Contra el mundo

Sin que nadie se diera cuenta de cómo fue, el conflicto entre Argentina y Uruguay por la instalación de fábricas de pasta de celulosa acabó entrando en una inercia de carácter irresoluble y final imprevisible. Y esto preguntando incluso si es adecuado hablar de “conflicto argentino-uruguayo” o entre Argentina y Uruguay, asunto que ni los propios vecinos de Gualeguaychú tienen en claro, pese a que son los más directa e intensamente involucrados, como si en ello les fuera la vida. Y les va, al menos tal como la vivieron hasta ahora, que según parece, es como les gusta.

De mirarse el conflicto con la lógica de la ciencia política, se trataría de un diferendo entre dos países por un tema ciertamente menor, algo así como un sub ítem de la gran materia limítrofe, que entre Argentina y Uruguay se encuentra razonablemente resuelta desde hace décadas.

Hasta existe un protocolo que establece el modo de tomar decisiones en todo cuanto afecte al uso de un recurso común, el río. Éste y no otro sería el punto en cuestión, si se respetó o no el protocolo. Uruguay dice que sí, Argentina que no. Sería cuestión de determinar la verdad y todo se resolvería en un santiamén.

Sería bonito. Pero posible sólo si los actores y guionistas de esta obra fueran los estados y gobiernos de ambos países, que en este caso, por el contrario, juegan un papel muy menor.

En Babia

El gobierno argentino se desayunó con que había algo así como un puente internacional recién cuando 45 mil personas marcharon por él en protesta contra la instalación de algo así como dos plantas de algo. Del mismo grado de conocimiento y precisión podían alardear los opositores -sin excepción de ninguna clase, por más bulla que metan ahora- que a partir de entonces dieron en criticar al gobierno por su “imprevisión”.

La Cancillería también fue tomada por sorpresa. Es extraño: conforma una burocracia tan cristalizada que provocaría la envidia de los dirigentes sindicales, y muchos de los altos funcionarios de entonces (y de ahora) habían realizado largas siestas en el CARU (Comité Arbitral del Río Uruguay), organismo binacional que parece ocuparse de regular los usos unilaterales o mutuos que se hagan de ese recurso común, pero en los hechos acaba no regulando nada ni enterándose de nada.

Convengamos en que la Cancillería “se sorprendió”. Otra cosa sería deslizarnos hacia la ciénaga de las presunciones delictivas, asunto que no debería ser de nuestra competencia. Conformémonos con conceder que tal vez la Cancillería sea víctima del mismo mal que aqueja a los partidos políticos, al gobierno y a la planta estable de funcionarios, cuyas “agendas” están determinadas por lo que indiquen los medios de comunicación de Buenos Aires, hasta entonces tan en Babia como el que más.

En el brete

También en el caso de Uruguay nos abstendremos de sugerir la eventualidad de comportamientos ilícitos, posibilidad que nos remontaría hasta las épocas de la presidencia de Lacalle para traernos a … ¿a dónde?

Es una pregunta que se hacen en Gualeguaychú, para responderse con excesiva simplificación: “A este preciso instante”.

Razones tienen para presentirlo. Ni el gobierno, ni los partidos políticos, ni las centrales sindicales ni los medios de comunicación uruguayos dormían en Babia respecto a la instalación de dos plantas de celulosa en Fray Bentos.

Por el contrario, el tema estaba tan presente que formó parte de la campaña electoral y fue motivo del último gran encontronazo en el congreso entre el opositor Frente Amplio y la alianza de Blancos y Colorados.

Por razones de historia y vecindad, en Gualeguaychú (así como en las restantes localidades ribereñas) es hábito seguir con mucha atención todo cuanto ocurra en Uruguay. Mucho más en esa oportunidad: la preocupación vecinal por la instalación de las plantas de celulosa había sido promovida en Gualeguaychú por dos ediles frenteamplistas de Fray Bentos, que no se cansaron de dar conferencias alertando a los vecinos en cuanta oportunidad se les presentara.

El propósito de las ediles era evidente: siendo minoría en el cuerpo legislativo era bien poco lo que podían hacer en una localidad empobrecida donde muchos veían en las pasteras una oportunidad laboral, independientemente de los riesgos que conllevaran. Necesitaban entonces del apoyo de los otros afectados directos: sus vecinos de Gualeguaychú.
De alguna manera, la situación inversa a la presente.

El proyecto de instalación de las plantas se empezó a gestar durante la administración de Lacalle y tomó forma en la de Jorge Batlle, la forma de un mamarracho económico, social y ambiental que fue denunciado entonces por el Frente Amplio y la aplastante mayoría de las organizaciones académicas y sociales, incluidas las centrales obreras. En particular y de modo harto explícito, también lo denunció el candidato a Presidente Tabaré Vázquez en el transcurso de su campaña.

Jorge Batlle no es una persona normal y su capacidad de propiciar disparates excedió en mucho el ámbito de las relaciones externas. En esta oportunidad, como quien no quiere la cosa, tras el resultado electoral favorable al FA se apresuró a enviar al Congreso el proyecto de convenio con las empresas ENCE y Botnia para ser tratado por una legislatura moribunda, que no reflejaba la nueva realidad política del Uruguay.

