Flavia Dezutto es Decana de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), pero prefiere ser presentada simplemente como Docente e Investigadora, como una trabajadora universitaria, sin jerarquías. En esta conversación, recuerda sus iniciales vínculos con la filosofía, la biblioteca que recorre su formación, los “maestros (las figuras que ofician de “maestras”) y la intervención contemporánea en redes sociales, a las que visualiza en un rol muy similar al que la “prensa” jugaba para la tradición de las izquierdas.
¿Cómo fue tu acercamiento a la Filosofía?
Te voy a contar la verdad y vas a ver qué rara que es la vida. Yo soy rosarina, no soy cordobesa, hace diez/once años que trabajo y vivo acá y me vinculé con la filosofía cuando tenía exactamente 14 años. En aquellos verdes años de mi vida, yo estaba relacionada con un agrupamiento de la iglesia católica muy, pero muy tradicionalista, porque uno viene de alguna parte siempre, del que afortunadamente me fui cuando tuve un poco de cerebro, allá por mis 20 años, casi 21. A veces uno está en espacios en donde lo único que hay es eso, y se mete. En ese lugar teníamos cursos de formación y, generalmente, leíamos unos apuntes y, con esa manía que tengo hasta el día de hoy (que me dedico a la Filosofía antigua y medieval), voy a las fuentes. Entonces voy a la zona de la Teología de Tomás de Aquino, y no sólo voy a la zona en general, sino en particular a esa que está en la Secunda secunda, que es el tratado sobre la eucaristía. Allí aparecía el problema de la Transustanciación, que tiene que ver con dos categorías más o menos tradicionales de la Filosofía griega, por supuesto, la noción de sustancia, y la noción de accidentes. A mí lo que me fascinó en ese texto, que es un texto del siglo XIII y que además tiene que ver con cuestiones que están más o menos lejos de lo que después fueron mis intereses, es ese juego de los conceptos, esa posibilidad de tratarlos en una cuestión tan abstrusa (Jorge Luis Borges diría “teratológica”), de encontrar juegos conceptuales que permitieran de alguna manera aclarar lo que supuestamente era inaclarable, aun cuando terminara siendo imposible de comprender. Lo que me impresionaba en esa búsqueda, era intentar comprender cosas que en principio son inasibles, y creo que eso es lo primero que me cautivó de la Filosofía, que de alguna manera se relaciona con un mundo que siempre tiene opacidades, pero tiene ese afán de comprender.
Yo primero, en realidad, hice tres años de Ciencias políticas, esperando estudiar Relaciones internacionales y seguir en eso, o sea entrar al cuerpo diplomático de la nación (¿me imaginas a mí en una recepción de la embajada de Bélgica?). Bueno, tiempo después me di cuenta que en realidad siempre me había interesado la filosofía y que no quería estudiar Ciencias políticas y que había llegado ahí por motivos pocos felices ligados a esa organización. Yo era del Opus Dei, pero no una simpatizante sino que era miembro. En esa época uno entraba al Opus Dei a los 14 años y medio (que es la edad a la que yo entré). Habría mucho que decir sobre eso, porque yo ahora pertenezco a un grupo de ex miembros del Opus Dei que han presentado una serie de denuncias civiles ante la Santa sede, porque obviamente, captar a una persona a los 14 años y medio para formar parte de una institución con características sectarias, lavarte el cerebro, la personalidad y tantas cosas más, es algo que yo caracterizaría en el marco actual de lo que estamos discutiendo, básicamente, de abuso. Así que fue un largo camino salir de ahí y entrar en la Filosofía.
¿Y cuál fue el primero, o uno de los primeros libros de Filosofía que leíste por propio interés? ¿Te acordás?
Sí, perfectamente. Fue un libro en la vieja y querida edición de Espasa Calpe, los tres Diálogos de Platón, que siempre van en tanda, el Fedro, el Fedón y el Banquete. Platón, que es un autor con el que yo me peleo todo el tiempo dentro de mis orientaciones en filosofía antigua, pero el primer libro que leía fue ese, y nunca lo olvidaré.
