El Lebensborn jujeño

Por presión religiosa e inacción oficial, una niña violada fue obligada a dar a luz. La muerte del bebé impidió que el gobernador completara la tarea: entregarlo a "una familia importante". El fantasma de Menguele en tierras coyas.

“Una familia muy importante está interesada en adoptar a la criatura”. Aquella frase –que bien hubiera podido ser dicha durante la última dictadura por algún capellán de la ESMA en el contexto del plan sistemático de robo de bebés– en realidad salió de la boca del gobernador de Jujuy, Gerardo Morales. Aludía al caso de la niña, de apenas 12 años y con un embarazo de 23 semanas, obligada a parir  –por cesárea– el fruto de una violación perpetrada por un adulto de 58 años. Semejante “salvataje” quirúrgico fue precedido por escraches de grupos antiderechos y obstáculos burocráticos (impuestos por directivos del Hospital Paterson, de San Pedro, y el Materno Infantil, de la capital provincial) para así impedir que se hiciera la ILE (Interrupción Legal del Embarazo). El anuncio de Morales, presentado como si fuese un “final feliz”, se anticipó en tres días al fallecimiento de la recién nacida. Así fue el broche fáctico de este círculo siniestro. El asunto fue ampliamente difundido por la prensa, aunque sin un pequeño detalle: lo ocurrido es nada menos que la aplicación “de facto” del espeluznante protocolo propuesto el año pasado por la diputada macrista Marcela Campagnoli frente a embarazos no deseados; su operatoria consiste en desencajar fetos del vientre materno antes de término y mantenerlos en una incubadora para luego darlos en adopción.

 

Tal ocurrencia, dada a conocer durante una entrevista con la FM 99,9 de Mar del Plata, puso en foco por unos días a esa hasta entonces desconocida ex secretaria de Educación en Pilar que había llegado al Congreso Nacional por la lista de Elisa Carrió. En aquellos días la jefa de la Coalición Cívica también impulsaba el nombramiento en la Procuración de su hermano mayor, el fiscal José María Campagnoli, un ser no menos imaginativo: en una ocasión ordenó un “reconocimiento de penes”; es decir, una rueda de supuestos violadores con sus miembros viriles a la vista para que la mujer ultrajada pudiera identificar al victimario. Lo cierto es que mientras él se mostraba tan “inflexible” con la violencia de género, Marcela se empeñaba en perfilarse como una benefactora de la niñez. Y no vaciló en basar su propuesta en el siguiente principio: “La contención a la madre que no quiere tener ese hijo es fundamental. Porque las mujeres fuimos diseñadas para dar vida, y matar algo que está en nuestros órganos nos genera traumas terribles”. También dijo: “Un montón de familias me han escrito ‘por favor, piensen en los que debemos adoptar; dennos una oportunidad para dar amor’. La muerte no es una solución”. Para esa loable finalidad ella apela al recurso de forzar nacimientos prematuros.

 

De modo que según su punto de vista la mujer es apenas un envase. Una incubadora de carne, sangre, hueso y grasa. Un instrumento subordinado a la guarda de un embrión, y con fecha de obsolescencia programada. Algo con claras reminiscencias hitlerianas.

 

De hecho, tal ensoñación de Campagnoli remite al Lebensborn (Fuente de Vida), el programa nazi de eugenesia ideado en 1935 por el jefe de la SS, Heinrich Himmler, para perfeccionar y extender la raza aria.

 

Con ese fin, la organización del proyecto –el Lebensborn Eingetragener Verein (Asociación Registrada Lebensborn) – estimulaba la procreación de los oficiales de la SS con sus esposas. Pero de manera especial solía apuntar hacia mujeres solteras –y racialmente valiosas– de territorios ocupados al norte y oeste de Europa –en especial, Noruega–, reclutadas para ser receptáculos del plan de reproducción selectiva con soldados alemanes. A tal efecto se les daba “contención” (¿les suena esa palabra?) en hogares de maternidad, además de brindarles ayuda económica. El Lebensborn también administraba orfanatos y ofrecía los niños en adopción a familias alemanas.

