Javier Trímboli, militante de causas justas, partió de este mundo el primer mes de este año, el 28 de enero, tras una dolorosa agonía producto de un cáncer. Tenía 58 años, y una importante trayectoria en el campo de la divulgación histórica y la escritura del ensayo.
Era, para decirlo con las palabras odiosas que circulan hoy desde las altas esferas del poder político, uno de esos “zurdos hijos de puta” (o un “progre de mierda”, como calumnian desde la derecha peronista) que se acercó al kirchnerismo proviniendo de la izquierda. Lo hizo en un momento en que el peronismo se mostró poroso a las luchas por la “Memoria, Verdad y Justicia” de los organismos de derechos humanos y el “Trabajo y Dignidad”, de las experiencias plebeyas de carácter territorial-comunitario, así como más tarde lo fue a reivindicaciones de igualdad civil y democratización cultural como las que se expresaron en la “Ley de Medios” y la de “Matrimonio igualitario”.
En los años ochenta, en su temprana juventud, participó de la 1° brigada Internacionalista “Gral. San Martín” que partió a Nicaragua para apoyar la Revolución Sandinista triunfante en 1979. Como provenía de la izquierda, estaba familiarizado con el término “autocrítica”, así que su paso por las funciones estatales durante la década ganada no le impidieron luego ser un crítico implacable desde el interior de la experiencia y comenzando por sigo mismo. Aunque sin, por eso, renegar de esa experiencia, como se ha visto a tantos durante los últimos años.
Trabajó como profesor en la Universidad Nacional de la Plata, donde dirigió la Revista Guay, un espacio virtual que funcionaba como una suerte de ámbito de “promoción de la lectura”. Oratoria, lectura y escritura, tres elementos estructurantes de la vida de Trímboli.
Quienes se dedican a la enseñanza lo recuerdan por sus iniciativas permanentes de “formación docente”, ámbito en el que se desempeñó llevando adelante su pasión por el conocimiento, en la búsqueda por romper con las rutinas escolares. También trabajó contribuyendo a la producción de películas y programas de televisión (en Canal Encuentro y la TV Pública) e incursionó en el formato de los podcasts, además de participar en distintas revistas y escribir algunos libros, como ese que tuvo en la cabeza hasta sus últimos días, y que ahora está en pleno proceso de edición, mientras se encuentra el nombre adecuado (la “palabra justa”, como decía el poeta argentino Francisco Paco Urondo, uno de los autores que aparece con fuerza en este, su último escrito).
Diego Carames –uno de sus editores, junto con Gabriel D’Iorio y Julia Rosemberg–, comenta de hecho a este cronista que sus últimas semanas fueron duras, por la enfermedad, pero también porque había algo de despedida, sin que por eso dejara de estar presente esa fuerza vital que se resistía a irse: “el coraje de Javier fue tremendo… le puso cabeza al texto hasta hace unos días, literalmente, hasta que ya no podía teclear”, remata Carames.
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Conocí a Javier Trímboli, personalmente, en una charla que compartimos en Cosquín, junto con estudiantes del profesorado de Historia, organizada por la hoy directora de Educación municipal Mariana Belluscio. Para entonces él ya había citado extensamente uno de mis libros (De Cutral Có a Puente Pueyrredón)en su libro Sublunar: entre el kirchnerismo y la revolución, publicado en la colección Cuarenta ríos, donde yo mismo luego publiqué otro libro (Desde abajo y a la izquierda)en donde cité in extenso su Sublunar, gesto que Javier devolvió invitándome a participar en “Un poco sucio”, podcast de historia realizado junto a Julia Rosemberg.
Yo también lo invité un día a los estudios de Radio Gráfica para que participara de un programa que allí realizaba. Estábamos saliendo de la pandemia y recuerdo que, aunque le quedaba lejos, vino hasta el lugar “para poder encontrarnos cara a cara” –me dijo– y seguir la conversa como se debía. Algo similar repitió un día del años pasado, cuando cruzamos un llamado telefónico en el que le agradecí por las numerosas referencias a mis libros que había realizado en su extenso programa (“40 años de democracia”) en Gelatina, y le dije que quería hacerle llegar mi último libro, donde él aparecía mencionado en varias oportunidades. Me respondió que esperara un poco, así podíamos encontrarnos personalmente, porque estaba muy enfermo y en ese momento no salía de la casa. No quería suplantar ese encuentro por un llamado telefónico o por conexión “vía Zoom” (Javier se resistió hasta el último día a utilizar redes sociales, y ni siquiera tenía WhatsApp instalado en su celular).
