Aguardientes. Segunda temporada.
No era previsible que sucediera, aunque el agobio que producían les habrá granjeado a ambos los malos deseos de muchos de los de la barra.
La palabra latoso les cabía como un guante, pero eran diferentes. En general el rasgo común era su capacidad de prolongar indefinidamente una conversación, bien podría decirse, por el efecto que producían en sus interlocutores que se trataba de una incapacidad, justamente la incapacidad de dar término, punto final, redondeo, síntesis, al asunto que encaraban en la actitud coloquial. Rulo decía que la canción de Paul Simon Conversación ininterrumpida era una dedicación que el maestro de Newark le había dado a Julio Zavalía cuando visitó New York en agosto de 1968.
El otro era Fabián Marsella, un doctorado en Derecho Internacional pero que paraba la olla atendiendo juicios de divorcio.
Los dos latosos, farragosos, densos, pesados como collar de sandía, desgastantes como la piedra pómez o la lija triple A.
Pero distintos. A su manera, distintos.
Fabián era un llanero, se extendía, se prolongaba, recorría el asunto de la conversación desplegando detalles, menciones adicionales, anécdotas ilustrativas que resultaban tan tediosas como el propio argumento central, en un alarde que sólo encontraba el punto final cuando el interlocutor oyente, acorralado contra su propio hartazgo huía despavorido, recordaba haber dejado a la abuela en silla de ruedas en la cola del super, o fingía una llamada telefónica en el celular.
Con Julio la cosa no era mejor, pero diferente. Con la modalidad del hipertexto, y con la retórica de cantinflas, Zabalía varía a temas que no concluía, pero los empalmaba con una capacidad increíble para encontrarles relación. Bien podía estarte contando sobre el apego que los romanos tenían a la tierra y darle un giro para hablar sobre la tierra ácida que hay que usar en los maceteros de los rosales, y de ahí a la poda, y de la poda a la poda presupuestaria, y del presupuesto a mangarte cien pesos, y de ahí a recordarte que se nos viene el centenario, y si no lo parás con que te llamaron de tu casa, las posibilidades podían llegar a ser infinitas. El Perro Oriolo hizo una vez la prueba de resistencia, con esa costumbre del perro de hacer competencias de cualquier estupidez. Apostó y perdió, cuando a las tres horas y media las ganas de orinar y el dolor de cabeza lo obligaron a retirarse al baño del bar, desde donde huyo por el ventiluz hacia Meeks.
Bueno, te decía que no era previsible que sucediera, porque los encuentros con estos personajes siempre se daban en la barra, de a uno, los dos juntos, pero con gran público presente.
Aquella tarde de invierno se jugaba el partido de Argentina- Inglaterra en el Mundial de Francia, ese del penal de Batistuta. Bien, el Bar de Raúl no tenía TV, de manera que todo el mundo se congregó en la casa de Carlitos Orfano a los efectos de rociar con cerveza la tribuna improvisada.
Ni a Julio ni a Fabián les interesaba demasiado el fútbol, pero creyeron que íbamos a estar todos en el lugar habitual a la hora habitual. Bueno, eso suponemos, porque ya no hubo manera de corroborarlo.
Lo cierto es que serían las cuatro cuando empezaron la charla sentaditos contra la ventana que daba a Olazábal. Ese encuentro fue fatal. María, la mujer de Raúl, especialmente respetuosa de la condición de abogado que siempre ostentaba Fabián, sirvió unos trece café per cápita en el lapso que los arrastró hasta las dos de la mañana. Llamó a Pablito, el nene mayor para que le hiciera la posta, y los únicos dos parroquianos, Julio y Fabián permanecieron allí muy entrada la madrugada. Pablo se dio cuenta por el silencio que se habría prolongado por unos minutos. Se acercó para saber si había que hacer más café, o si ya era hora de cargarse los mangos de la cuenta, calculando cuantos sopes se iba a guardar de garufa, habida cuenta del tiempo que había invertido en esa guardia extraña del Bar.
Allí estaban los dos, duros, con la boca semiabierta y los ojos impávidos.
Los velamos juntos y poco. Sucedió que en la mitad del velorio aparecieron el tío de Julio y la hermana mayor de Fabián, y empezaron a decir cosas como “qué corta que es la vida”…o “al final uno se hace problemas por cosas sin importancia” ingresando a un terreno de vaguedades que amenazaban repetir esa historia demasiado conocida por nosotros.
Juancito, Jorge y el Cicatriz levantaron las tapas de los cajones y decidimos terminar con el servicio.
En general, los velorios tienen su parte divertida y la cosa amenazaba con convertirse en la excepción. Así que nos fuimos al Bar de Raúl, a despedirlos de alma…y en silencio.