La insurrección del 20 de diciembre de 2001 funciona como un condensador. No es tanto lo que abre (una coyuntura de semanas de creatividad y despliegue de potencia popular, que no es poco), sino lo que expresa como proceso: un ciclo continental de luchas desde abajo que empieza a asomar a la vida pública en los años ochenta y toma formas más definidas desde mediados de los noventa. Si pensamos en el siglo XXI, como hemos sostenido en el libro Desde abajo y a la izquierda, debemos fechar su inicio en 1994, enero 1º, día del alzamiento zapatista en México y lanzamiento del grito del “¡Ya basta!” contra el neoliberalismo. El siglo empezó antes de lo previsto por el calendario y América Latina, desde entonces, se transformó en un sitio privilegiado dentro de la geopolítica mundial.
Los levantamientos populares son el suelo sobre el que se edifica todo el edificio progresista de inicios de los dos mil. En algunos casos como parte de un proceso de identificación y reconocimiento directo de los gobiernos “populares” con aquellos acontecimientos que los antecedieron. Los ejemplos más emblemáticos son Venezuela y Bolivia: Caracazo en 1989 y “Chavismo” desde 1999 (con su profundización del proceso tras el Golpe de Estado de 2002 y la propuesta final de Hugo Chávez de “Estado Comunal”); Guerra del agua y del Gas en 2000 y 2003 y gestación del Estado Plurinacional gobernado por el MAS como instrumento político de los Movimientos Sociales desde 2006. Experiencias, ambas, donde se registra un tránsito virtuoso entre las luchas desde abajo y la disputa en el Estado hacia nuevas formas de institucionalidad.
En otros casos los procesos fueron más enmarañados: Uruguay con una continuidad ético-política entre la experiencia setentista de Tupamaros y la intervención “en democracia” del MPP al interior del Frente Amplio, pero sin levantamientos populares ni fuertes movilizaciones sociales de por medio; en Brasil, un tránsito hacia el gobierno por parte de un Partido de Trabajadores que va acumulando fuerzas lentamente, desde lo local hacia lo nacional, con fuertes movilizaciones y movimientos sociales pero sin levantamientos populares. ¿Y la Argentina?
En nuestro país, la salida a la crisis de 2001 no fue en base a una estrategia popular de poder desde abajo sino que vino desde arriba, por parte de “políticos de carrera” que habían sido parte del festín de remate de la patria pero que contaban con memorias populares y discursos progresistas en su haber.
Cabe la pregunta de si entonces había condiciones (materiales y subjetivas), para hacer algo más que protagonizar una rebelión que terminará con cinco presidentes en pocas semanas. Después del terror implementado por la dictadura genocida (1976- 1983), y luego de casi dos décadas de introyección del terror en el conjunto del cuerpo social: ¿era posible volver a discutir el poder real y sostener esa discusión con prácticas concretas que avanzaran en otra dirección? Aquí podemos decir, a modo de intuición, que no; que no había condiciones para hacer mucho más y que por eso al 2001 no le faltó nada. Otra es la discusión de lo que se hizo después, en la coyuntura inmediatamente posterior a la de junio de 2002 e incluso durante los primeros años del gobierno kirchnerista. ¿Era posible poner en pie un pujante movimiento popular que acompañara ese proceso mientras ganaba en autonomía política? No haremos historia contra-fáctica, tan sólo señalamos una problemática que de no resolverse en la actualidad, nos condenará a cometer errores similares.
La democracia, hasta entonces, había sido una democracia condicionada, de la desigualdad, acechada por teorías demoníacas, leyes de impunidad y terror económico. En gran medida lo sigue siendo, aunque por varios años se haya avanzado respecto de algunas medidas de reparación económica y, sobre todo, simbólica respecto de un pasado traumático.
Como en toda crisis de envergadura, en 2001 se presentó una oportunidad, pero no fue el movimiento popular sino un inteligente comando de la “clase política” tradicional quien la aprovechó: provenientes de rincones lejanos del país, poco conocidos en la política nacional y sabiendo combinar herencia peronista con lectura de las nuevas realidades, emergió el kirchnerismo: un poco de peronismo, otro poco de transversalidad; una pizca de sindicalismo ortodoxo y otra de Derechos Humanos y nuevas agendas sociales.
Distintas organizaciones vieron en el kirchnerismo un momento auspicioso para desarrollar un nuevo ciclo de protagonismo popular. Otras tantas, una reconstitución de la autoridad estatal para garantizar la institucionalidad burguesa, fuertemente dañada tras la crisis de representatividad de 2001. En esa disyuntiva se jugó la división del movimiento popular durante una década.
