La política, según el autor del blog Desierto de ideas, se hace con el material político, social y cultural disponible, y no desde los cantos sagrados de una historia ya sepulta. Un alerta sobre la visión idílica de un “pueblo político”, movido por exclusivos altruismos ideológicos. Las grandes y grises épicas son el blanqueo laboral y la asistencia social hasta las últimas consecuencias.
Para las identidades políticas progresistas o de izquierda (es decir, las fuerzas que manifiestan compromiso y cercanía con lo popular, pero que se indisponen con el peronismo real en cada una de sus etapas históricas) las distorsiones entre sus propios imaginarios retóricos y los rocosos pliegues de la realidad siempre han constituido una problemática que los ha marginado de las genuinas apetencias de las mayorías populares y de la disputa del poder. Mayorías y poder: precisamente los dos elementos áridos, complejos y esquivos que se necesitan sí o sí para corporizar una política popular, y no tan sólo declamarla.
“Quisimos, no nos dejaron”
La política se hace con “el material” político, social y cultural disponible, y no desde los cantos sagrados de una historia ya sepulta pero que pugna por imponer lógicas binarias y estáticas (oligarquía-pueblo como bloques abstractos) para interpretar acontecimientos mucho más matizados y complejos. Lógicas que al no tener vasto anclaje popular, merecen ser profundamente revisadas por quiénes las utilizan como base de su discurso político, y no ocultadas bajo el manto de la victimización: “quisimos pero no nos dejaron”, “dimos la batalla de las convicciones pero no pudimos”. Quejas que en realidad esconden miserias tales como la pereza político-intelectual, el apego obsesivo al diagnóstico, el oscuro deseo de evitar cualquier forma de construcción política que sobrepase el kiosco legislativo. En definitiva, se trata de eludir la interpelación concreta de los sectores populares de la Nación aquí y ahora, para en cambio mantenerse en la rígida comodidad de la endogamia ideológica.
Biblias y diagnósticos
La variante kirchnerista del peronismo que gobierna desde hace seis años, vino a poner en crisis la solidez argumental del progresismo partidario que tuvo en la década menemista su etapa de gloria. Pero en cuanto el peronismo “robó” las banderas de esa izquierda cultural con la irrupción de Kirchner, y les dio traza estatal bajo el soporte político de los factores de poder real del justicialismo (movimiento sindical, intendentes y gobernadores), quedaron al descubierto las miserias que subyacen a una inexistente construcción político-territorial de quiénes se arrogaban la autoría intelectual de aquellos fenomenales diagnósticos anti-menemistas, pero no asomaban el rostro por ninguna “zona de emergencia”. El desempolvamiento de las viejas biblias frepasistas para interpretar al kirchnerismo llevó a absurdos slogans que no indignaron a nadie: si el peronismo kirchnerista perdió el 28 de junio no fue porque se lo pensó masivamente como un “menemismo con derechos humanos”, sino porque limitó la asistencia social directa y no alcanzó a recomponer el poder adquisitivo de los miles de argentinos que permanecen en el empleo informal.
De la emancipación al asistencialismo
Una política popular debería, entonces, tener una comprensión profunda del sinuoso terreno societal realmente existente desde 1983 hasta estos danzantes días kirchneristas, y verificar en qué medida el Pueblo ya no es ni representa un macizo núcleo en el que anidaría la inminente y cualitativa “transformación social”. En este sentido, es un error muy extendido en las cosmovisiones nacional-populares y progresistas considerar las querencias y deseos de la sociedad como intrínsecamente anclados en un imaginario “de la emancipación”, que en realidad carece de prácticas políticas reales que lo respalden, y lo que es peor, también carece de una gramática sensata que sobrepase la imprecisión retórica:
¿De que habla Pino Solanas cuando dice “emancipación”? ¿De qué modo esa palabra se traduciría en operatividad gubernamental viable con los claroscuros (grises) que habitan en una necesaria y eficaz burocracia estatal (cuadros)? ¿Qué representa esa palabra hoy para los sectores populares más pobres, qué incidencia tiene en sus urgencias y deseos de la vida cotidiana? Con esas preguntas convive e interactúa diariamente el peronismo pejotista, y por eso la palabra “emancipación” no figura en su agenda política: sucede que el pinosolanismo no tiene a su cargo la “ingrata tarea” de repartir colchones, frazadas, pensiones no contributivas o chapas desde sede estatal.
Los trazos gruesos de la educación política que eligió el Pueblo para estos veintiséis años de democracia son:
– Radicalismo alfonsinista (Alfonsín visitando los ranchos y casillas del conurbano en 1983).
– Peronismo menemista (Menem metiéndose en una casita en el confín de La Rioja, llamando a la dueña por su nombre y quedándose a comer las empanadas que la mujer le prepara).