Efectivamente ese día llegó y pudimos vernos frente a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, para charlar un rato antes de que él participara con Diego Sztulwark y María Pía López en una clase de Pía en la que presentaron la colección “Pensadores de América Latina” de la editorial de la Universidad de General Sarmiento en la que él mismo había publicado su Alberto Flores Galindo: la escritura de la historia (libro del que me había hablado y me obsequió ese día). Al terminar la actividad nos fuimos en barra a un bar, a seguir la conversa. Entonces me insistió, sin altanería pero con firmeza, en que tratara de conseguir Buscando un inca, de Galindo: “es un libro que te va a encantar”, me dijo.
Si cuento todo esto no es por autoreferencialidad, ni por una preferencia por el anecdotario, sino porque estas simples cuestiones –entiendo– dan cuenta de su vida cotidiana, de la dimensión docente, política y humana de alguien que, como Javier, no podía reducir la enseñanza, la militancia y la fraternidad a un aula, un partido u organización o un momento puntual que sacralice la amistad (política, como en este caso), con un par o con alguien más joven que lo buscaba con las ansias de escuchar a quien pudiera contribuir a su formación (como fue este caso).
Todas esas idas y venidas se gestaron desde 2016 en adelante, y tienen que ver con toda esta red de amistades intelectuales, de afectos políticos. La historia fue así: en plena ofensiva del macrismo y tras quedarme sin trabajo como periodista del diario El Argentino, los editores de Cuarenta ríos, como para darme una mano, me compraron varios ejemplares de un libro mío y los repartieron entre amigos. Uno de ellos fue a parar a manos de Javier, quien lo leyó con una honestidad intelectual tal que lo llevó, en su ya mencionado libro Sublunar, a reflexionar sobre aquello que, desde la academia –según cuenta– no se había podido, no se había sabido, no se habían querido ver, pero que sucedía en las barriadas de la zona sur del conurbano bonaerense durante la segunda mitad de la década del noventa, y de alguna manera fue amasando esa rebelión popular que estalló en diciembre de 2001, y que Trímboli (a diferencia de la “lectura oficial” del kirchnerismo), sitúa como la condición de posibilidad del proceso abierto en 2003.
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Tanto en Sublunar, como en La escritura de la historia, se produce un cruce entre ensayo y autobiografía, que contiene cuestiones históricas y políticas, pero narradas con un estilo que permite introducir no sólo la voz sino el cuerpo entero de quien escribe. En el primer libro, sobre el kirchnerismo, evoca desde una primera persona a “esa franja sin duda menor en términos de votos”, aunque no así “en su incidencia en la cultura” que aportó cuadros –o personal– para la gestión.
El segundo es sobre el peruano Flores Galindo, el mito revolucionario capaz de movilizar multitudes en pos de un cambio emancipatorio. Recupera ahí esa “fuerza que levanta mundos”, desde la memoria de ese joven de izquierda que supo ser en los años ochenta. A inicios de 1988, comenta Trímboli, él también formaba parte de los “pequeños grupos” que, desde Rosario, Córdoba y Buenos Aires (mochila al hombro) querían llegar a Perú, previo paso por Bolivia, en la búsqueda incansable de inscribirse en una huella, en una tradición, en una identidad Latinoamericana. En ambos casos, no está de más aclarar, la primera persona del singular es indistinguible de la del plural.
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Le preguntamos en 2019 cuando lo entrevistamos para Revista Zoom: “¿Y el presente como lo ves?”. Él, sentado en un sillón de la librería Punto de Encuentro, mientras observaba los estantes con libros y algunas imágenes de escritores y escritoras que parecían observarlo desde la pared, respondió:
“Y, diría que probablemente hoy, el mundo de las clases populares sea mucho más barroco de lo que era en 1945, o incluso en 1985. Esto tiene algo de la dimensión del disparate, de poner patas para arriba muchas de las cosas que uno podía pensar”.
¡Vaya si son el disparate y las ideas puestas pata para arriba lo que caracteriza el actual momento político! Y cómo se extrañan en este contexto reflexiones agudas, siempre puestas en su relación con el proceso histórico, como las que de tanto en tanto nos convidaba Trímboli.
Para quienes somos ateos y nos consideramos sus compañeros de ruta, no nos cabe más que seguir leyéndolo, viéndolo en algún video de internet o escuchándolo en alguno de sus programas, para acompañar la despedida con la misma certeza con que Simone de Beauvoir despidió a Sartre en aquel conmovedor libro La ceremonia del adiós, donde afirmaba: “su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá”. Lo hermoso ha sido, en todo caso que nuestras vidas hayan coincidido con la de él durante un tiempo.