Y pasados tantos años desde esos inicios: ¿cómo entendés hoy la práctica de la Filosofía?
Ahí es muy importante tener en cuenta una breve reseña biográfica: cuando yo entro a la Facultad de Filosofía y Humanidades, a inicios de la década del ’90, por supuesto estábamos en esa especie de clivaje entre el final de la ilusión democrática (que fue muy fuerte en los ’80 cuando yo empecé Ciencia Política en Rosario) y lo que claramente se veía venir y después llegó a una dimensión extremadamente aguda, que fue una etapa decisiva en el ciclo neoliberal en Argentina. Cuando entro a Filosofía, ocurre algo que fue decisivo en mi vida: yo salgo del Opus, empiezo a tratar de rearmar mi vida (porque realmente hay que rearmarla después de una experiencia así) y empiezo a trabajar en una Villa, en la que permanecí prácticamente 20 años haciendo laburo comunitario, hasta que me vine a Córdoba. Inclusive, después de eso, todavía seguía haciendo algunas cosas, sobre todo de trabajo de capacitación en organizaciones comunitarias, derechos humanos, cosas así. Y al mismo tiempo, se da ese hecho de que soy una militante universitaria (también lo soy) que no empecé por la militancia universitaria sino por la militancia barrial. Después llegué a mi otro amor que es el marxismo (desde la militancia barrial), tratando de dar cuenta de esa experiencia que tenía de laburo popular en una villa de Rosario, que se extiende entre el frigorífico Swift y Paladini, ahí en la Rivera del río Paraná. Eso marcó un modo de hacer filosofía, que todavía sostengo, que está ligado (más allá de mi interés por la tradición de estudios clásicos como es la antigüedad y el medioevo) con un interés intelectual muy fecundo, con esa formación que fue clave en mi vida, que fue la formación marxista en una ciudad como es Rosario (donde hay una tradición de izquierdas mucho más amplia y pronunciada que aquí en Córdoba), y con gente que había sido militante en los años ’70 y algunos que en los ’70 ya no estaban en la universidad porque habían pasado a la clandestinidad (sabemos que la universidad de los ’70 fue bastante controlada por el peronismo de derechas). Fueron muchos compañeros y compañeras con los que yo me vinculé, que venían fundamentalmente de la tradición trotskista (particularmente del ERP y de una organización que era Política obrera), gente mucho mayor que yo, algunos eran profesores, profesoras, y quiero decir un nombre que para mí fue clave: Olga Calvo, profesora de Ética y de Introducción a la Filosofía, que había militado en el ERP. Esa gente, amén de la formación política e intelectual, empieza a plantearme, y yo me planteo y lo sigo sosteniendo, un modo de hacer Filosofía que hace absolutamente inescindible la actividad intelectual, la actividad institucional en la universidad pública (que para nosotros fue clave), la universidad pública con un escenario político de lo que es el desarrollo de eso que la gente llama una profesión. Nosotros, más que como una profesión, entendíamos a la filosofía como una manera de vivir. Entonces, ese modo de intentar conciliar eso que muchas veces había estado peleado, como la formación intelectual, la militancia y el trabajo, a mí me alejó de paradigmas que se estaban imponiendo (y que hoy en día lamentablemente se sostienen), como es el paradigma de una filosofía profesionalista, enmarcada en discursos dominantes, bien pensantes, progres (yo tengo una pelea especial con el progresismo filosófico y de cualquier laya) y me vinculó con otro tipo de comprensión de la actividad filosófica, una actividad filosófica militante, sobre todo capaz de poner en discusión a los poderes, pero también, capaz de involucrarse institucionalmente para defender y potenciar determinado tipo de concepciones políticas a las que yo adhiero. Sino no sería hoy Decana, ni hubiera tenido una trayectoria en la que he pasado por todo tipo de instancias de gobiernos representativos en la Universidad Pública.
