SUPUESTOS. Siempre al pasar en algún viaje nocturno en micro, por esos pueblos, que aparecen como fantasmas luminosos en las espesuras de la noche, el primer pensamiento asomado en un interrogante, era: ¿de qué vivirá la gente que lo habita, cuáles serán sus sueños y sus mitos? Lo mismo sucedía, cuando veía desde la ventanita del avión, una mancha lumínica perdida en la nada cubierta de negrura. Tantas veces me hice esa pregunta, si se quiere baladí, porque la gente se sabe, vive de lo que puede y los mitos están presentes en todos los lugares habitados por humanos, pero más allá de esto, por razones ajenas a esa curiosidad ingenua, terminé viviendo en un pueblo misionero, precisamente en Gobernador Roca, un municipio del departamento de San Ignacio y distante unos 10 kilómetros del pueblo homónimo, donde se encuentran las ruinas jesuíticas y la casa museo de Horacio Quiroga. ¡Ay, Quiroga! Qué vino a buscar en estos montes y en aquella selva hoy bastante abatida y castigada por la tala indiscriminada. Esa pregunta nos conduce a una multiplicidad de respuestas situacionales, una de las cuales mal no cae y es: Que más allá de su entusiasmo ideológico por la selva, su gente y sus mitos, también vino en busca de nuevas tragedias y terrores, otorgados precisamente por la naturaleza, los pobladores y las creencias de los mismos. Hay un relato revelador de esa intención: “El Yací Yateré”, en el que Quiroga, con la intención de probar una nueva vela en su embarcación, se ve sorprendido por una tormenta en la corriente brava del Paraná, de la cual zafa a duras penas, para caer en el rancho de una familia, donde uno de los hijos está poseído por el Yací Yateré. El niño, escuálido y atroz en su desgarbo, está poseído por ese ser bajito y de pelo rubio que opera al mediodía: seduce niños con su canto, luego juega con ellos, los secuestra y los libera después de unos días totalmente idiotizados, trance del que saldrán una vez pasado el año, aunque en el relato de Quiroga, ese plazo parece haberse extendido en el tiempo.
TESTIMONIOS. Estoy en el almacén del pueblo, el de Cacho Álvarez, después de pagar la mercadería le pregunto por el Yací Yateré y me dice:
-Vos querés saber del Yací, lo primero es no nombrarlo más de siete veces, porque ahí se aparece, es como que lo estás llamando y el viene. Primero como un pajarito, marroncito y más chico que un gorrión y después ya como es él, bajito, morocho y de pelo bien, pero bien rubio. Para andar bien con él le tenés que dejar algún tabaquito o una copita de caña, que es lo que le gusta, porque sino comienza a hacerte el mal. ¿Va escribir algo para que los porteños conozcan al Yací? Che, Ramón, contale vos lo que te paso con el Yací Yateré.
Ramón está parado a un costado, es un misionero de uno 50 años, un hombre de las chacras, que una vez presentados me dice:
-Yo no creo en esas cosas, pero, cuando mi mujer estaba embarazada del gurí más chico, a la noche abríamos la ventana del cuarto para que entrara el fresco y se aparecía el pájaro y empezaba a cantar, mi mujer se ponía muy nerviosa y el gurí más grande lloraba como con miedo. Así estuvo como tres noches hasta que al final se fue. Como le decía, yo no creo, pero le respeto. Y le dejé unos cigarrillos y una copita de caña.
Al día siguiente, paso por la frutería, Nidia me está despachando unas naranjas y limones, cuando termina de pesar y cobrar, le pregunto a ella qué sabe del Yací Yateré y me mira como cierto recelo y me responde:
-¡Ah! Mire, yo estudie, soy una persona racional, no creo en esas cosas de supersticiones y mitos que circulan por ahí. Pero allá en la colonia que me críe, hubo un muchacho que anduvo como tres días como idiota caminando por ahí. Al final apareció colgado de un árbol, se había suicidado. La gente en la colonia decía que había sido el Yací Yateré que lo había embrujado y lo llevó a la muerte. Después de eso las madres, no querían que los niños jugaran a la hora de la siesta para que el Yací no les robara los hijos. Igual para mí, son solo creencias para asustar a los niños. ¿Usted, cree en esas cosas?
-Solo estoy averiguando, -le contesto y me voy.
A la noche lo llamo a Oscar Mathot, un amigo que durante la dictadura proveía de alimento a sus compañeros de militancia escondidos en los montes, alguna historia debe tener (esa fue la suposición motivadora del llamado).
-No, de esa época que iba al monte no me cruce nunca con el Yací Yateré, había alguna historia por ahí, pero nada del otro mundo. Pero sí de cuando mis hijos eran chicos, un mediodía ya había entrado el auto al galpón que había en la casa, María Inés también estaba adentro de la casa y de pronto empezó a cantar el Yací Yateré. Mis hijos primero se pusieron nerviosos y medio que empezaron a llorar, los bajé del auto enseguida y los metí rápido para adentro porque es un canto que hace que uno pierda el sentido. Yo no le dije nada a María Inés, porque ella es de Buenos Aires e iba a pensar que yo creo en cualquier cosa. Pero si preguntás por ahí, te van a contar muchas historias porque el Yací Yateré es muy popular acá en Misiones.
