajo y abro.
Andamos un kilómetro, no mucho más y llegamos a la casa. Alrededor de la construcción hay unos galpones, en el patio una galería con una mesa y sus sillas ordenadas, más allá, montado sobre una estructura de madera, un dispositivo para cultivos hidropónicos. Apenas a unos pasos hay un tanque australiano. Al pasarlo, un grupo de muchachos trabaja en una perforación junto a un técnico del INTA y en una parcela recién desmontada alguien abre los surcos a pura azada para realizar unos cultivos experimentales. Se trabaja fuerte en “Las Vachichas”.
RUIZ. Carlos Antonio Ruiz es lo que llaman en Jujuy: “un gringo”. Alto, rubio de ojos claros, el hombre es un baqueano de esos montes y conocedor de todos los secretos y atributos de aquello que es su vida. Bastaron unos minutos para que con Ruiz surgiera una empatía campechana. Después de presentarnos, parados junto al portón de hierro, nos dice: “Vinieron a ver la cisterna, quedó bien, muy bien, ayer llovió un poquito y algo se juntó. Ahora está el técnico porque le estoy bombeando agua al vecino, 10 mil litros le estoy pasando”. Dice esto mientras nos conduce por el camino, y agrega “acá puse las mangueras para riego por goteo, todo a lo largo. Ahí ves los plantines de algarrobo y palo borracho, a esa la pinché para que tomen los animales, vienen a tomar las corzuelas, ayer estaban las huellas”.
Avanzamos por el camino y me detengo a contemplar las flores amarillas de los guaranes. Ruiz, avanza, y muestra el esplendor de su sendero, donde el tiempo discurre en un sentido surgido desde la misma tierra. Es su sendero del campo. Dejo atrás ese pensamiento y le pregunto a Ruiz:
-¿Qué hacen con los plantines?
-Se exportan a Europa a España, Portugal, Francia y países árabes. El palo borracho es muy apreciado en Dubái, es fácil de trasplantar y ornamental. Pero sin agua, no hay nada, uno puede vivir debajo de un toldo con un mechero, pero con agua, sin agua no sos nada. Ahora hice un tendido con una manguera y les di agua a los guaraníes, no sabés las huertas que hicieron, si quieren ir a ver los llevo, han plantado lechuga, tomates, cebolla. Es impresionante lo que hicieron. Yo hice la licenciatura de Técnico Hidráulico, soy ingeniero y sé de dónde se puede sacar agua para el bien de todos. En eso estoy.
Retornamos por la misma senda. Al llegar de nuevo a la casa nos sentamos alrededor de la mesa. Dispuesta bajo la galería, a un costado, hay un corral donde un toro bufa con enojo y arremete contra el tronco de un árbol hasta que se calma. Ruiz, nos cuenta de sus años en la Fuerza Aérea, donde fue piloto hasta que renunció en el año 70 por estar desacuerdo con las políticas que las fuerzas armadas llevaban adelante. “Desde esos años estoy acá –dice Ruiz- acá críe vacas, chivas y chanchos, por eso el nombre “Vachichas” y siempre, o casi siempre, estuvo el estado presente. Ahora con las cisternas del INAFCI, con los boyeros, con cercos, con aquello que necesita el productor. Los que hablan de que el estado no sirve, no conocen el trabajo del campo. Sabés cuántos días de la semana estoy acá trabajando con 72 años, seis, solo los domingos voy a la ciudad a ver a mi familia. Y más allá de los cursos, de las tecnicaturas y de todos los estudios realizados donde más aprendí fue trabajando”.
Uno podría quedarse horas, escuchando a Ruiz con sus saberes, y ese derrame de conocimientos que hace del monte y de su tierra, pero debemos partir porque no muy lejos de allí también nos esperan.
PAEZ. En la finca “Las Vertientes”, vive Hugo Páez, no queda muy distante el lugar, apenas a un par de kilómetros de la casa de Ruiz. Avanzamos por el camino y el sol se hace sentir, agobia un poco. Gloria va atenta tratando de descubrir cuál será la senda que conduce a la casa, hasta que al final, la descubre casi escondida entre cardones y algarrobas. Entramos en el sendero estrecho, al llegar a la tranquera la encontramos cerrada, no queda otra que saltar el alambrado. Es tanto el calor, que me resulta molesto llevar en la mano un saquito de lana, Gloria me dice que lo cuelgue del alambrado.
-Nadie se lo va a llevar.
Ahí lo cuelgo. Apenas caminamos unos metros, se puede ver en un claro de esa espesura espinosa, una tumba con su cruz. Gloria nos dice que allí está enterrado el padre de Hugo. Luego de caminar unas cuadras, por el medio del monte, llegamos al rancho. Ahí está Hugo Páez junto a su madre y una niña en los brazos. Nos sentamos debajo de un algarrobo y lo escuchamos, después de contarle el porqué de la visita.
-Las cisternas están muy bien, estamos muy agradecidos por eso, el problema es que todavía no empezaron las lluvias, ahora estamos dependiendo de los camiones de la municipalidad. Habíamos hecho una huerta, pero sin agua se secó todo. Acá atrás corre un arroyito, pero es de agua salada, no sirve ni para que tomen los animales.
Debajo de un alero, se pueden ver lazos, cinchas, guardamontes y otros enseres camperos propios de la cría de ganado. Entonces, las preguntas y respuestas van y vienen en la charla.
-¿Siempre viviste acá?
-Sí, tenemos muchas generaciones en esta tierra, mis abuelos, mis padres, yo. siempre acá.
-¿Solo crías vacas?
-No, también algunas chivas, pero menos. Cada tanto aparece el tigre o el león y se lleva alguna. No tengo pruebas porque no los vi, pero tengo la convicción de que son ellos.
-¿Alguna vez pensaste en ir a vivir a otro lado?
-Nunca. Este es el lugar donde nací y no pienso irme. Mi padre murió y pidió ser enterrado en este lugar, es donde nacimos y la tierra que defendemos. Está el tema del agua, por eso es importante que el estado de una mano. Somos guardianes de todo esto.
-¿Hace mucho que no llueve?
-Un montonazo, como siete meses, la última vez fue en marzo o abril.
Después de recorrer parte del monte que nos circunda, donde cruzamos el arroyito salobre y divisamos a unas vacas de mirada mansa, llega el momento de partir con la certeza de haber conocido a gente anónima y valiosa, a los verdaderos guardianes de esos montes asolados no solo por la sequía, sino por los desmontes y las expulsiones de esas tierras amadas que pocos conocen o imaginan.