Te quería preguntar, a propósito de un nombre que tiraste sobre la mesa muy importante para tu formación, sobre la cuestión de los maestros, las maestras, pensando en esta frase tan bonita, breve pero tan contundente, que expresa Gilles Deleuze cuando reconoce a Jean Paul Sartre como su maestro y dice: Pobres las generaciones sin maestros. Y uno puede decir que, quienes crecimos en distintos momentos, pero compartimos el haber crecido en posdictadura, tenemos ahí una marca compleja respecto de los maestros, un poco porque algunos fueron asesinados o permanecen desaparecidos, y otro poco por cómo se reconfiguró la intelectualidad crítica en la posdictadura. Pensando en los maestros: ¿qué nombres se te vienen a la cabeza?
Nuestra vida convive con Deodoro Roca, Saúl Taborda, y otros. Te digo una cosa: en 1936, haciendo un balance del proceso político de Reforma Universitaria, Deodoro dice que ellos, en un contexto de una universidad clerical, profesionalista, etc., con la Reforma buscaban un maestro y por eso, el texto tiene que ver con algo así como una especie de historia íntima de las pasiones reformistas, y también dice que la educación tiene que ser una obra de amor, frente a esa especie de claustro docente odiante con el que se encuentran los reformistas. A mí me quedó muy grabado eso, porque uno, en medio de un discurso encendido, piensa que dice esto de que buscaban un maestro, y que la educación tiene que ser obra de amor. Como que uno esperaría más chispas, y Deodoro Roca, cuando retoma esa idea de que buscaban un maestro, dice: “buscábamos un maestro y nos encontramos con un mundo”, y después sigue la famosa frase “no habrá reforma universitaria sin reforma social”. Te diría entonces que aquello que los estudiantes reformistas encontraron en esa experiencia política fue un microcosmos social. Hago toda esta introducción por las claves en las que estoy pensando algunas cosas ahora, y yo creo que uno tiene maestros y maestras más cercanos y más remotos. Yo no soy de ese tipo de generación, en actividad filosófica o académica, que reconocen maestros en el sentido de gurúes, o ese sistema de corte que a veces tenemos en la universidad, donde vos ves que va el titular, el adjunto, el asistente, adscriptos y ayudantes alumnos (como los patitos), como una especie de cuadro de antiguo régimen, yo afortunadamente vengo de una ciudad plebeya y eso no lo tuve, sí lo he visto aquí y en la UBA, pero afortunadamente yo por esa experiencia no pasé. He tenido maestros y maestras muy inmediatas, mencioné a Olga Calvo, una persona que era una gran conocedora de la obra de Marx y de Hegel; también mencionaría a un profesor que se llamó Ángel Cappelletti, que fue un gran historiador de la filosofía antigua y medieval, y uno de los más grandes conocedores de la tradición anarquista (en general) y de la tradición anarquista en Argentina (en particular). Yo no me enmarco dentro de la tradición anarquista, pero debo destacar que fue una persona que en la época de “La noche de los bastones largos” se tuvo que exiliar, y luego se jubiló como profesor de filosofía en Venezuela, para volver a la Argentina a mediados de la década del ’90, donde en Rosario lo trataron bastante mal. No digo en en particular en la Escuela de Filosofía, pero sí en la Facultad de Humanidades. Él murió en Rosario; tuve la oportunidad de compartir en ese breve tiempo mucho tiempo con él. Era una especie de sabio estoico para mí, un obrero de la Filosofía. Además era de la vieja guardia que entendía que la Filosofía era sobre todo docencia, escritura, reflexión. Entonces, hay algunas personas (y por supuesto también hay otros profesores y profesoras, no muchos) con los que aprendí, personas con las que por ahí no tengo coincidencias ideológicas, pero que fueron y son grandes maestras, como Marita Santa Cruz y Silvia Magnavacca, dos profesoras de la UBA que valoro mucho. Y vos dirás: ¿por qué no me está nombrando a Engels, por ejemplo? Y es porque yo creo que tiene que haber una relación de cercanía con los maestros y las maestras, que tiene que haber una interacción, un ida y vuelta, un diálogo, una conversación con los vivos. Por ejemplo, si vos me preguntas cuáles son mis dos grandes orientaciones filosóficas, yo te digo Aristóteles y Marx, pero la verdad es que no los considero maestros, para mí la relación de enseñanza está fuertemente ligada a una experiencia de conversación y, por supuesto, muchos de mis compañeros y compañeras de militancia han sido y son maestros acá en Córdoba, y muchos de mis compañeros de aquel entonces en Rosario. También muchos de los estudiantes con los que comparto el día a día me han generado inquietudes que no hubieran nacido sino de ese vínculo, sin ninguna duda, muchos de los procesos populares también, aun aquello que para algunos han sido derrotas (que han sido en parte derrotas y en parte no) para mí han sido enseñanzas. El desafío es pensar en conversación, y poder ampliarla a un espacio colectivo.
