El periodista, investigador y habitual columnista de ZOOM cuestiona y refuta la nota publicada el martes acerca del caracter y el destino del discurso de uno de los referentes de Carta Abierta. «La misión de Horacio quizá no sea tanto estructurar las mentes militantes como desestructurarlas, combatir la fosilización, la arterioesclerosis del pensamiento», sostiene Salinas.
Siempre leo a Horacio González, a veces me gusta muy mucho, a veces me parece excesivamente farragoso, muy rara vez no me gusta lo que escribe. En general, su prosa me dispara variadas ideas en múltiples sentidos. Una fiesta. Nunca me deja indiferente.
Es verdad que a veces Horacio abusa de los circunloquios, pero tengo para mí que cuando lo hace es porque no quiere ofender, porque teme ser mal interpretado. Porque Horacio jamás insulta ni envía brulotes. Ni siquiera se mofa. Siempre apela a lo mejor de sus interlocutores, así sean adversarios acérrimos. Y aún de sus enemigos, a los que jamás les niega sustancia humana.
Me sorprende en este contexto la mucha irritación que produce en algunos, de los que el sociólogo Franzoia se postula (en su invenctiva “Preguntas en torno al discurso de Horacio González”) como abanderado al explicitar su voluntad de dar inicio a una suerte de proceso público al estilo circular y envolvente de González, amante de las tonalidades, enemigo de dejarse acorralar por disyuntivas.
Franzoia cree que es necesario ser tan obsesivo como el coyote en pos del correcaminos para lograr sus poco explicitados objetivos, que parecen tener que ver con la normalización y etiquetado de todo lo que se resiste a ser contenido por categorías apriorísticas. Su preocupación por no irse por las ramas ni incurrir en “el guitarreo” rechaza in limine cualquier tentación de pensamiento lateral, superrealismo e incluso humor a lo Capusotto. Pareciera temer que alguien pueda compararlo con Fidel Pintos, el inventor de la sanata. Vade retro Satán.
Véase, si no, la siguiente frase: “Comprendí que mis preguntas profesionales debía tener una dirección prefijada con la mayor precisión posible”. Máxima que podría estar incluida en un manual de interrogadores pero jamás en el de psicoanalistas prácticos en mantener una atención flotante, tanto hacia el texto como al subtexto. A los modos, al estilo, que es consustancial a las personas.
“No puedo evitar preguntarme para qué escribe y para quién escribe González (…) por qué lo hace. ¿Cuál es la funcionalidad de este tipo de discurso para el bloque nacional y popular que intentamos reconstruir? (…) ¿Pensará que está realizando un aporte a la cultura del campo popular ofreciendo un instrumento útil para fortalecer la lucha” o bien que si “su discurso todavía no es entendible, a fuerza de insistir modificará por si solo el horizonte conceptual” de sus lectores?
Estas son, apenas, algunas de las preguntas (abreviadas) que se hace Franzoia. Preguntas retóricas ya que, seguidamente, añade otra en la que se encuentra contenida la respuesta: ¿No sería más útil que (intentara) gestar una teoría más clara, para que sus aportes se multipliquen entre la mayor cantidad posible de compañeros a la hora de librar la enorme batalla cultural que tenemos por delante?”.
Es decir, acusa a Horacio González de improductivo, de dilapidar talento y esfuerzos en vez de concentrarlos en el objetivo de tener más receptores nac & pop, de reclutar prosélitos. Y muestra estupor por el hecho de que, en lugar de conformarse con quedar confinado en debates de capillas o a publicar en El Ojo Mocho, exhiba en diarios de extendida circulación entre la militancia, “sus endemoniadas criaturas”. Vade retro Satán.
Todo esto sin que a Franzoia le asalte jamás “la jactancia de la duda” (Aldo Rico dixit), la menor vacilación. Sin que se le pase por la cabeza siquiera la posibilidad de que la misión de Horacio no sea tanto estructurar las mentes militantes como desestructurarlas, combatir la fosilización, la arterioesclerosis del pensamiento.
Por el contrario, como un maoísta que empuñara el Libro Rojo del Gran Timonel, Franzoia le reprocha a Horacio que se crea “dueño de estilos y verdades incuestionables”, cargo injusto si los hay (sentirse dueño de la verdad es algo que está en las antípodas de su pensamiento) y lo exhorta a “poner fin al individualismo pequeño burgués” para iniciar “una construcción colectiva”. Por fin, se postula como el portavoz en esta empresa de “muchos amigos y compañeros que no se atreven a plantearlo” pero que “sin embargo, coinciden con lo expresado”.
Llegados a este punto, uno se pregunta a quienes le escribe Franzoia. Y por qué diantres lee a González, si no lo entiende y le disgusta. Excepto que se trate de uno de los cultores del apotegma “la letra con sangre entra” parece claro que ni Hioracio ni nadie cambiara su estilo (convengamos que tan mal no le ha ido con él) por estas amonestaciones, entre otras razones porque quizá eso no sea posible, porque uno es su estilo, tan enraizado en defectos como en virtudes, entendiendo que no pocas veces los que para unos son defectos, para otros son virtudes.
Franzoia (y quienes corren a apoyarlo, como el comentarista “Ego”) parecen parientes de quienes abominan de Luis Alberto Spinetta porque “no se le entiende”. Más allá de cuantas palabras utilice, el sentido general de los escritos de González dista de ser hermético. Si Franzoia y Ego no lo entienden… pues que no lo lean y santo remedio. Horacio está acostumbrado a hacer dialogar distintas posiciones y no se hallaría cómodo ni sería él redactando versiones unívocas ni ocupando el lugar de una vanguardia esclarecida, ni, menos, de comisario político. Probablemente no pudiera hacerlo ni bajo tormento. No dirige ni dirigirá jamás con mano de hierro un partido leninista. Dirige algo tan plural como la Biblioteca de la Nación y anima algo tan proteico como Carta Abierta.
Llegados a este punto, se me ocurre que quizá Franzoia y compañía quieran debatir para qué sirve Carta Abierta.
Si es así, hubiéramos empezado por ahí.