Terminamos de hablar y comienzo anotar en el cuaderno lo dicho por Oscar, estoy en eso cuando golpean la puerta, me levanto para atender y al abrir los veo a Martín Rojas y a su compañera Angela Correa, los dos son misioneros y chacreros. Viven en Cerro Romero y están alojados en el mismo complejo de cabañas en el cual me alojo. Vinieron a Roca para reclamar en la municipalidad, la luz eléctrica para el rancho que tienen en la falda del cerro. Él, un hombre delgado y fibroso, de manera educada y discreta, me dice:
-Perdón vecino, nos enteramos que usted es periodista y que va a escribir sobre el Yací Yateré.
-En eso estoy. -le contesto.
-Porque nosotros tenemos algunas historias que contarle y lo queríamos invitar a nuestro rancho en Cerro Romero, vamos a carnear un lechoncito para recibirlo y no solo ella y yo le contamos, también gente mayor de la colonia le va a contar cosas. Usted dígame cuando quiere ir y le esperamos.
-Sí, me encantaría y le acepto la invitación.
Bajita y maciza, Angela agrega:
-Yo también tengo algunas historias con el Yací, lo esperamos.
Entre la emoción y la sorpresa, arreglamos para que la visita sea al sábado siguiente.
CERRO ROMERO. Son las 9 de la mañana, suena el celular y es Martín quien llama, me dice que bajó del cerro a la ruta, porque hay señal y quiere saber si voy a ir igual a su rancho, porque llueve, le confirmo que sí y me da el horario del colectivo y las indicaciones de donde tengo que bajar. No estamos lejos, apenas 28 kilómetros, por momentos la lluvia es intensa, pero al bajarme es solo una garua apenas molesta. Me desconcierta un poco que ninguno de los dos esté en la parada, tal como acordamos. Enfrente hay una vivienda de madera y quiosco, pregunto por Martín Rojas, para saber si bajé en el lugar correcto y el hombre que atiende atrás del mostrador, me dice:
-Si, vive acá Martín, siga por la ruta y verá que sale una senda, suba por ella y ahí llega a la casa.
Cuando voy camino a la ruta una señora me dice que un matrimonio les preguntó por mí, pero que al no verme se fueron. Lamento el desencuentro, pero sigo las instrucciones del quiosquero y veo a corta distancia la senda que subo trabajosamente porque es muy empinada, en cierta parte bordea un precipicio de unos 30 metros de profundidad, todo es monte espeso y camino con cuidado de no resbalar en la tierra mojada. Hasta que unos 40 metros más arriba, en un terreno aplanado a pico y pala, está el rancho de Martín y Angela.
Martín ya encendió el fuego, Angela prepara unas ensaladas y Miguel, otro invitado, cuyo rostro se asemeja al del viejo Ezra Pound, sirve vino en un jarro de metal y cuenta:
-Así que usted vino por el Yací Yateré, le voy a contar algo, ya hace tiempo, en una siesta había una gurisada que andaba por un montecito del otro lado y encima de unas piedras lo vieron al Yací, él los quiso asustar, pero los gurises no le tuvieron miedo y le empezaron a tirar piedras y se tuvo que ir sin hacer daño, porque si él puede, hace daño nomás.
-Es de enojarse -corrobora Martín- una vez, nosotros éramos chicos y habíamos ido con mi padre y mis hermanos a pescar a un monte que había un arroyito. Medio como salido del monte había un urunday inmenso, y ahí en una rama estaba él y empezó a cantar. Mi hermano más grande lo reprendió varias veces y se enojó mucho. Empezó a mover al árbol con tanta fuerza, como si lo quisiera arrancar. Al final nos fuimos porque iba a terminar todo muy mal.
-Yo cuando vivía en Candelaria -interviene Angela- a él no lo vi, si lo vi al Pombero, era una noche de luna y estaba escondido en un matorral de yuyos, pero lo alumbré con la linterna y por suerte se fue. Mi papá si lo vio, trabajaba en un aserradero y un día vio a dos niños rubios jugando en una montaña de aserrín y le comentó a un compañero porque le llamó la atención. El compañero le dijo que esos niños no eran de ahí porque no había familias rubias en la colonia, que eran dos Yací Yateré y fueron a verlos, se ve que se asustaron porque enseguida desaparecieron. Hay veces que andan de a dos, no de a uno.
Las historias se van sumando en ese mediodía donde la lluvia a veces amaina y cae mansa sobre los follajes verdes y luminosos. Ya hemos comido, no un lechoncito, pero si un rico costillar de ternera, ya hemos recorrido, también, varios senderos del monte, reconocido árboles y plantas con sus atributos medicinales y visto las ingeniosas manualidades realizadas por este criollo misionero. Es la hora de partir y partimos de ese paraíso fabricado por Angela y Martín, ahí en la falda del cerro.
A la noche, comienzo a escribir, la lluvia a cesado y el aire es fresco, en esa quietud silenciosa, de pronto estalla un sonido de agudeza gutural, salgo al terreno, pero el sonido está en un punto y al acercarme cesa y aparece en otro sitio, lo cual me produce un desconcierto, una duda. Sin atemorizarme, entro en la casa, sacó un cigarrillo del atado y salgo para dejarlo sobre una pila de ladrillos que hay en el fondo. Cuando vuelvo a entrar, el silbido ha cesado y otra vez todo es silencio en la noche y en el monte cerca, donde reina el Yací Yateré.