Pensando en esto que Deleuze decía de Sartre, hay ahí una cercanía temporal y geográfica entre ellos. Aquí, en algunas discusiones en que muchos nos encontramos involucrados en los últimos años, no puede dejar de mencionarse un texto como el de Omar Acha, del año 2008, que se llama La nueva generación intelectual, en donde se ponen en discusión algunas cuestionesen la que muchos nos reconocemos. Mi maestro Raúl Cerdeiras, por ejemplo, mi amigo Miguel Mazzeo (más cercano en edad), y para muchos otros amigos y amigas de Buenos Aires, o La Plata, Horacio González fueron maestros; y yendo más apara atrás, David Viñas. Un poco también se trataba de esto, de rescatar algunos nombres a veces olvidados, a veces presentes sólo en ámbitos determinados, para también poder de algún modo hacer una cierta justicia respecto de aquellos que nos antecedieron y aquellos con quienes nos formamos.
Para seguir haciendo este puente entre pasado y presente, antes hacíamos mención a lo que pasa con la intelectualidad crítica en la posdictadura argentina, así que me gustaría preguntarte qué se gana y qué se pierde cuando se interviene en la Universidad Pública, cuando se está metido en lo que hoy se denomina también “la academia” (aunque hay que poder diferenciar entre la academia y la universidad, como me dijo alguna evz Martín Kohan), pensando en que muchos intelectuales críticos desde Espinoza a Nietzsche, pasando por las lecturas que de ellos hace en el siglo XX Gilles Deleuze, hay una reivindicación de un pensador más de tipo “privado” (no en términos neoliberales sino de aquella necesaria soledad y ausencia de ciertos condicionamientos que a veces imponen las instituciones). ¿Qué pensás de este doble juego?
Hay una cosa importante, y es que de verdad yo no estudié en esta Universidad, estudié en Rosario y no en Córdoba, y en otro momento histórico: entonces en la carrera de Filosofía en Rosario todavía se podía respirar ese perfume de la primavera democrática, esa idea de que uno leía lo que quería, no porque ahora la gente no lea lo que quiere, sino porque está mucho más marcada por una agenda de carrera académica que entonces aún no había; hoy está toda esa expectativa. Entonces, la Universidad en la que yo estuve, todavía no era la Universidad transida por la Ley de Educación Superior, ni por el proceso de instauración neoliberal de los ’90. Por supuesto que mi última etapa lo fue, pero en mi etapa más temprana de formación era todavía una universidad muy atenta a las discusiones que nos seguían llegando de los ’70 o de principio de los ’80, con las discusiones en torno de Antonio Gramsci, así que esa Universidad de alguna manera fue una Universidad muy difícil. Quienes en esa época militábamos, caído el muro, nos sentíamos muchas veces como los últimos mohicanos, era la época en que supuestamente ya no había más nada que hacer y entonces, uno estaba jugando un juego que para muchos era inútil, pero nosotros sentíamos como un deber: resistir frente a ese lenguaje único fue muy fuerte esa etapa. Luego, la intelectualidad posdictadura fue una intelectualidad que yo leí. Y ahí la primera cuestión que yo pongo en crisis es la figura del intelectual, yo no soy amiga de esa figura. Siempre pienso que quienes somos docentes y hacemos eso que se denomina investigación, intentamos pensar y discutir algunas cuestiones, postular algunos problemas aún en los ámbitos más clásicos de la filosofía, como a los que yo me dedico, como trabajadores y trabajadoras de lo que fuere, sea de la Filosofía, de la historia, de las letras, porque yo creo que es la única manera en que podemos no sólo superar divisiones, que nos alejan de los sectores populares y de las causas emancipatorias, sino también comprendernos en esas claves. Yo entiendo la fuerza del intelectual comprometido en los años ’60, pero con toda