Del amor y otros demonios (o sobre drogas legales, ilegales y commodities)

"Necesitamos pensar políticas sobre drogas blandas o duras con la única advertencia de la propia realidad" afirma el autor. Variaciones literarias y jurídicas sobre una agenda pendiente.
Por Rodrigo Codino*

Cuando un perro rabioso mordió en el mercado a tres esclavos negros y a la única hija del marqués de Casalduero, marcó el destino de la familia noble y, con ello, arrastró toda negrura hacia el abismo. La rabia, como enfermedad incurable, volvió el futuro inexorable de quienes la llevaran en su cuerpo. La nobleza y la blancura no fueron impedimento para que se propagara el mal, aunque como siempre, los que se llevaron la peor parte fueron los que tenían una epidermis oscura, a quienes se los mostró como demonios en lugares públicos. Los personajes de García Márquez tienen esa perfecta combinación para describir la realidad latinoamericana, hasta los mínimos y soberbios detalles y, a veces, nos permiten utilizarlos para entender algunas cosas que se dicen sobre el bien o el mal, sobre lo permitido y lo prohibido.

En los años 90 del siglo pasado, aun cuando el famoso escritor colombiano no había escrito este texto al que le plagiamos el título, la imaginación de algunos magistrados del más alto Tribunal de Justicia del país podría haber servido de inspiración para otros escritos literarios más desopilantes.

A excepción del doctor Enrique Petracchi y a la minoría que lo acompañó, que supieron pensar la relación estrecha entre justicia y política —como un cangrejo consciente que se reconoce crustáceo—, la mayoría de la Corte Suprema de Justicia de nuestro país entendió que la tenencia para el consumo personal de tóxicos debía ser castigada. Esta decisión volvía inaplicable la jurisprudencia de ese mismo Tribunal —con otra integración— en el fallo “Bazterrica” (de apenas unos años atrás) y nos llevaba hacia el pasado más truculento.

Decimos esto porque las asimilaciones nunca fueron del todo inocentes en nuestro país. Basta con pensar que en los años de la dictadura el “drogadicto” fue considerado un “comunista subversivo”, cuestión que debe analizarse quizá desde la psiquiatría, pues lo extraño del asunto hace pensar que semejante aproximación sería más bien algún delirio clasificado o no por la ciencia de la mente por parte de quien lo sostuvo, aunque lamentablemente tiene mucho más que ver con la política criminal histórica que nos llega desde el norte.

Los argumentos según los cuales los jueces supremos basaron el fallo “Montalvo” en la década del 90 no fueron otra cosa que considerar a los tóxicos como si se tratara de aquel perro rabioso que deambulaba en los arrabales de la obra de García Márquez. Si bien en la pieza literaria la transmisión de la enfermedad entre personas no apareció como eje de la narración, en la escrita por nuestros magistrados, el contagio como peligro para la salud pública de la nación sirvió como fundamento para la persecución penal.

Esta última, por cierto, y aunque no aparezca en forma expresa en la sentencia judicial, no era ajena a la política criminal del país que tutela e impone en nuestra América ciertas recetas cuyos orígenes podrían rastrearse en la idea de la supremacía soberana sobre otros pueblos que impulsó la doctrina Monroe. Los años que siguieron a Ronald Reagan, con Georges Bush como presidente, marcaron la línea por la que había que transitar. Bush decía, por ese entonces, que la punición debía alcanzar a todos: “a los que consumían las drogas, a los que la vendían y a los que miraban para otro lado”.

La criminalización de ciertas drogas requiere, por un lado, detenerse y discutir acerca de lo que se considera como commoditie, es decir, la materia prima o producto elaborado con el cual se hacen negocios suculentos que pueden ser patentados o no y, por el otro, analizar el momento en que el Estado entiende al commoditie legal o ilegal.

Esta última reflexión es importante pues nos abre la puerta a la regulación estatal sobre la distribución de las mercancías. El alcohol o el Clonazepam, por ejemplo, parecieran tener ciertos privilegios, a diferencia del cannabis y la cocaína. Así nacen, de lo permitido o lo prohibido, empresarios con actividades lícitas o ilícitas. Unos están sometidos a la regulación estatal y pagan impuestos por ello, otros ejercen su imperio de manera violenta haciendo camino al andar.

La despenalización, la legalización y el monopolio de la distribución de drogas ilegales no tienen el mismo estatus jurídico y las consecuencias en la realidad son distintas.

Desde el fallo “Arriola” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el castigo de la tenencia para consumo personal de tóxicos prohibidos fue declarado inconstitucional en Argentina, aunque esto no bastó para que se siguiera encarcelando a mansalva a ciertas personas —por lo general pobres y no blancas— por posesión de unos porritos o fasitos, de alguna planta en floración, de algunos gramos del oro blanco o lo que es más grave, por la producción de un aceite que permitiese paliar el efecto de algunas enfermedades.

