Escriben en Iraq: from Sumer to Saddam los socialdemócratas de izquierda Arthur Harris y Tony Benn que tras la destrucción del Imperio Otomano al fin de la Primera Guerra Mundial “Gran Bretaña había ocupado todo Iraq (incluido Mosul, que los franceses se habían adjudicado). Pero la ocupación no garantizaba la paz; en junio de 1920, tras muchos signos indicativos de un disturbio inminente, las tribus se rebelaron. Los indígenas (muchos, simples nómades beduinos) no estaban dispuestos a aceptar el reemplazo de Estambul por Londres.”
Durante la lucha contra el Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña, a través del famoso oficial de inteligencia Lawrence, había prometido a un ejército antiotomano con oficialidad árabe la independencia al fin de la contienda. Muchos de ellos pasaron a integrar luego el ejército del rey títere Feisal después de haber aprendido, a la vista de los horrores de la represión francesa en Damasco, lo que significaba el imperialismo. En poco tiempo se inició en Iraq una rebelión que Inglaterra no pudo detener, y muchos de esos oficiales estuvieron al mando. Fue en el curso de esta rebelión que Inglaterra inventó los bombardeos incendiarios de poblaciones civiles, descendiendo un escalón más en la escala de la degradación moral… mucho antes que el Estado de Israel, al que por supuesto sirvió de ejemplo.
A mediados de junio, la rebelión había sido tan exitosa que pudo proclamar un gobierno árabe del país ocupado. Recién en febrero de 1921 se la había podido aplastar. En el interín se habían lanzado contra las aldeas “expediciones punitivas por tierra y aire; la artillería británica había destruido hasta los cimientos de aldeas enteras y se fusiló sin juicio previo a muchos sospechosos de ser dirigentes de la revuelta”.
Es muy interesante lo que explican Harris y Benn sobre Winston Churchill. Viendo que esta política era muy costosa (reprimir la rebelión había costado 40 millones de libras esterlinas, alrededor del triple de lo que había costado subsidiar a las tribus árabes contra el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial), se hizo partidario acérrimo de utilizar las más modernas tecnologías y aplicarlas al campo militar. Ya en febrero de 1920, cuatro meses antes de la rebelión, proponía en carta al Secretario de Guerra y Aire la utilización de “algún tipo de bombas asfixiantes… en las operaciones preliminares contra las tribus turbulentas”. Se declaraba “completamente a favor de usar gases venenosos contra las tribus incivilizadas” en Iraq y en cualquier otro rincón del Imperio. Más allá de estas propuestas (que por entonces eran irritantes aún para el Parlamento inglés), la Fuerza Aérea británica había estado ametrallando civiles desde el aire desde fines de 1919 y durante todo 1920 (todavía había sobrevivientes de esos ataques en 1993). Hay otros recuerdos. El coronel británico Boussett, un médico inglés que formaba parte de la artillería, registró en su diario de guerra que las aldeas árabes incendiadas eran “una maravillosa vista nocturna”. El juramento hipocrático, bien, gracias.
Esa rebelión sirvió de laboratorio para todo tipo de armas dirigidas a la población civil (algunas sirvieron de antecedente para el napalm y los misiles aire-tierra). El Comandante Arthur Harris -que sería conocido más adelante como “Harris el Bombardero” cuando dirigió el Comando de Bombardeos de Guerra en la Segunda Guerra Mundial- hacía notar alegremente que “ahora los árabes y los kurdos saben bien el costo en bajas y daños que produce un bombardeo real. Es perfectamente posible hacer desaparecer una aldea en cuarenta y cinco minutos, dejando muertos o heridos un tercio de sus habitantes”. Era fácil ametrallar desde el aire a las tribus, que no tenían cómo defenderse. Como bien dicen los autores, “no había duda de que en dichas circunstancias la tecnología británica, puesta al servicio de la máxima sabiduría política inglesa, era un arma efectiva de control colonial”.
La culminación de esas experiencias fueron los bombardeos a Dresde y Hamburgo (en esta última ciudad, Harris ordenó dirigir los incendios a las barriadas obreras y no a las fábricas, entre otras cosas porque era un reaccionario orgánico que odiaba mucho más, evidentemente, a la clase obrera que a la burguesía alemana que había llevado a Hitler al poder). La consecuencia final de estos experimentos fue doble: por un lado, la operación “plomo fundido” sobre Gaza, y por el otro, todo el desarrollo de la guerra termonuclear incluyendo el bombardeo de Hiroshima. De hecho, los bombardeos de Dresde y Hamburgo se usaron para preparar los primeros intentos del “arma atómica que serviría para terminar con todas las guerras”.