Luego del veto de la Presidenta por considerarla “una ley de quiebra del Estado que estafa a los jubilados”, hacemos un recorrido de la historia del sistema previsional, su crisis y el presente, para entender la decisión de Cristina Fernández y la irresponsabilidad de la oposición.
Las fuerzas opositoras al gobierno de Cristina Fernández han logrado aprobar en la el 82% móvil para los haberes jubilatorios. Lo han hecho sin prever los recursos que permitan afrontar esa erogación (no por una sola vez sino de aquí para adelante) y con el no muy oculto propósito de forzar al Gobierno a vetar la ley, pagando los consiguientes costos políticos.
Es una estratagema burda de quiénes ya gobernaron el país largamente, sin que se les pasara jamás por la cabeza hacer esto. Por el contrario, la jubilación mínima se mantuvo durante años congelada en módicos 150 pesos (durante los gobiernos de Carlos Saúl Menem y Fernando de la Rúa). En la gestión de la Alianza, asimismo, se hizo una quita de 13 por ciento sobre las jubilaciones que excedían cierto piso, con el propósito de equilibrar el presupuesto. Tiempo después ese descuento sería restituido por el Gobierno de Eduardo Alberto Duhalde, cuando la inflación lo había licuado lo suficiente como para no pesar en demasía sobre el erario público.
La gente del común -que ve con simpatía esa mejoría para los pasivos- y por supuesto los beneficiarios mismos de este abrupto brote de generosidad, deben experimentar hoy día ambiguos sentimientos. Por un lado, algo de sorpresa, por ver de quiénes proviene la iniciativa. También comprensible enojo: ¿por qué se niega tenazmente el Gobierno a una reivindicación tan justa? (un Gobierno que, por lo demás, declama la justicia distributiva y se ha ocupado no poco de aumentar las jubilaciones mínimas así como de incrementar la cobertura previsional). Por fin, también deben sentir alguna curiosidad: ¿por qué ningún gobierno hizo nunca siquiera el intento de restablecer ese efímero legado que se remonta a los orígenes del sistema jubilatorio y parece tan razonable?
Para responder a estas cuestiones, no estará de más explicar un poco cómo fue concebido el sistema previsional local -a imagen y semejanza de otros existentes en el mundo-, cómo evolucionó luego y cuál es su situación actual.
Los orígenes del sistema previsional
La generalización del régimen jubilatorio a la mayor parte de las actividades tuvo lugar en Argentina bajo el primer peronismo, cuando se multiplicaron las cajas de jubilaciones. Hasta allí, unas pocas actividades contaban con ellas. Así, el sistema reconoce un origen histórico: no forma parte de la creación del mundo ni del paisaje natural.
Cómo por entonces había muy pocos jubilados y muchos trabajadores activos que aportaban, el sistema era superavitario. Por supuesto que eso no duraría. Por otra parte, los fondos excedentes no se guardaban sin utilizarlos, porque la inflación de aquellos años (los años cincuenta y sesenta) los hubiera licuado. Se emplearon en cambio para financiar la educación y la salud públicas, entre otros gastos.
El sistema se unificó a nivel nacional hacia fines de los años sesenta, bajo el gobierno de Juan Carlos Onganía, al crearse el llamado Sistema Nacional de Previsión Social, de carácter contributivo y obligatorio y basado en el principio de solidaridad intergeneracional. ¿Qué significaba esto?: que los aportes de los trabajadores activos servían para pagar las jubilaciones de los que ya estaban jubilados. Entiéndase bien: no se guardaban en una cuenta individual a la espera de que se jubilara el aportante sino que se destinaban a pagar los haberes de las generaciones anteriores. Así funcionaba.
