A las 00.00 horas del 20 de diciembre de 2001, unas 100 mil personas entonaron el Himno Nacional en la Plaza de Mayo. A los veinte minutos caravanas de manifestantes se concentraron simultáneamente en la Quinta de Olivos y en Palermo, frente al domicilio del ministro de Economía que, media hora mas tarde, ya no lo sería. A las 0.50 comenzó la represión en Plaza de Mayo: cientos de personas resistieron a cascotazos las balas de goma y los gases lacrimógenos. Minutos más tarde comenzaban a arder las palmeras de la Plaza, y con ellas, el país entero se encendía.
Se estipula que fueron 122 los supermercados y comercios del Gran Buenos Aires saqueados durante el día 19, y 17 los de la Capital Federal. Según las noticias de primera hora del 20, el día había amanecido con siete nuevos muertos. Las protestas y saqueos se habían multiplicado con el correr de las horas en distintos lugares del país. El Partido Justicialista, a través de Carlos Saúl Menem, Carlos Ruckauf y Eduardo Duhalde, había expresado su apoyo al estado de sitio decretado por el presidente Fernando de la Rúa la noche anterior.
A las 10.15 una muchedumbre se concentró en Plaza de Mayo. A los 15 minutos, la montada avanzó sobre las Madres de Plaza de Mayo. A las 13 se cumplieron 12 horas desde la renuncia de Domingo Cavallo. El mismo que siendo ministro de Economía durante la presidencia de Menem había implantado el Plan de Convertibilidad. El mismo que promovió las privatizaciones para cancelar la deuda y generar un nuevo endeudamiento del país. A las 14 horas se desarrollaron enfrentamientos en Mar del Plata, Córdoba, Río Negro, Mendoza, Neuquén y Chubut. Desde entonces el microcentro porteño fue epicentro de un acontecimiento inédito en la historia del país: durante horas, miles de personas sostuvieron enfrentamientos callejeros con las fuerzas de represión del Estado, que ese día agotaron sus municiones de balas de goma.
Para entonces, el “ejercito de pobres” (según expresiones del propio diario Clarín) se había incrementado durante el último año en 3 millones de personas, es decir, a un ritmo de 8.260 por día.
Un semestre intenso
La inmensa movilización del 3 de julio de 2002, desde el Puente Pueyrredón (al sur del conurbano bonaerense) hacia el centro mismo de la Ciudad de Buenos Aires (Plaza de Mayo), para repudiar los asesinatos de los jóvenes militantes Maximiliano Korteki y Darío Santillán (ocurridos el 26 de junio del mismo año durante la denominada “Masacre de Avellaneda”), fueron tal vez la última expresión de la insurrección de diciembre de 2001. Ese día importantes sectores de la sociedad argentina se movilizaron (o brindaron activo apoyo y muestras de simpatías con los movilizados) para decirle No a la represión y frenar los intentos del régimen por imponer su fase autoritaria.
Pero los trágicos episodios también pusieron un claro límite al ascendente movimiento de protesta, que había tenido al movimiento piquetero como eje dinamizador del conflicto social, pero que incluía además a estudiantes secundarios y universitarios, vecinos de barrios de sectores medios agrupados en las Asambleas Populares, asalariados que habían ocupado sus lugares de trabajo y los habían puesto a funcionar bajo la modalidad “cooperativa” o de “control obrero” y otros tantos que, desde sus gremios, seguían con la vasta tradición de lucha del movimiento obrero argentino (como los estatales y los docentes). Luchas por mayor salario, por la defensa del empleo, contra el hambre y la represión pero que enlazaron durante meses con un cuestionamiento al orden social y el régimen político.
Por algunos meses la crisis se llevó puesto a los partidos políticos, a la mayoría de los sindicatos, en fin, a los modos tradicionales de hacer política en al Argentina. En este sentido, las jornadas del 19 y 20 colocaron a la política misma en otro lugar. De algún modo, la insurrección permitió hacernos nuevamente la pregunta acerca de qué es, qué entendemos por política.
“¿Qué queda hoy de las jornadas de aquel diciembre de una década y media atrás?”
Es que las crisis suelen funcionar como momentos de desperezo, de apertura de la historia. Por eso suelen ser enormemente productivos y se erigen como un reto enorme para el pensamiento político crítico y las prácticas cuestionadoras del orden social. ¿Es posible permanecer actuando y pensando en el interior mismo de la crisis? Esa, de algún modo, es la pregunta que el kirchnerismo buscó tramitar desde el Estado (el lugar estabilizador por excelencia, y por lo tanto, contrario a la crisis -recordemos que etimológicamente la palabra estado deriva de estatio).