franqueza, yo no me identifico con esa construcción y creo que lo que pasó en los años ’80 es muy importante mirarlo desde una mirada crítica, donde muchos intelectuales ingresaron a la academia como los grandes capitostes, un ejemplo clarísimo sería el de Beatriz Sarlo. La revista Punto de Vista fue una referencia central (pero también otras publicaciones), donde uno puede ver, en un número muy cercano a la asunción del gobierno nacional por parte de Raúl Alfonsín, una terrible revisión crítica de la militancia de los ’70. Diría que una especie de revisión vergonzosa, que mira ese proceso sobre todo desde el punto de vista de los errores de esas militancias (que sin duda los tuvieron, como cualquier militancia), y como una especie de apuesta a una democracia desbocada, sobre una base que no puede hacer suyas ninguna de las reivindicaciones y sueños de una generación a la que pertenecieron, una experiencia democrática que hoy en América Latina está claramente en crisis, que para quienes militábamos en los ’90 ante el avance bestial del neoliberalismo, en ese momento, no podía ser caracterizada sino como una democracia absolutamente formal. Entonces, la democracia de la posdictadura tuvo un rostro muy hegemónico, ligado a ese tipo de posturas, una inserción en el mundo académico variopinta, porque yo no negaré las capacidades, ni las ideas, ni la producción de muchos y muchas de estos intelectuales, pero sí me siento obligada a poner en discusión su rol político. Así como la Universidad alfonsinista propuso la idea del ingreso restricto y de la masividad, y esto fue un elemento muy importante, de la misma manera creó una “intelligentzia progresista” (que todavía persiste), que durante mucho tiempo bajó o subió el dedo de quien entra y quien no entra en el corral académico, y también generó lo que es esa casta completamente separada del concepto de Universidad Pública, en el sentido de su carácter laico, gratuito, autónomo de los poderes, que es la casta que se cristaliza en el comité universitario del Partido Radical, y en particular en la Franja Morada, que más allá de ser un agrupamiento estudiantil, resultó ser una escuela de formación de cuadros que degeneró el ideario alfonsinista y pasó a un delaruísmo abyecto, y que en los últimos años ofició la complicidad con un gobierno violento y asesino como el de Mauricio Macri. Entonces, es un camino que hay que recorrer, no porque yo considere que Beatriz Sarlo (para emplear esas metáforas de la mismidad) sea lo mismo que Alejandro Rozitchner, sino que estoy señalando derroteros de posiciones ideológicas y de análisis políticos que, hoy en día, lo que muestran es cómo desarmaron a la intelectualidad y a las militancias de armas políticas, de armas críticas capaces de dar debates y luchas, que igual fueron protagonizadas por nosotros y nosotras como pudimos, pero sobre la base de una situación árida de un enorme desierto. Y en ese sentido, la Universidad Pública no es una entidad metafísica sino que yo la caracterizo como un actor político, un agente político creado sobre la base de enormes movimientos populares o de movimientos como es el caso de la Reforma, que empiezan por no ser populares pero que luego pueden asociarse con las causas populares, como aquello que impulsa el decreto de gratuidad del peronismo en el ’49, como aquello que en los ’60 hace comprender, a lo que en otro contexto hubiesen sido comprendidas como “elites científicas”, de la obligación de orientar la necesidad científica hacia el desarrollo nacional, que en los ’70 se reivindica poco, pero que directamente sacó a la Universidad Argentina a la calle, que generó experimentos de democracia radical en la vida universitaria. Acá, en Córdoba, tenemos las experiencia del Taller Total en Arquitectura, experiencias también en lo que entonces era la Escuela