Uruguay, en cambio, fue innovador sobre la política del cannabis, haciendo legal lo ilegal pero también convirtiéndola en una materia prima bajo control estatal. La política uruguaya es punta de lanza a nivel mundial sobre el monopolio de la venta y sobre la calidad del producto consumido. La política sobre la marihuana y el alcohol comienza a parecerse, sin desconocer sus grandes antinomias.

Parece a esta altura arcaico discutir sobre contagios que causan unas drogas sobre otras y distinguir el consumo peligroso en personas según el color de la piel y su capacidad económica. Necesitamos pensar políticas sobre drogas blandas o duras con la única advertencia de la propia realidad. Mientras escribimos estas líneas, otro Hiroshima se abatió esta navidad sobre América y en año nuevo contamos como si fuesen hormigas las personas en la superpoblación carcelaria exponencial.

La distribución descontrolada y la ganancia obtenida por la venta provoca miles y miles de muertos por la declarada guerra punitiva contra las drogas. Las prisiones latinoamericanas se convierten en un campo de concentración; el encarcelamiento por consumo o venta de sustancias prohibidas es masivo. Su contracara más espeluznante son los millonarios que lucran con lo prohibido, que adquieren bienes suntuosos o que disfrutan contando durante horas sus billetes verdes en algún cofre de algún banco, por lo general en el extranjero, sustrayéndose a las leyes que criminalizan el lavado de activos.

El debate sobre despenalización, descriminizalización, legalización y regulación de tóxicos prohibidos tiene un sentido humanitario en la actualidad: a) el drama de la cantidad de homicidios de jóvenes en el recorrido distributivo de drogas prohibidas; b) la prisión que solo deteriora a quienes se atrapa; c) el consumo como cuestión de salud pública y no como castigo estatal ejemplar.

El dilema que se le planteó al marqués en la obra de García Márquez, cuando se enteró que su hija había sido mordida por un perro con rabia, nos deja una enseñanza. No alcanza con matar al canino para comprender la realidad de la tragedia. El fracaso de la guerra punitiva contra las drogas nos encuentra en América Latina caminando entre cadáveres o con seres humanos hacinados en minúsculas células carcelarias.

La despenalización del consumo —tal como lo sostuvo la Corte Suprema en el citado fallo “Arriola”— debe ser la guía para modificar la ley de estupefacientes vigente, pero esto no es suficiente.

El cannabis no puede ser entendido como el portador de ninguna rabia y tal vez los hermanos orientales lo comprendieron mejor que nosotros. La discusión sobre la cocaína debe ser realista: la consume toda clase social pero mientras algunos la disfrutan en su pureza, otros la desvirtúan tanto que termina siendo el veneno que consumen los pibes en los barrios populares, y en ella ni siquiera sabemos si queda algún resquicio del polvo blanco.

Tenemos al menos la certeza que el debate sobre tóxicos prohibidos conlleva otros. La historia de la prohibición nos indica que la cocaína fue un commoditie desde finales del siglo XIX en Perú en el que laboratorios franceses, alemanes y norteamericanos se disputaban la distribución. Sigmund Freud, como ejemplo, fue un catador y un narrador exquisito sobre los efectos que producía en él y en sus pacientes, como del mismo modo un promotor de laboratorios que la fabricaban.

La marihuana fue de consumo masivo durante los años 60 del siglo pasado en Estados Unidos y alcanzaba a toda la población, aunque solo encarcelaban personas negras bajo la excusa de que se volvían demoníacos y cometían delitos.

La regulación estatal es el remedio para las cuestiones de salud pública, eso lo sabemos todos. Pero más allá de esto, la legalización desalienta la distribución descontrolada, el precio y la calidad del producto. No hagamos como el marqués, al que le preocupaba solo su hija y su muerte ineluctable mirando de qué manera haría público su deceso.

La discusión no alcanza si nos detenemos en clasificar sustancias sin advertir que algunas se asemejan a los commodities —como la soja, el maíz y el trigo—, pero con efectos nocivos para la salud de los de abajo y con la algarabía del deleite para los de arriba, que además de consumirla equilibradamente, se llenan los bolsillos con la prohibición. En el camino nos dejan un tendal de seres humanos enjaulados o muertos violentamente.

No olvidemos en el debate que los daños producidos por la droga siempre fueron más un efecto de la política punitiva que sus efectos farmacológicos. Las cifran lo demuestran. Pero las matemáticas, en materia de prohibición de estupefacientes, no se traducen solo en números, hablamos de vidas y de derechos humanos que son poco cuantificables, todo lo demás es literatura.

*Doctor en Ciencias Penales. Profesor de grado de Criminología en la Universidad Nacional de Avellaneda y de posgrado en la Universidad Nacional de Buenos Aires.

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