Pensar desde la crisis, en cambio, implica concebir que el motor de los cambios está en el conflicto y que, precisamente porque es el conflicto el motor del cambio, no podemos saber, de antemano, cuáles pueden llegar a ser los resultados. En este sentido, diciembre de 2001 opera como símbolo generacional para una determinada porción del campo popular de nuestro país (generacional y no etario, puesto que hay, por ejemplo, tanto setentistsa como adolescentes que se identifican con él).
¿Qué queda hoy de las jornadas de aquel diciembre de una década y media atrás? Solo huellas de un cierto imaginario insurgente, y también, el fantasma de la crisis entendida como desorden que hay que limitar. De allí que para mucha gente 2001 sea sinónimo del infierno, de aquello que hay que conjurar, a lo que no hay que regresar. Sin embargo, las militancias que se identifican con él no deberían apresurarse en traducir esa fecha en término de ceremonia de recordatorio (rememorar es reactualizar, recordar es la más de las veces quedarse anclado en la impotente nostalgia). Porque aquellos días (semanas, meses) fueron momentos de apertura a la impugnación del orden social, de sus clasificaciones y jerarquizaciones, de sus lenguajes, y por lo tanto, un breve período de aceleración temporal, donde el orden fue desnaturalizado, conmovido, puesto en cuestión, y la política, vivenciada por miles de personas lejos de las coordenadas de la mera gestión.
La larga década
Por primera vez en medio siglo los nombres de Perón y Evita fueron los grandes ausentes y, el peronismo, no gravitó la política popular durante ese primer semestre de 2002.
De algún modo, eso que pasó con el tiempo a llamarse kirchnerismo fue quien mejor leyó esa situación, y su irrupción implicó un retorno a lo conocido pero dando cuenta de los cambios acontecidos. Un peronismo pasado por derechos humanos y que se pasó por alto la década neoliberal. Desde el primer momento Néstor Kirchner leyó lo que las Madres de Plaza de Mayo habían implicado para la subjetividad de los argentinos desde los momentos mismos de la última dictadura, hasta entonces y sobre todo, lo que la figura de Hebe de Bonafini había implicado para las luchas de la post-dictadura (la de los organismos en particular, pero sobre todo, la del movimiento popular en general). También la necesidad de irse para atrás en el tiempo en la reivindicación del peronismo, sobre todo del tercero (ese que el historiador Alejandro Horowicz fechó entre el inicio de la campaña del “Luche y vuelve” hasta la caída de Héctor J. Cámpora de la presidencia de la Nación). Algo similar sucedió con los sindicatos, que habían perdido centralidad en la protesta y en las calles (no es casual que apareciera Hugo Moyano como principal referencia del mundo obrero, el camionero que sí participó de las protestas y las luchas en las calles en los años 90) incluso con el aparato partidario peronista, que con aires sureños comenzó a ser llamado Frente para la Victoria (“De estos y otros materiales se nutre la discusión que de inmediato emerge en las áreas de la izquierda y el peronismo”, escribió alguna vez Horacio González, quien aclara que el debate se refiere a si Kirchner “irrumpe para clausurar el gesto creativo de las asambleas o si la necesaria cuota de institucionalidad que él restituye, lleva en su esencia lo más activo del asambleismo”).
Sindicatos, partidos integrados al sistema político parlamentario y organismos de derechos humanos apoyando políticas de Estado: el reverso progresista de las jornadas de diciembre de 2001.
La izquierda liberal, por su parte -tan afecta a los lamentos y las quejas- encontró en el concepto de “cooptación” su palabra clave para explicar todos los males. También para disfrazar sus incapacidades. La denominada “nueva Izquierda”, fuerte en la protesta callejera y la organización social de base durante esos meses, adolecía de una proyección política más de largo plazo, pero por sobre todas las cosas, no tenía condiciones históricas para llevar el proceso más allá (precariedad estructural de sus bases, escasa experiencia de sus cuadros, corto recorrido de existencia, ausencia de respaldo histórico sobre el cual apoyarse, entre otros elementos).