 

Esa entidad fue la nave insignia de la política demográfica del régimen nazi, destinada a reducir el índice de abortos y aumentar el número de futuros soldados del Tercer Reich.

 

Tal vez la pobre Marcela no haya tenido la intención expresa de emular dicha experiencia. Quienes la conocen juran que lo suyo es humanismo puro horneado con el fuego del ingenio pragmático. Tal es la receta de la diputada. ¿Pero en qué circunstancias tuvo semejante idea? ¿Lo habló en familia? ¿Fue asesorada en ese sentido? ¿Acordó instalar el tema con sus correligionarios? ¿O fue víctima de una broma maliciosa?

 

En este punto bien vale reparar en el aspecto técnico de su plan. “Hoy la ciencia, la neonatología ha avanzado”, supo señalar con tono de conocedora. Y agregó: “En el siglo XX un sietemesino se moría. En el año 2000 niños con 28 semanas de embarazo (sic) mantenían su vida fuera del útero materno en una incubadora. En 2008, a la semana 21, nace Amalia en los Estados Unidos, en el hospital Baptista de Miami, con 284 gramos y 22 centímetros. Y el año pasado, una amiga mía tuvo gemelos de 600 gramos. Hoy están perfectos”.

 

No obstante, su idea sobre la antojadiza mudanza de la criatura desde el útero a la incubadora sin concluir su gestación constituye un detalle digno del Doctor Mengele. Porque contrariamente a la utopía antiabortista sostenida por ella, no hay ninguna sobrevida probada fuera del vientre en la semana 21 o 22 de gestación (las que ella toma por ideales para su macabro experimento). Y en las semanas  posteriores el riesgo es muy elevado. Los así recién nacidos sufren disfunciones respiratorias, hemorragias cerebrales, problemas cardíacos e infecciones graves, además de ceguera y sordera, entre otros males, siendo la mortalidad altamente probable. Tampoco le informaron que al sexto mes de gestación los ojos del feto aún están pegados y la piel no tiene su capa córnea, además de que los pulmones, el corazón y el cerebro son inmaduros. Y que ni en las semanas posteriores aquellos órganos no llegan a formarse del todo.

 

Cabe destacar que en su momento la iniciativa de la señora Campagnoli hizo que su figura fuera repudiada por muchos y tomada para el churrete por otros. Eso causó estupor en el seno de la Coalición Cívica. “Sus declaraciones son una opinión personal”, insistían con tono neutro sus referentes ante las profusas consultas periodísticas, aunque reconocían por lo bajo que el disgusto de Lilita no era menor. Superada por los acontecimientos, la buena de Marcela limitó entonces su nivel de exposición; sus apariciones públicas fueron casi a hurtadillas, no atendía el teléfono y limitó su contacto con la prensa.

 

A sabiendas de aquel epílogo, cuesta creer que el gobernador Morales haya resuelto poner a la práctica dicha salvajada sin alterar sus dos elementos constitutivos: forzar el nacimiento prematuro y dar la criatura en adopción.

 

Con respecto a lo primero, las autoridades jujeñas solo informaron que ésta (de sexo femenino) fue alumbrada con casi seis meses de gestación y que pesaba 680 gramos. Pero su salud (resultante de la gestación interrumpida) era un secreto de Estado guardado con lógico pudor bajo siete llaves.

 

Con respecto a lo segundo, al proclamar Morales que ya estaba resuelto entregar la beba a “una familia importante”, en realidad reconocía el carácter delictivo del asunto, al incumplir explícitamente la normativa que el sistema de adopciones exige. Pero eso era lo de menos. Había que ver a ese sujeto de mirada huidiza en la mesa de Mirtha Legrand –acompañado por el secretario de Salud de la Nación, Adolfo Rubinstein– al ufanarse por haber salvado “las dos vidas”, cuando la frágil encarnadura de su “hazaña” ya agonizaba en una incubadora. No sería de extrañar que ahora sea convertida en una santidad del oficialismo jujeño. En tanto, la revictimización de la niña-madre aún sigue su curso. El doctor Mengele está entre nosotros.

 

 

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