El diablo en el cuerpo

“Mientras se genera un show televisivo con chats, videos, debates entre panelistas y morbo, hay una mujer golpeada”. Por Martina Evangelista

En la calle Corrientes hay una librería donde siempre consigo libros viejos y usados a menos de mil pesos y de todo tipo. Me gusta bajar a ese subsuelo y pasar rápido con los dedos libro tras libro, como si fuesen vinilos, y elegir dos o tres. Últimamente me obsesioné con el realismo francés: historias mundanas de un París de fines del 1800. Prostitutas, sífilis, juego, una tarde en el río Sena, el espanto, el amor. Fue así que conocí Bubú de Montparnasse, la historia de un tipo que se enamora de una prostituta, o El diablo en el cuerpo, donde un adolescente tiene un amorío con una mujer casada, Primera Guerra Mundial de por medio.

Ahora estoy leyendo Céline y el matrimonio, de la autora norteamericana Christiane Rochefort. La novela es de 1965 y, justamente, habla de una chica llamada Céline y sus peripecias en el matrimonio. La protagonista se enamora de Philippe, un rubio burgués que quiere cambiarla a toda costa. Quiere cambiar su manera de vestir, de peinarse, de hablar, de beber, de pensar. Después de tener una crisis nerviosa antes del civil, Céline cede: entra como en un estado de autómata. Responde “sí, sí” a todo, prepara las mejores cenas, agasaja a sus invitados, le da la razón a su suegra, calla frente a su marido. Pero con el tiempo, Céline encuentra cómo volverlo loco y al final se rebela y se separa, luego de que él le pegara. Él termina siendo candidato a diputado, ella viviendo sola un departamento alejado del centro. No hay remate.

Quizás la historia, leída hoy, haya envejecido un poco mal, ya que es un mensaje feminista bastante lineal, una fórmula A+B=C, una temática narrativa ya gastada: mujer libre se enamora, se casa con un monstruo poderoso, se deprime, deja de ser ella, es violentada, hasta que se rebela y se separa, ergo vuelve a vivir. Pero lo interesante del libro quizás es otra cosa. Aparte de que está escrito de una manera muy aguda, los monólogos internos que tiene Céline, a forma de un constante soliloquio, y la diferencia abismal de lo que piensa y de lo que termina saliendo de su boca es lo que funciona en el libro. Porque Céline no para de escuchar opiniones y consejos del resto: no te pongas esa campera negra para casarte, no malcríes a tu empleada doméstica, no tomes tanto champagne, tu pelo está muy corto, pero tampoco te lo dejes tan largo, no enloquezcas a Philippe, ay Céline, sos tan particular. Opiniones, consejos, diatribas e indicaciones que Céline soporta de todo el mundo y no dice nada. Pero en su cabeza aparecen las mejores respuestas. Aborrece sus opiniones. Y los aborrece a todos.

Últimamente la tendencia a opinar sobre todo, todo el tiempo, en Argentina, parece estar recrudeciendo. Por un lado, hay demasiada información (ex presidente golpeador, elecciones fraudulentas en Venezuela, boxeadora trans o no trans, visita a genocidas en la cárcel, la hija del saxofonista de Sumo en el despacho presidencial) y, por el otro, demasiadas ganas de opinar sobre todo eso.  Me incluyo: hablé sobre todo eso.

En la novela, Céline observa cómo habla la gente a su alrededor cuando debate. Ella se siente espectadora, siente que la separa un vidrio tenue, se alejó de todos y ahoa los mira detrás de ese vidrio, como si el resto estuviera en un acuario. La protagonista describe: “En general, son varios los que tratan un mismo tema; entonces entran juntos en cada vano que se presenta y se ponen a piar como parejas de gorriones, hasta que gana alguno de ellos. Y todas sus frases comienzan por: Yo. Ejemplo “Yo creo que el Victory es el mejor coche que hay actualmente en el mercado” (…) Lo que esto tiene de notable, es que una vez colocado el Yo, repiten palabra por palabra lo que han oído en el exterior, contenido, sintaxis y vocabulario. Todo lo de ellos es Yo, lo demás es puro reflejo (…) El texto no vale la pena escucharlo; por el contrario, lo que merece atención es el sonido: es todo nervios, estrangulado, como acorralado, en alguna parte (…) Pero como nadie escucha, nadie huye”.

La pregunta que más escuché en estos días fue: “y, ¿qué opinás sobre lo de Alberto?”. Y no puedo dejar de escucharla con cierta malicia, con cierto tono de venganza satisfactoria, cuando alguien que no es amigo del peronismo y/o del feminismo se la hace a alguien que sí. Ahora bien, ¿qué responder a eso? La violencia de género no tiene color político, sucede en todos lados, la ejercen tipos de derecha y de izquierda, del centro y de los márgenes. ¿Qué hay que contestar? ¿Que está mal? ¿Sirve de algo mi opinión? ¿Hace falta recordar que la violencia está mal? ¿Qué quieren al preguntar eso? ¿Sirven de algo todas estas opiniones?

Es triste de ver cómo de ambos lados, oficialistas y opositores, hacen uso de una mujer golpeada para batallar y sacar constantemente los trapitos al sol. Gente que se sigue indignando con los tweets del presidente, gente que sostiene que el feminismo es un negocio. Un vocero presidencial que recuerda que existe la línea 144 para violencia de género, perteneciente al mismo gobierno que desmanteló esa misma línea. Ex gobernadores peronistas con causas de abuso sexual, periodistas regocijándose. Mientras escribo esto son las 8 am y en la tele aparecen las fotos de la ex primera dama golpeada. Y ya estoy contradiciéndome: ¿envejeció mal la historia de Céline?

El machismo vuelve a dar vuelta el argumento y apunta y hace responsable, otra vez, a las mujeres. Apunta al ex Ministerio de la Mujer, apunta a las organizaciones feministas, repite que todo es un curro, apunta a todo eso. ¿Es tan difícil de ver que, el hecho de que una ex primera dama pueda denunciar a un ex presidente ES gracias a la lucha feminista? Parece algo obvio, lo que antes, hace años, se consideraba un “problema de la intimidad”, una “discusión de pareja”, hoy lo podemos ver como un caso de violencia de género. Pero pareciera, para algunos, que ese cambio de perspectiva se dio mágicamente. Y no, lamentamos decirles que no fue de esa manera.

Repito: es muy triste. Mientras se genera un show televisivo con chats, videos, debates entre panelistas y morbo, hay una mujer golpeada, y hay miles y miles de mujeres que siguen siendo golpeadas, la violencia sigue día a día y las víctimas cada vez tienen menos recursos a los cuales acudir. En el caso de Fabiola, y en muchos otros casos, el Poder Judicial y los medios de comunicación revictimizan a las víctimas divulgando cosas sin el permiso de ellas. Divulgan los casos sin permiso, muestran fotos y videos sin permiso, hablan y opinan sin permiso. Y, al igual que sucede en la novela de Rochefort, como si fuese poco, acompañan toda esta parafernalia repitiendo frases ya armadas, anteponiéndolas con un “Yo”. ¿Alguien se da cuenta de que a nadie le interesa tanto qué opinan unos o los otros?

Antes pensaba que lo más difícil era tener buenos argumentos, tener opiniones formadas, hacer observaciones agudas. Últimamente, me estoy dando cuenta de que lo más difícil de aprender en la vida es saber cuándo callarse la boca.

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