de Artes, hay muchísimas situaciones de esa Universidad que fueron sepultadas por estos posicionamientos progres, vergonzantes ante lo que fue la lucha de los ’70, reduciéndose a una especie de episodio de equivocación ideológica, de infantilismo armado, cuando todos sabemos que en rigor representó un horizonte utópico que todavía sigue siendo absolutamente necesario. Por lo tanto, en ese lugar la Universidad Pública, y el lugar que cada uno tenga en la misma, es aquel que elige, si uno considera que la Universidad es un actor político, si uno quiere estar ahí en el nicho del academicismo, del profesionalismo, uno puede, si los dioses y los capitostes lo favorecen, quedarse ahí, y uno puede hacer de la Universidad Pública, como de hecho muchos y muchas intentamos hacer (como se decía antiguamente en mis épocas) un arma cargada de futuro, o sea, un lugar en el cual se experimentan, se piensan, se labran, se imaginan otros muchos mundos, se da la voz, o se comparte con muchas otras voces, pero esas son también decisiones políticas. Hay un conflicto también en el interior de la Universidad Pública, no es un territorio llano y neutral, en donde el desarrollo de los conocimientos nos pondrían a todos en un lugar homogéneo y más o menos armónico, y no es sólo el conflicto entre los sectores políticos o las facciones, no, hay un conflicto acerca del sentido de la Universidad Pública como actor político en la vida argentina y, diría yo, de nuestro continente.
Hace un tiempo, Pablo Stefanoni hacía en las redes sociales un planteo en torno a dar vuelta la Tesis 11 sobre Feuerbach, en la cual Karl Marx decía que durante mucho tiempo los filósofos se habían encargado de interpretar el mundo, cuando de lo que se trataba era de transformarlo. Entonces, el posteo de facebook planteaba algo así como volver a interpretar el mundo para después transformarlo. ¿Qué pensás al respecto? ¿Cómo ves esta relación entre interpretación y transformación?
En el año 1993 (si no recuerdo mal) con un grupo de compañeros y compañeras, en ese contexto que decía antes de caída del muro, del famoso fin de las ideologías y demás, formamos en Rosario un agrupamiento de orientación de izquierda, marxista, que se llamó Tesis 11, y nosotros usamos esa Tesis 11 de Marx (incluso con muchos límites interpretativos), justamente como un estandarte a lo que veíamos en ese momento, que era esa suposición de la posibilidad de una actividad filosófica, y en general intelectual, neutral o desprovista de armas críticas, que no se preguntaba por la transformación del mundo, sino que por acción u omisión seguía apuntalando el estado de cosas. Hoy lo que yo creo, incluso a la luz de esto que hablábamos recién de la intelectualidad posdictadura de cierto espacio que yo intento focalizar antagónicamente, y lo que uno se dio cuenta en ese momento, es que sobre la base de diversas orientaciones teóricas (que en un momento se identificaron con el posmodernismo, posestructuralismo, transmodernismo y todos los prefijos que a uno se le pueda ocurrir), se producía una incomodidad, que tenía que ver con estar situado en un lugar que supuestamente ya no tenía inserción histórica. Lo que uno empezó a ver, tomando esa inversión que vos señalas, es que parecía que debíamos renunciar a interpretar el mundo, renunciar a interpretar la historia, a generar tesis acerca de las posibilidades de cambio que pudieran dar cuenta del estado de cosas que pudieron, de alguna manera, desnudar en qué consistía eso que parecía la desnuda fuerza de las cosas, comenzar a quitar velos y mirar donde estábamos parados. Esas orientaciones filosóficas, fueron también orientaciones políticas que tuvieron, o bien vertientes muy conservadoras más o menos disfrazadas o vertientes que, si bien uno puede decir en su intención no iban tras un ideario conservador, y