Escenas de la vida misionera

Horacio Quiroga y sus derivaciones. La duda de una muchacha. Los árboles y sus conocedores. Los infiernos perdidos y los universos encontrados. Por Eduardo Silveyra

QUIROGA. Tal como me indicaron, me bajo del micro en la parada de la Axion y camino bajo el sol con mi sombrero de paja, el que me lo vendió, me dijo que llevarlo puesto ya me convertía en un misionero, así que nada mejor que estrenarlo yendo a la casa de Horacio Quiroga. Por el camino le pregunto a una pareja que detiene la motito, si voy por el camino correcto y la chica me dice que sí.

-“Cuando llegue al fin de la calle, y empieza el empedrado, sale una calle de tierra y le da derecho por esa y al final está la casa de Quiroga, no tiene como perderse”.

Aunque lo de perderse puede ocurrir, ya que recién en el cruce indicado aparece un cartel difuso, indicando que la casa museo de Horacio Quiroga está a 800 metros de distancia. Algún auto va y otro viene por el camino asfaltado. Camino hasta llegar a la entrada de una senda trazada entre el monte y las tacuaras, al final del sendero, uno se topa con La Taberna de Quiroga, un local con una pérgola donde se disponen sillas y mesas de diferentes estilos, como los manteles que las cubren. Una diversidad, aprehendida a la luminosidad verde del parque arbolado. Ahí me recibe, la gallega Concepción Alarcos, una mujer recia, con sus cabellos blancos cubiertos por una pañoleta floreada. Le pregunto si esa es una de las casas de Quiroga y me dice:

-“No, esto es nuevo. Yo aquí atiendo la taberna, preparo el menú y organizo actividades, siempre relacionadas con Quiroga, él vino aquí en busca de una nueva vida, muy diferente a la que hacía en Buenos Aires. Acá se relaciona con la naturaleza, con los árboles, estudia botánica, en aquella casa él tenía su taller de carpintería, de grabados y pinturas. Se relaciona también con los guaraníes, ahora llamados originarios”.

-¿Y cómo llegás a la obra de Quiroga?

-La familia de Quiroga provenía del pueblo de Alarcos en Galicia, de donde soy yo. De niña, una tía me leyó sus cuentos y después de años de olvido, Quiroga apareció en mi vida de nuevo. Me interesa su vida tan trágica y su literatura. Esos mundos selváticos tremendos que él describe y que reflejan parte de lo que vivía. Su padre era diplomático, él decide romper con esa vida de señorito y se instala aquí a vivir de un modo natural, alejado de las etiquetas, acá fabrica cosas, inventa otras. Quería que sus amigos vinieran a vivir a Misiones.

-¿Eso te trajo a vivir acá?

-Antes de venir aquí, estuve trabajando con comunidades quilombolas en Río Grande do Norte en Brasil y también con tupí guaraníes. En Brasil viví catorce años, poco antes de la pandemia viajé a Misiones y debido a la cuarentena me fui quedando y aquí estamos.

Mientras bebemos una jarra de limonada, muy propicia para mitigar la sed y refrescarnos un poco, Concepción cuenta que, aparte de la actividad gastronómica que también es cultura, están organizando un taller de bordado de imágenes de los cuentos de Quiroga, mientras despliega sobre la mesa las hojas con los dibujos a bordarse.
La tarde avanza y es la hora de a partir, nos despedimos con la promesa de volver a visitarla y probar su tortilla de papas a la española y también con la sensación de haber estado con una mujer que bien podría ser parte de la historia del escritor oriental.

NATALIA. Siempre que voy a San Ignacio, paso por la misma frutería, algunos días a la mañana atiende Natalia. Una muchacha bien misionera. Es muy atenta en su trabajo, algunas veces me ofrece una silla y nos quedamos un rato conversando de naderías. Al despedirnos, después de la exigua compra de manzanas verdes o peras, me queda la sensación de que su diálogo quiere ir más allá del estado del tiempo, la lluvia, el sol y la humedad. Lo puedo ver en la preocupante luminosidad de su mirada. Justo ayer, ese sentimiento mío se corroboró, cuando al ofrecerme un mate me preguntó:

-¿Usted es periodista y escritor?