El resultado electoral fue celebrado en Gualeguaychú con similar algarabía que en la Banda Oriental e hizo que un grupo de delegados de la asamblea vecinal, encabezado por el intendente de la ciudad, Daniel Irigoyen, se trasladara a Montevideo a entrevistarse con Mariano Arana -lo que consiguió- y con Tabaré Vázquez, lo que no pudo ser, intento que se frustraría dos veces más.

Los delegados regresaron con la incómoda sensación de que nada sería como lo habían imaginado, que se fue confirmando a medida que los nuevos funcionarios uruguayos comenzaban a “definirse”, en otras palabras, a decir lo opuesto de lo que habían dicho antes. Acabó siendo Tabaré Vázquez quien puso el punto sobre las íes al afirmar que en Uruguay existía seguridad jurídica y se respetaban los contratos, en indirecta alusión a que en la otra orilla no se los respetaba y fingiendo ignorar que había sido justamente ese irrespeto a convenios leoninos lo que permitía explicar la sorprendente reactivación argentina.

Porque hay algo que surge con nitidez apenas se repasa el convenio firmado por Jorge Batlle, que explica en parte la tozudez del gobierno (¿del gobierno?) uruguayo en negarse a considerar la alternativa del traslado de Botnia: su carácter vergonzosamente leonino. Con puerto propio, energía subsidiada, en zona franca, libre de impuestos internos y derechos de importación y exportación, con cláusula de indemnización por “lucro cesante potencial”, productora de un insumo que irá a Finlandia sin pagar gravámenes y que eventualmente regresará en la forma de papel finlandés, la enorme planta de Botnia se erige a un lado de Fray Bentos como un símbolo del modo en que Uruguay parece aprestarse a ingresar al siglo XXI: proveedora de materia prima barata gracias a las relativas ventajas naturales y los bajos salarios.

El mismo modo en que lo hizo en el XX, de lo que el ex frigorífico Anglo, en el otro extremo de la ciudad, fue a su vez símbolo y se yergue hoy convertido en un monumento a la obsolescencia.

A la obsolescencia de los grandes frigoríficos, y a la obsolescencia de una política y una mentalidad.

Subirse a la ruta

“Cada vez que nos bajamos de la ruta, nos cuentean” sostiene el asambleísta Oscar Bargas. La afirmación explica tanto los sucesos presentes como el último año y medio de los más de tres que lleva el reclamo. ¿Cuál? ¿Qué reclama esta gente? Básicamente ser tenidos en cuenta en una decisión que los incumbe de manera directa.

Muy en sintonía con la estrategia adoptada por el gobierno uruguayo de “nacionalizar” el conflicto, trasformándolo en asunto “patriótico”, Tabaré Vázquez se negó en redondo tanto a escuchar como a tener en cuenta las inquietudes de Gualeguaychú. Se entiende, se trata de “extranjeros”, y el instalar o no las plantas es una decisión “soberana” del Uruguay.

En Gualeguaychú se atajan: “Qué nos importa lo que hagan en Uruguay, pero que no lo vengan a hacer acá -dice Osvaldo Moussou, ex coordinador de la asamblea-. Si hubieran instalado la planta en Rocha, no tendríamos nada que decir, no estaríamos en la ruta y capaz que ni sabríamos lo que es una pastera”.

Trasmutados en nadie por la postura (“prepotente”, se quejan) del presidente uruguayo, los vecinos se volvieron hacia las autoridades argentinas con igual reclamo aunque con un eco ligeramente distinto: al fin de cuentas, Mitre murió y desde entonces ningún gobierno argentino los tomaría como extranjeros.

La intervención gubernamental fue tardía, errática, casi displicente, desangelada, frente a una población indignada por lo que veía como “provocación permanente” del gobierno uruguayo. “Subirse” a la ruta fue la consecuencia natural aunque desconcertante para el Uruguay, donde se empezó a tomar por complicidad la parsimonia del gobierno argentino ante la interrupción del tránsito en un puente internacional. Ocurre que también en Gualeguaychú se tomaba como complicidad la parsimonia gubernamental respecto a lo que creían -y creen- una agresión del gobierno uruguayo
En el Uruguay, afectado en el turismo -aunque en rigor de verdad menos por el corte que por el elevado costo de vida-, se interpretó como decisión lo que no era y es otra cosa que imposibilidad: ninguna autoridad argentina en sus cabales se atrevería a despejar la ruta, desencadenando la reacción de una ciudad entera.

Y es que Kirchner tiene una mejor lectura del fenómeno que Tabaré, cuyos prejuicios lo llevaron a considerar la protesta como fruto de las veleidades de un grupito ecologista.

También en Argentina se cayó en el error de creer voluntad lo que es impotencia, tal como quedó demostrado en la imposibilidad uruguaya de cumplir su parte del trato: suspender temporalmente la construcción de Botnia, como requisito previo a un encuentro entre los dos presidentes. “Tabaré no existe.