La crisis del sistema previsional
Pero ocurrió -aquí y en todas partes del mundo- que la esperanza de vida se incrementó: los jubilados ya no sobrevivían 10 años a su retiro sino 15 y luego 20. De manera que eran cada vez más…
Al mismo tiempo, desde los años ochenta se fue transformando el mercado de trabajo: cundieron las actividades informales, por cuenta propia o bien asalariadas pero en negro. Esto pasó en todas partes: en Gran Bretaña, en Francia, en Alemania, etc. Hay una muy abundante literatura, principalmente europea, sobre la cuestión.
¿Y a qué se debió? En parte fue el resultado de cambios tecnológicos que determinaron que una mayor producción (de bienes y servicios) fuera posible con menos trabajadores ocupados. Es decir, aumentó la productividad. Por otra parte, como los salarios y otros costos laborales habían estado creciendo en los treinta años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (los sindicatos lograron muchas conquistas en esos años, en Argentina por cierto, pero también en muchas partes del mundo), el capital aprovechó para tomarse una revancha sobre el trabajo y recuperar en parte su tasa de ganancia a costa de éste.
Para eso, llevó a cabo reformas organizativas para ahorrar mano de obra y logró que gobiernos afines (como los de Ronald Reagan y Margaret Tatcher en Estados Unidos y Gran Bretaña y como la dictadura militar y el menemismo en Argentina) impulsaran una legislación favorable al debilitamiento de los vínculos laborales que unían a los trabajadores con los patrones (principalmente, ya se sabe, en lo que atañe a las responsabilidades y obligaciones de estos últimos). Así, cundió el vínculo laboral sin contrato y sin aportes. Y para los trabajadores reglados, por ejemplo, no casualmente de redujeron los aportes patronales bajo el pretexto de que si el trabajo resultaba más barato los empleadores se sentirían estimulados a contratar más mano de obra. Pero no dio resultado y el desempleo, que ya era alto, siguió en aumento.
El resultado -aquí y en otras partes del mundo, ya se ha dicho- fue que hubo menor número de trabajadores, menos de ellos aportando y aportes menores en el caso de los que seguían haciéndolo (al disminuirse la parte patronal de esos aportes).
El sistema -con más beneficiarios y menos cotizantes- comenzó a hacer agua. En muchos países, no en todos pero sí en la Argentina, se optó por una solución “quirúrgica”. Se lo convirtió en un sistema de capitalización privado, donde cada trabajador aportada a una Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP), que se quedaba con un tercio de su aporte a cambio de administrarle el resto. Se suponía que multiplicarían su dinero para cuando llegara el día del retiro. Ilusorio supuesto…
¿Y los actuales jubilados? Se embromaban, porque ya no se contaba con el aporte de todos los activos (sino apenas de unos pocos que no habían cambiado de sistema). Lejos de alcanzar para pagar el 82% móvil, la plata que entraba ya no alcanzaba para pagar las muy magras jubilaciones que se abonaban (la mínima de 150 pesos…). Y hubo que destinar otros recursos: parte del Impuesto al Valor Agregado (IVA), del impuesto a las ganancias y de los impuestos coparticipables (las provincias cedieron un 15 por ciento del total de los mismos, puesto que, en la mayor parte de los casos, sus jubilados recibían sus haberes del sistema nacional). Más de la mitad del total de las jubilaciones no provenía de aportes del sistema sino de impuestos que pagaban todos los argentinos.
La paradoja es que, como habían perdido sus trabajos en blanco, muchos de esos que pagaban los impuestos -y los haberes de los jubilados- ya no podían completar sus propios aportes y no tendrían derecho a una jubilación al momento de llegar a la edad prevista.
Aquí -a semejanza de otras partes del mundo- se optó entonces por “hacer esperar” a los jubilados para reducir su número, difiriendo la edad jubilatoria. Pero además, se congelaron -ya fue dicho- los haberes (gobierno de Menem) y luego se los recortó en un 13 por ciento (gobierno de De la Rúa) para poder achicar el gasto.