nos hicieron retroceder ante la necesidad de generar posicionamientos críticos y sobre todo aquellos que tuvieran posibilidad de generar eso que me gusta llamar poder popular. Hace poco, estaba mirando los tres documentales de Patricio Guzmán, “La batalla de Chile”, “La lucha de un pueblo sin armas” y “El poder popular”. Los tres son extraordinarios, pero el tercero, que no lo había visto nunca, va reflejando las experiencias políticas de gestación de poder popular en Chile, entre la elección de Allende y el golpe del ’73. Una de las primeras cosas que me sorprende son las voces de los compañeros y compañeras de diferentes espacios sociales, la mayoría trabajadores y trabajadoras, que pueden expresar y discutir en ese tiempo con un nivel de formación política impresionante. Uno ve clases en las cuales universitarios y universitarias se reunían, en estos círculos populares de trabajadores y trabajadoras, a poner en discusión como construir poder popular y qué Chile querían. Por eso, cuando yo pienso en la posible inversión de esa frase de Marx, no la pienso en términos de una interpretación tribunera, de cosas que se nos ocurren y tienen que ir todas envueltas en una miel retórica, una cosa que a mí me pareció espantosa de los ’90 y también de cierta intelectualidad presente, es esa necesidad de recubrir retóricamente todo lo que se dice para que no se entienda nada, yo no estoy a favor de eso, y con esto no quiero decir que todo el mundo tiene que ser como yo, pero tengo la necesidad de que las cosas se entiendan, de tratar de que las palabras den cuenta, de la mejor manera posible, de la realidad en la que estamos inmersos. Entonces, me parece que esa inversión para mi es válida, si y sólo si, ese retorno a la interpretación para la transformación, toma todo el desafío de lo que supone toparse, como diría mi querido Aristóteles, con el ámbito de lo que aparece, con el ámbito de lo que está ahí, cuya apariencia tenemos que poder descifrar y, de alguna manera, desmontar para poder pensar en otras alternativas.
Para ir terminando, te quería preguntar por una dinámica más de intervención que son las redes sociales, y su relación con el pensamiento, y la política. Me interesaba mucho esto de cómo vos, una Decana de Filosofía de la Universidad de Córdoba, tiene también una intervención activa en redes sociales.
Para mí las redes juegan el papel que ha jugado siempre la prensa en los partidos de izquierda, o sea, las redes son cosas que lee la gente, así como las lee en un soporte virtual las podría leer en un soporte en papel. Yo soy de la vieja guardia, me gustaría que haya más papel, pero el objetivo para mi es militar, entonces el asunto es si eso funciona, y veo que funciona. En ese sentido no le doy más importancia que esa, a veces comparto también alguna música que me gusta o algunos chistes, cosas así pero en ese nivel, no lo tomo como un lugar de expresión de mi subjetividad más profunda (que no se si la tengo), pero sí como un espacio para poner en común, sobre la base de una especie de comunidad de lectores o lectoras con los que uno puede compartir, y que yo también leo, leo tus posteos y de otros compañeros y compañeras, no leo lo de todo el mundo porque la mayor parte de las cosas que andan dando vueltas no me interesan en lo absoluto, pero a las que me interesan las leo como un libro. Yo lo miro desde ahí, no hago ningún tipo de cosa en particular sobre las redes como un lugar metafísico, es un lugar para discutir, como podría ser una prensa y sí, tiene esta ventaja que, tiene una gran capacidad de llegada. Pero tampoco lo hago pensando en la llegada sino simplemente en plantear algunas cuestiones para quien le guste leer.
Por último: ¿cómo ves esta preponderancia de las luchas de género, diversidad y de la economía popular que se produjo en los últimos años?