La pregunta me sorprende y me interrogo vagamente, acerca de qué delata ante los ojos de los otros, el oficio o la profesión de la cual vivo y de qué modo corren las voces como reguero de pólvora, revelando en los pueblos provincianos, la presencia de un poblador nuevo y extraño. Solo atino a decirle:

-Sí, soy escritor. ¿A vos, te interesa escribir?

-No, no, solo saber si usted escucha a las personas.

-Sí, me importa escuchar a la gente. ¿Me querés contar algo?

-Un problema que tengo con el padre de mi hija.

Entonces, comienza hablar casi trémula, de una situación de acoso, con las clásicas amenazas del macho desplazado y su violencia. La clásica amenaza de, mientras yo viva no vas a ser de otro hombre. Como si esta Natalia fuera un objeto que solo puede ser disputado por otro macho más fuerte, cuando como ella misma dice:

-Solo quiero vivir mi vida, salir con mis amigas y estar con alguien que me respete.

-Lo mejor que podés hacer es hacer una denuncia y pedir una orden de restricción. -Le digo, esperando una respuesta firme. Pero, ella duda y me responde: “Su familia es muy poderosa y también me amenazan.”
Más allá del incierto candor de su pregunta inicial contemplo la preocupante situación que vive: “Tenés que juntarte con otras mujeres y hacer la denuncia en la comisaria. No hay otra, solo vos tenés la decisión de hacerla o no y cortar la situación”, le digo.

Después, nos despedimos y sigo mi camino hacia la casa museo de Horacio Quiroga. En el trayecto pienso si la próxima vez que vuelva a San Ignacio y pase a comprar unas manzanas, esta Natalia se habrá decidido a dar o no, el paso preciso.

ÁRBOLES. Son cerca de las 9 y media de la mañana, después de cinco días ha dejado de llover. La luminosidad se expande en el aire de un día que se presagia caluroso. En una de las mesas bajo la galería del almacén de Cacho, un muchacho toma una cerveza, al pasar a su lado me saluda.

-Buen día don, hoy va estar bravo el calor.

-Eso parece. -Le respondo.

Al salir me siento, mesa por medio, a contestar un mensaje. Me ofrece un trago de la birra, le agradezco el convite, y me justifico diciéndole que es temprano para mí y me dice:

-Así que se vino de Buenos Aires a vivir a Misiones.

-En eso estoy.

–A Buenos Aires nunca fui, pero conozco Posadas, San Pablo. ¡Qué lindo es San Pablo! –Suena extraño ese gusto por un lugar en las antípodas de los montes y las selvas que habita, pero no digo nada, solo lo escucho decir: “Encarnación y Córdoba, también conozco, ahí estuve en Dean Funes, trabajando en la cosecha. Siempre hay que andar bien en todos lados, porque el mundo es chiquitito. ¿Y usted, se vino de allá de Buenos Aires, para trabajar con los árboles?”

-Esa es la idea.

-A mí me encanta las plantas y los árboles, los conozco a todos y al que no lo averiguo. Sé qué propiedades curativas tienen las hojas, no es cosa de tomar por tomar. Solo pocas plantas sirven para todo y hasta por ahí, nomás. Yo me críe en el monte de Paraguay, pero ahora pusieron soja y ya no queda nada. Acá queda bastante, por eso me estoy haciendo mi casa en el monte. Hay unas yararás como de dos metros, ya maté un montón. Una tenía una cabeza así de grande –abre el índice y el pulgar de ambas manos y los junta, para mostrarme el tamaño— pero, de árboles no solo hay que saber, también hay que tener mano. Sin buena mano, no se puede hacer nada. Yo de una linda rama le saco una buena muda y de trasplantar, también sé un montón.

