El próximo 10 de diciembre, cuando Néstor Kirchner ceda banda y bastón de mando presidenciales a su propia esposa, la Argentina tendrá la foto -o la percepción- de que ha comenzado una nueva era. No son pocos los cambios políticos y culturales que quedarán sellados en ese instante. Uno de ellos, profundo, afecta a la «marca-país» denominada peronismo.
En la memoria y el imaginario del peronismo hay palabras de gran significación, que fueron tomadas en préstamo de sus parientes políticos (conservadores, radicales, socialistas, etcétera). A esas palabras, el peronismo les introdujo una carga semántica precisa, que va a acompañarlas por el resto de sus vidas.
Es el caso de Resistencia, un término que comenzó a «peronizarse» a partir de la Revolución Libertadora y de la proscripción electoral del justicialismo.
Hoy hablar de Resistencia, para los peronistas, es evocar la persecución a los militantes, los fusilamientos de 1956, las cartas de Perón desde el exilio, la creación de las «formaciones especiales» y una larga saga, escrita con sangre, que llegó hasta muy entrados los años ’70.
Otra palabra de significado especial dentro del peronismo es Renunciamiento. Tiene que ver con la decisión de que Evita -un ídolo de multitudes- no fuera la compañera de fórmula de Perón en las elecciones generales para el período 1952-1958.
La imagen de la Abanderada de los Humildes llorando sobre el pecho de Perón en el balcón del Ministerio de Obras Públicas, el 22 de agosto de 1951, es el relato íntegro de la vida de esa mujer ya convertida en leyenda.
A pesar de que la ley de voto femenino (un antiguo deseo y consigna de las pioneras socialistas) había sido prácticamente obra suya, el Establishment político de la época no podía tolerar que una mujer (y, particularmente, «esa mujer») adquiriera un protagonismo mayor que el del mismo líder justicialista. El cáncer que consumía a Evita, entonces, fue la excusa perfecta. Aunque las razones eran otras.
A partir de allí, creció el mito del Renunciamiento, mito que luego se fundiría, en el imaginario popular, con otros históricos renunciamientos, como el de San Martín en Guayaquil o el de Guevara al salir de Cuba.
Hubo una mujer argentina que llegó a la presidencia de la Nación, ciertamente. Fue María Estela Martínez de Perón. Pero a ningún simpatizante o militante peronista, allá por 1975, se le hubiera ocurrido pensar que tenerla a Isabelita en la Casa Rosada era la revancha por la afrenta hecha a Evita en 1951.
En el mundo de la clase media y las élites tradicionales no peronistas, tampoco hubo consenso para que una figura femenina que iba en claro ascenso -Graciela Fernández Meijide- encabezara la fórmula presidencial de la Alianza, en 1999.
El primer rival de «Graciela» fue Chacho Álvarez. El segundo, José Octavio Bordón. Y las elecciones internas de la Alianza (hegemonizadas por el radicalismo) terminaron de confirmar, en aquel cercano país de fin del siglo pasado, que aún no había llegado la hora de tener presidentas.
El pasado domingo 28 de octubre, la Argentina asistió a un hecho que no por obvio debe dejar de destacarse: tres mujeres fueron candidatas a la presidencia de la Nación. Dos de ellas -CFK y Carrió- reunieron el 67,87% de los votos. Y de esas dos, una de ellas (contando, por supuesto, con el apoyo de su «hombre», el Presidente de la Nación), lo logró.
¿Representa la «asunción» de Cristina, nos preguntamos, algo simétrico y opuesto al «renunciamiento» de Evita?
¿Representa su triunfo el desquite histórico de la mujer argentina, que habiendo sido vanguardia al conquistar el voto igualitario en 1951, no pudo coronarlo llevando a una exponente del «género» al gobierno?
Evita y Cristina tuvieron distinta cuna. Distinta educación. Distintos tiempos históricos y oportunidades. Distintas parejas, con distintos niveles de protagonismo y poder. ¿Qué las une, entonces, aparte del hecho de ser mujeres?
Sería ligero afirmar que no tienen nada en común. A la vez, sería ligero encuadrarlas como dirigentes sociales y políticas del movimiento peronista.
Lo que sí determinará semejanzas y diferencias, y nos dirá qué lugar ha de ocupar Cristina en la historia (puesto que el de Evita ya lo sabemos), será su compromiso real con los pobres y los excluidos, con los más sufrientes.
Y también su compromiso real con la Argentina profunda, la que no está revelada en las encuestas y «test» electorales. Ésa que muere en silencio. Ésa que a veces aflora en grito, en justa protesta.
¿Lo hará?
Ella, Cristina… ¿lo hará?
El hombre -escribió Sartre- no es libre de elegir lo que han hecho de él. Aunque sí es libre de elegir lo que hace con lo que han hecho de él.
Podríamos cambiarle el género a ese pensamiento, y seguiría siendo el mismo pensamiento. Seguiría siendo el mismo -inquietante- pensamiento.