Un poco retorno a lo que decía anteriormente del documental de Patricio Guzmán. A mí me parece que hoy hay algo absolutamente imposible de obviar, y es la crisis de las democracias nacidas en los años ’80, que se manifiestan inequívocamente en estos países ahora atendidos por sus propios dueños, en la situación de esta figura de Bolsonaro en Brasil, y en general, de este fascismo social que, como un fantasma negativo en este caso, recorre América Latina y que es una necesidad del capitalismo para mantener cohesionado y oprimidos a los sectores populares que podrían oponérsele. Estos espacios, las luchas de los feminismos y las disidencias, históricamente puestos en la frontera y de costado, y directamente más allá de la frontera de aquello que tenía algún tipo de voz social, como los trabajadores y trabajadoras de la economía popular, también muchas veces al costado de la historia en cuanto a la capacidad de poder generar alternativas de poder que cuestionaran estructuralmente a los poderes fácticos, me parece que estos dos son ejemplos también con características diferentes, porque sin duda la lucha de los feminismo es una lucha muy estructural que tiene, desde mi mirada, esa suerte de nacimiento simultáneo del régimen de propiedad privada en sus diversas versiones, de las contradicciones y violencia de clase, nace junto con el patriarcado. Entonces, yo no creo que allí haya ninguna cosa que vencer primero, son dos asuntos que dialécticamente se conciernen, así como un régimen de propiedad que se acrisoló en la contradicción de clases bajo determinada comprensión, hoy, encuentra en los trabajadores y trabajadoras de la economía popular sujetos políticos, no solamente sujetos sociales, que también pueden poner desde ese lugar que es diferente a la antigua clasificación de burgueses y proletarios, desde su lugar en el circuito de circulación económica, social, simbólica, cultural, pueden también interpelar mucho más allá de lo que algunos, incluso yo en una época, tradicionalmente pensábamos que es una lucha de clases unidimensional. Creo que hoy son muy pocas las tradiciones de izquierda que miran a los trabajadores y trabajadoras de la economía popular, a movimientos indígenas, campesinos, como elementos que tienen que subordinarse a una estrategia principal. Siempre hay algunos que pueden pensar así, que no piensan muy dialécticamente, pero creo que lo más importantes de ver en esos espacios, es la construcción de poder popular que tiene vocación de poder, en el sentido de cambiar el estado de cosas y poder generar proyectos de país o de continente, que puedan estructurar, conformar perspectivas emancipatorias, perspectivas libertarias.
De lo que quiero dar cuenta es de un problema que para mí es central, en este momento, y es que los trabajadores y trabajadoras de la economía popular, los movimientos sociales, tienen un rol social y político muy importante y dinámico que jugar en ese proceso de construcción de poder, de estrategias, de construcción de alianzas. Finalmente, creo que hay algo que nos enseña el movimiento de las mujeres, también las diversas expresiones de movimientos de disidencia sexual, que es algo que hay que tomarse en serio: no vale hacer loa del movimiento de mujeres y su capacidad de movilización si no se anota lo que sigue, desde mi humilde punto de vista, que es la capacidad de horizontalidad de ese movimiento, y de dar lugar a diversos tipos de experiencias; de la independencia de ese movimiento, que sin embargo puede construir agendas públicas e imponerlas (porque en las agendas públicas no se pide permiso, se las impone) y también la capacidad de interpelar a viejos poderes fácticos que siempre logran, de alguna manera, arroparse en modalidades más progres y presentarse como alternativas articuladoras cuando en rigor sabemos que esos son barcos que de antemano están llevados al naufragio y que, sobre todo, llevan al naufragio a las causas populares. Creo que está muy bien hacer el elogio del movimiento de mujeres, siempre y cuando podamos anotar esos elementos en nuestra agenda. Sino, me parece que estamos tomando el aspecto más epifenoménico, que es el de su eficacia mediática o el de sus colores, que no son despreciables pero que, para mí, tienen otro mar de fondo