– Peronismo kirchnerista (Kirchner viola el protocolo y se tira de cabeza sobre la multitud con bastón y banda presidencial).
Lo que no puede eludir comprender quién se precie de hacer política a favor de intereses populares es de que modo el Pueblo se fue forjando de acuerdo a aquellos trazos gruesos, y por lo tanto, comprender cuán obsoleta es la visión idílica de un “pueblo político”, movido por exclusivos altruismos ideológicos. Algo que Perón detectó en los tempranos días de Trabajo y Previsión de 1943, cuando advirtió sobre cuál era la víscera más sensible de un Pueblo que era otro, pero que es el mismo.
Todos somos capitalistas
El Pueblo pide y vota por un Orden estatal-democrático que realice el bienestar social (Alfonsín, contra la dictadura; Menem, contra la hiperinflación; Kirchner, contra el desempleo) aún cuando esta realización signifique “tan sólo” garantizar pisos mínimos de supervivencia allí dónde el Estado se transformó en espectral ausencia: por eso hablar de “clientelismo” en tono demonizante es una ligereza, y también desnuda el proverbial desconocimiento que amplios sectores políticos y sociales tienen de los significados y relaciones que se construyen y entablan en la vida cotidiana de los sectores más postergados. Se trataría, también, de reconocer y asumir las costumbres capitalistas de un Pueblo que no busca exclusivamente satisfacer los principios sociales “que Perón había establecido”, sino que además está atravesado por las huellas noventistas del mercado en las formas de la vida cultural y material: el derecho al consumo no debería ser un reproche moralista-clasista en la voz de una ilustración progresista que se indigna por “la falta de ideales”, y por el tan bajo precio al que cotizan “las gallardas convicciones”. Como si aquellos que dicen estar “a la izquierda” del kirchnerismo (haciendo gala de un neurótico inconformismo) estuvieran en condiciones de hacer algo “por fuera” del capitalismo.
En la práctica, el bastión de “las convicciones” deviene en hipertrofia dogmática que funciona como corset ideológico que impide la comprensión del sentir de una subjetividad popular compleja, no legible en base al férreo clivaje derecha-izquierda, un Pueblo que no adhiere a perimidas épicas de liberaciones, emancipaciones o que no porta ya identidades históricas nacional-populares. El impostado “deber político” de la movilización y participación política permanente es sólo el sueño fetichista de las élites progresistas y de izquierda, e implica una tácita negación de las formas participativas que los sectores populares auto-reconocen como propias: para el pobre, salir a buscar trabajo o una changa es la instancia primigenia hacia posibles vínculos (el club , la sociedad de fomento) de participación para la obtención de ayuda social básica; para la clase media, la participación se activa en el reclamo de mejores servicios públicos y en todo lo relacionado con mejorar el poder adquisitivo. Nadie participa dejando de lado intereses materiales, y eso no significa obrar en términos individuales: es precisamente el militante político el que debe visualizar con coherencia y pragmatismo de qué modo conducir, organizar y efectivizar los reclamos, sin caer en el asambleísmo abusivo y en el aturdimiento teoricista. La retórica de las convicciones ata, el pragmatismo coherente libera.
Lo que no llegó
La épica de nuestro tiempo hay que buscarla en las promesas incumplidas en veintiséis años de democracia: lo que no llegó fue la Justicia Social. La épica de una política popular no es, paradójicamente, ninguna utopía, sino un estado de la vida popular que alguna vez se logró, se vivió, se aprehendió hace cincuenta años en este país, cuya representación y expectativa sigue residiendo en el peronismo aun con sus mutaciones, limitaciones y defensividades. Épica de una paciente tarea estatal de mejoramiento del bienestar popular: paritarias, convenios colectivos, servicios sociales, salario mínimo vital y móvil fueron etapas que el peronismo kirchnerista sedimentó parcialmente, en seis años. No es poco.
Pero estructuralmente, la Justicia Social sigue sin llegar: las grandes y grises épicas son el blanqueo laboral y la asistencia social hasta las últimas consecuencias. Épicas que se relacionan más con el austero consignismo cegetista (trabajo, paz, pan) que con las diatribas jacobinas del sindicalismo político, más con un Estado Social burocráticamente eficaz y organizado que “abra el grifo y llegue abajo” que con una abstracta asignación universal ciudadana devenida en título principal de la marquesina progresista.
En todos los casos, una política popular no puede eludir centrar la mira en las concretas formas de construcción política que hoy se despliegan frente y para los sectores populares, y debe abandonar los prejuicios paternalistas que existen sobre la valoración de esas políticas (las destempladas acusaciones de pejotismo, clientelismo, burocratismo), indignarse menos y comprender más. El Pueblo, en general, quiere que lo escuchen, hagan, y entonces vota.