El sistema había dejado de funcionar, en definitiva. Y ya no garantizaba la futura cobertura: ni el derecho a contar con ella por haber aportado ni los fondos para financiar las jubilaciones. No es que los gobiernos se habían robado la plata de los jubilados (aunque bien mirado, las AFJP sí que se quedaban con uno de cada tres pesos de quienes aportaban a ellas): sencillamente la plata no alcanzaba para los que ya estaban jubilados y cada vez más personas llegarían a la vejez sin poder jubilarse.
¿Qué hacer…?
Así que algo había que hacer al respecto. Y se hicieron varias cosas:
– Aumentar la jubilación mínima de 150 a más de 1000 pesos (si se computa el último aumento),
– Eliminar las AFJP y volver al sistema original de reparto, lo que permitió recuperar toda la masa de aportes de los activos, conjuntamente con los fondos acumulados e invertidos por las AFJP: el llamado Fondo de Sustentabilidad Previsional (FSP).
– Establecer un mecanismo de ajuste automático para el conjunto de las jubilaciones (basado en la evolución del salario medio y en la evolución de los recursos del sistema: los aportes de los trabajadores activos).
– Pero además, fue preciso hacer otra cosa: establecer una amplia moratoria previsional para los que no habían podido hacer o completar los aportes necesarios.
Si las jubilaciones ya no se pagaban totalmente con aportes sino con impuestos no provenientes del trabajo, entonces carecía de sentido que solamente pudieran jubilarse los que computaban aportes. Con eso, el número de jubilados se incrementó fuertemente y los fondos destinados a pagar las jubilaciones también. Su peso sobre el gasto público se duplicó.
En la actualidad, el dinero proveniente de los aportes de los trabajadores activos permite pagar poco más de la mitad de las jubilaciones. En parte, eso obedece también a que aumentó el empleo en blanco. El resto del dinero que entra a la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) proviene de otros impuestos. Eso es lo que arroja un superávit sobre el gasto en jubilaciones que se usa, por ejemplo, para pagar las asignaciones familiares.
Además, el gobierno toma prestado parte de ese superávit: se financia con él a cambio de un título que cancela al vencimiento y que genera intereses. Es decir, toma préstamos de corto plazo allí en lugar de aumentar la deuda externa solicitándolos a la banca internacional. Lo cual, es un modo más seguro de invertir los fondos excedentes en lugar de destinarlos a compras de títulos privados, como hicieron en parte las AFJP, que acabaron por depreciarse fuertemente. Esto es usual en todos los países del mundo, porque los títulos públicos son considerados una inversión conservadora pero más segura.
¿Y el 82% móvil?
¿Y qué hay del 82% móvil? Pagarlo exigiría aumentar fuertemente los recursos del sistema. Si se piensa que el aporte actual asciende aproximadamente al 20 por ciento de la masa salarial, tendría que haber cuatro aportantes por cada jubilado para alcanzar a 80 por ciento. En realidad, la relación actual es de alrededor de 1,5. Es decir, para pagar una jubilación promedio de 30 por ciento del sueldo de los activos.
El pequeño superávit actual, que se obtiene sumando los otros recursos -de origen no previsional- está muy lejos de alcanzar para cubrir la diferencia. Como tampoco es razonable usar los recursos acumulados en el FSP, que no constituyen un flujo sino un stock: en poco tiempo se habrían agotado. Por otra parte, ese fondo no es inmediatamente líquido, sino que está nominado en acciones y otros títulos, cuyo valor de mercado bajaría inmediatamente si se los pretende vender en forma masiva para generar liquidez.
Un posible camino -que solo fue sugerido por una parte minoritaria de la oposición- podría consistir en elevar nuevamente los aportes de los empleadores, restituyendo su nivel anterior a la reducción operada en el gobierno de Menem. Tampoco es un camino gratuito: podría desalentar la contratación de trabajadores en blanco, con lo que en definitiva habría menos aportes futuros y al menos una parte del efecto se neutralizaría.
En definitiva, no se trata de un capricho sino de una decisión política que debe tener fundamento en recursos que permitan volverla sustentable en el futuro.