“Por algunos meses la crisis se llevó puesto a los partidos políticos, a la mayoría de los sindicatos, en fin, a los modos tradicionales de hacer política en al Argentina”
Durante la última larga década el 2001 permaneció bajo el modo de huellas en un gran número de prácticas micro-políticas que, sin embargo, no lograron prácticamente expresarse en la dimensión macro-política. También hubo importantes luchas populares e incluso muchas de ellas protagonizadas por organizaciones que partían de un suelo existencial y simbólico ligado a las jornadas del 19 y 20: la consigna zapatista “desde abajo y a la izquierda” puede servir para sintetizar aquel ethos, centrado en la desburocratización de las instancias de participación, la ligazón del proyecto estratégico con la cotidianidad y el intento de no-escisión entre ética y política. Así, de organizaciones que lucharon contra el hambre en los noventa, surgieron durante los años kirchneristas algunas experiencias ligadas a la autogestión del trabajo y otras esferas de la vida social: cooperativas de producción y consumo de las cuales se alimentaron y “beneficiaron” miles de familias; Bachilleratos Populares que garantizaron (con título oficial otorgado por Estado incluso) el egreso del colegio secundario de otras cientos de personas (sobre todo en la provincia de Buenos Aires); nuevos colectivos de comunicación y cultura popular; promoción de políticas de género y diversidad sexual al interior de estos nuevos movimientos sociales e incluso esbozo de construcciones de un sindicalismo de base. Pero no lograron coagular en movimientos de masas e, incluso algunas de sus expresiones más radicalizadas, terminaron la década asimiladas a las lógicas políticas dominantes.
Hubo, desde luego, algunas excepciones: el movimiento de luchas en defensa de los bienes comunes, el de las luchas por la vivienda digna y en defensa de la educación pública. El primero encontró en la Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC) su herramienta organizativa más visible (2006-2016) y en el bloqueo producido a la empresa multinacional Monsanto en Córdoba (2013-2016) su cara más radicalizada. El segundo tuvo su mayor grado de visibilización en la “Carpa villera” que se instaló durante 53 días en plena Ciudad Autónoma de Buenos Aires (2014). El tercero libró numerosas luchas en distintas ciudades del país (con epicentro en La Plata, Buenos Aires y Córdoba), cuyos protagonistas fueron algunas veces los estudiantes secundarios, otras los universitarios y en ocasiones ambos juntos (palabras aparte merecería el conflicto docente en la Patagonia, cuyo rostro más trágico podemos encontrarlo en el asesinato del maestro Carlos Fuentealba). Más ligados a las izquierdas y sobre todo a su fracción “independiente”, fueron los Foros de Educación para el Cambio Social, pero a pesar de su masividad no lograron salirse del plano discursivo y con el paso de los años cayeron, como tantas otras experiencias, en nuevos modos de ensimismamiento. Y esta, tal vez, es una palabra que pueda ayudarnos a entender por qué ninguna de las experiencias mencionadas pudo erigirse en un movimiento de masas que impusiera agenda en la coyuntura, que referenciara con sus luchas a otros actores y, ni que hablar, que pudiera acaudillar otros sectores populares.
El largo año
El primer semestre macrista encontró al movimiento popular con poca capacidad de reacción, si bien desde diciembre de 2015 los trabajadores del Estado y otras fracciones del movimiento obrero dieron pelea contra los despidos, que fueron el primer golpe de la gestión encabezada por el ingeniero Mauricio Macri.
El segundo semestre del año encontró a diferentes sectores populares peleando en las calles e incluso se produjeron algunos cruces inéditos en la historia reciente de nuestro país, como la confluencia en movilizaciones de trabajadores encuadrados en la CGT (también en las CTA) y ese gran precariado que tiene en la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) su herramienta más visible y numerosa (aunque existen otras y también numerosas organizaciones territoriales).
Desde principios de año un cierto afán nostálgico pesó sobre las militancias de diverso origen e identificación ideológica, y fue la de asociar el embate macrista con el neoliberalismo menemista y, por lo tanto, con agitar ciertas imágenes del pasado de las resistencia. De ser una operación destinada a reconstruir un imaginario de resistencia, entiende este cronista, dichas operaciones podrían tener cierta eficacia, si van acompañadas por creativas medidas políticas que puedan dar cuenta de la situación concreta que hoy atravesamos como pueblo. De lo contrario, serán una más de las tantas actitudes que no logran entender que nunca una situación política es igual a otra del pasado, y que por más radicalizadas que sean las consignas y las imágenes que se utilicen, sólo serán disruptivas aquellas iniciativas que logren reactualizar la rebelión en términos de contagiar indignación contra lo que sucede, transformar la bronca en peleas en las calles y la protesta en resistencia. A partir de allí, seguramente, pueda hablarse de un 2001 que no pueda ser asimilado por las clases dominantes: un diciembre que funcione como fantasma insurrecto. Entonces los muertos de aquellos días dejarán de pertenecer al botín de guerra de los que casi siempre han ganado en la historia, para pasar a ser estandarte que alimente los deseos de transformación social.