No puede pensarse el kirchnerismo, entonces, sino como la salida progresista (parcialmente reparativa y redistributiva en términos tanto materiales como simbólicos) a una crisis de hegemonía en la que el movimiento popular no tenía una estrategia de poder, porque en su proceso de recomposición de fuerzas tras la debacle producida por el terrorismo de Estado, no había contado con el tiempo suficiente (ni el contexto internacional que contribuyera) para dar una respuesta positiva a ese problema (como supo caracterizar tan bien Rodolfo Walsh en 1976) y, por lo tanto, ante esa ausencia de respuesta positiva ante la pregunta por el poder, todas las luchas se libraron en el marco de una estrategia defensiva de resistencia al poder instituido, gestando creativamente micro-experiencias de poder popular, pero sin horizontes en términos de propuestas para un nuevo orden social.
2001 y proyecto popular
El 2001 ya es parte de nuestra historia y todo indica que por más crisis económica y social que atraviese hoy la Argentina, raramente podría producirse otro 20 de diciembre. Porque si entendemos al 2001 como proceso nos daremos cuenta rápidamente que el contexto del recorrido previo a la insurrección, por parte del movimiento popular, es muy diferente al actual. También el modo en que se han reacomodado las fracciones políticas de las clases dominantes y la legitimación misma del poder estatal.
Hasta ahora, como pueblo, de cada crisis salimos peor: 1989; 2001; 2017; 2021…
La crisis de 1989 nos encontró, como pueblo, en pleno desbande, sin capacidad de ejercitar un repliegue estratégico. Hubo ofensiva enemiga sin capacidad de oponer siquiera resistencia. Y en un contexto internacional de desaliento atroz: caída de los socialismos que durante medio siglo habían logrado instalarse en la mitad del planeta; pérdida de las elecciones del sandinismo en Nicaragua una década después del triunfo de la revolución; ofensiva neoliberal en nombre de las banderas nacional-populares que durante más de cuatro décadas habían estado asociadas a la dignidad del pueblo argentino.
En 2017, en cambio, la crisis nos encontró con numerosas organizaciones esparcidas a nivel territorial, con una larga trayectoria a cuestas y en procesos de creciente unidad. Si bien hubo pujas y rivalidades, en gran medida primó la unidad (de las economías populares; de los feminismos y disidencias; de un frente electoral capaz de derrotar al macrismo dos años después). A diferencia de 1989, hubo estrategia y, ésta –nos guste más o menos— fue mayoritariamente la de canalizar la bronca y la protesta por la vía institucional.
La crisis actual nos encuentra con organizaciones que cuentan con una mayor fortaleza que la de 2017, mayoritariamente siendo parte o acompañando a la colisión gobernante, pero sin saber muy bien cómo resolver esta tensión entre necesidad de fortalecer una gestión todo el tiempo asediada por las derechas más recalcitrantes, sin recaer por ello en un oficialismo a-crítico que no dé cuenta de lo problemático de la situación (una situación que se agrava tras casi dos años de pandemia y su consecuente aislamiento social preventivo; números escandalosos de pobreza e indigencia; un gobierno que asumió con el mandato de revertir el daño causado por el macrismo pero que no parece estar a la altura de la situación; una derecha en franco crecimiento de ampliación de su legitimidad social e intención de voto).
Este escenario nos sitúa ante un dilema que no puede ser analizado en términos semejantes a la situación vivida los meses previos al fin de 2001, ni tampoco en relación a otros procesos latinoamericanos actuales como los de Chile y Colombia, quienes no tuvieron recientemente –entre otras cuestiones—un momento equivalente al de nuestra insurrección de diciembre, pero dos décadas después.
A diferencia de 2001, hoy los proyectos y figuras antipopulares no vienen de padecer un proceso de profundo desgaste, producto de luchas que las pusieron en jaque, sino que se presentan precisamente como alternativa ante el desgaste de aquella experiencia en el gobierno que cuenta con un fuerte respaldo de núcleos, grupos, organizaciones, partidos, movimientos políticos y sociales, pero que fue castigado en las elecciones de medio término del año pasado y al que parece encontrar un rumbo que contagie entusiasmo a las grandes mayorías. A diferencia de 2001, en la actualidad, cualquier propuesta que apueste por aportar un vector de crisis a la ya crisis en curso, sólo puede contribuir a un desgaste mayor de la experiencia actual de gobierno, sin salida instituyente por izquierda y con grandes posibilidades de que se canalice el malestar por derecha, no sólo del gobierno de coalición actual, sino –lo que resulta más grave aún–, del conjunto social del que se segregan cada vez mayores micro-fascismos.
Por eso, a dos décadas de la gran rebelión que marcó un antes y un después para la sociedad argentina, hoy no es quizás tanto el legado de la crisis el que se impone como perspectiva, sino el de ese gran laboratorio que en la crisis los sectores populares fueron capaces de gestar: el de darse iniciativas para sobrevivir frente a un modelo tanático, pero sobre todo, el de no renunciar al gran eros movilizador de perspectivas para que reine en el pueblo el amor y la igualdad.