-¡Qué bueno!

-Mire esa palma que está ahí, a esa palma ya hay que separarle las mudas, sino no va a crecer bien, de ahí salen como cinco palmas y cada una de esas se venden a 30 mil pesos.

-Un buen precio.

-Esa palma se paga bien, llevan para Buenos Aires.

-Sí, allá se ven algunas.

-Bueno amigo, me voy a ir porque vine a buscar un machimbre para el rancho, pero el hombre que lo guardó no está.

Entonces se levanta, menudo, ágil y fibroso, con pasos ligeros, salta sobre la banquina y camina, avanza unos metros, de pronto se da vuelta y grita:

-¡Pásela bien, don! Quién le dice que no termine trabajando para usted.

ROCA. La vida en el pueblo de Gobernador Roca es apacible, tranquila. El nombre homenajea al primer gobernador de Misiones, Rudecindo Roca, nombrado gobernador en 1881 cuando la provincia jesuítica dejó de pertenecer a Corrientes. Rudecindo, hermano del presidente genocida, Julio Argentino, aprovechó el cargo y se convirtió rápidamente en uno de los 38 principales latifundistas, que como siempre en estos casos, compraron tierra pública a precios irrisorios, gracias a lazos de amistad o intereses comerciales, con el gobernante. La mayoría de estos propietarios nunca vivieron en la provincia, por lo cual se los denominó “latifundistas ausentistas”. Ese ausentismo, motivó que muchos pobladores fueran ocupando tierras deshabitadas, algo que con el correr de los años trajo aparejadas disputas con los descendientes de Roca, que no pagaron impuestos como es costumbre, ni habitaron las posesiones. Sin embargo, ahora rige en Misiones la ley XVI-Nº 100 (antes Ley 4.502) que ordena un Plan Extraordinario de Regularización del Dominio de Tierras Fiscales. La normativa autoriza al ejecutivo provincial a transferir inmuebles de propiedad fiscal, en todo el ámbito de la Provincia, a las personas físicas o jurídicas que acrediten la ocupación real y efectiva sobre el inmueble con anterioridad al 31 de diciembre de 2008. De todos modos, lo real es que es muy difícil conseguir una casa o una parcela de tierra con un título de propiedad, abundan los permisos de posesión o de ocupación, otorgados por los distintos municipios. Más allá de la historia y sus consecuencias, los pobladores de Roca tienen arraigada la creencia en la palabra dada y en la confianza, más que en los papeles, algo que trasunta en la vida cotidiana y lo hace a uno vivir en otro universo.

Vuelvo a la veterinaria de Tatiana, dos días antes atendió a Dee Dee por una herida ocasionada en una de sus aventuras, le pregunté cuánto cobraba la consulta y me responde:

-La consulta no la cobro, soy la única veterinaria del pueblo, como le voy a cobrar la consulta a los vecinos, cobro los medicamentos que correspondan.

Esta vez volví para comprarle las piedritas del baño, cuando le voy a pagar mira el billete de 10 mil pesos y me dice:

-Me va a sacar todo el cambio. Lleve, después me trae, usted ya es vecino. ¿Compró acá cerquita, no?

-Sí, a dos cuadras de acá cruzando la ruta. -le contesto y me voy agradecido.

Horas después y ya sin los 10 mil pesos en efectivo, voy a un vivero a comprar unas macetas de plástico soplado. La compra es exactamente por ese valor, le pregunto al señor que atiende si le puedo transferir por la aplicación del BNA y me dice que sí, pero que ahora está sin señal y me dice amablemente.

-Después me trae. ¿Usted es el vecino, que compro allá en el fondo?

-Sí, el mismo.

-La casa no es gran cosa, pero ese terreno es bueno. Bueno don, gracias por venir.

Camino por la banquina de la ruta 12 y pienso, pienso en las palabras de Marta, diciéndome después de contarle alguna de estas cosas: “Vivís en otro universo, tenés que estar agradecido”. Y lo estamos.

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