El asunto es con Botnia” fue la conclusión de una asamblea realizada en la ruta, luego de una inoportuna reanudación del corte, apresurada por el torpe intento de dos ministros argentinos de engañar a los asambleístas. O, en todo caso, de reproducir la soberbia que los asambleístas adjudican a Tabaré, al negarle a los abogados de la asamblea la lectura del preacuerdo al que habían llegado ambos gobiernos.

¿Y por casa?

Para el escritor y diplomático Abel Posse, ácido crítico del gobierno, la Argentina es un país sumido en la demencia, de la que el hábito de cortar calles y rutas por un quita de ahí esas pajas, sería un síntoma evidente. Es riesgoso usar categorías siquiátricas en el análisis político, pero de hacerse, convengamos en que la gente no dejó de confiar en las instituciones porque se volvió loca, sino que las instituciones dejaron de ser, o en todo caso, fueron ellas las que enloquecieron.

Esa ausencia de legitimidad institucional le da a la vida política y social argentina rasgos muy peculiares, explicables en nuestro contexto, pero absolutamente incomprensibles fronteras afuera, donde el corte de una ruta, hasta una simple calle, sería -se dice- un acto inadmisible (pese a la larga historia de bloqueos con camiones de productores franceses o españoles en el parto lento que dio nacimiento a la Unión Europea).

También sería incomprensible el motivo que lleva a nuestro país a negarse a establecer un control ambiental conjunto del funcionamiento de la planta. Esta, justamente, sería la salida al entuerto, se sostiene con sospechosa ingenuidad, pero requeriría de una previa reapertura de las rutas.
La propuesta del control conjunto despierta hilaridad en Gualeguaychú “Si ni siguiera pudieron suspender la obra por dos meses, ¿ahora nos van a hacer creer que tienen poder para cerrarla?”

Los gualeguaychenses no creen en nada: son argentinos.
Es un acto de agresión, dice Posse, para quien la tradicional unidad argentino uruguaya y el fortalecimiento del MERCOSUR están por encima de las razones y los intereses de Gualeguaychú. En efecto, se trata de un acto de agresión y así lo sienten los uruguayos y no sólo su gobierno, frente a lo que el sentimiento predominante en Gualeguaychú es: “Les estamos pagando con su misma moneda. A ellos no les importa de nosotros y a nosotros no nos importa de ellos”. Tomá mate.

Ocurre que a los gualeguaychenses la unidad argentino uruguaya y el MERCOSUR les importa un pepino si se lleva a cabo a sus expensas: “Si nos vamos a tener que acostumbrar a la contaminación, que ellos se acostumbren a quedarse sin puente”. Esa sería “la misma moneda”, establece un límite a la discusión y constituye una advertencia.

La explicación de la negativa argentina (más bien de Gualeguaychú) al control conjunto es una batería de descalificaciones mutuas, donde presumiblemente cada parte tiene razón en lo que dice de la otra pero no en lo que dice de sí. Para el gobierno uruguayo, la renuencia argentina se debe a que las pasteras no contaminarán, por lo que se quedaría sin argumentos. Además, alienta -según algunos- o permite -según los más avispados- el corte de la ruta.

Para el gobierno argentino, su par uruguayo carece de decisión -según algunos- o de poder -según los más avispados- para resolver el principal punto de conflicto: el traslado de la planta. Pudiendo haberse instalado en otra parte, se encuentra emplazada en un punto en el que inevitablemente afectará la vida de una ciudad de 90 mil habitantes. La paradoja del caso es que ambos tienen su parte de razón y ninguno está en condiciones de satisfacer las condiciones exigidas por el otro.

Los “hermanos” son de palo

La ocurrencia de Obdulio Varela en el Maracaná (“Los de afuera son de palo”) tiene en este conflicto una cotidiana vigencia y una perversa aplicación. Para el gobierno uruguayo los “de afuera” son los gualeguaychenses, que no pintan en el asunto, no obstante la fácil comprobación de lo contrario. Pero también lo son los ambientalistas uruguayos y los propios frenteamplistas opositores al desgraciado proyecto, como se verifica en el silencio al que se los somete, víctimas en ocasiones de abusos de poder propios de una dictadura.

Que nadie se horrorice acá de que “la izquierda” uruguaya sea capaz de tanto y hasta de exigir la represión popular, y vea la viga en la “izquierda” propia, donde no faltaron ni faltan los que cuestionan a Gualeguaychú la autoridad para decidir por sí, tildando al mecanismo asambleario de “democracia directa” o “plebiscitaria” (idéntica señal de alerta usó nuestra derecha en los tiempos de las asambleas), como si se tratara de defectos y no méritos.

Muchos, afines al gobierno, lamentan que un grupo de vecinos determinen la política exterior. Pero ¿en virtud de qué principios es lícito negar a un pueblo el derecho a decidir sobre su destino?

La evolución del conflicto fue gradualmente revelando su verdadera naturaleza y poniendo al descubierto a sus auténticos protagonistas. Por omisión, desconcierto o simple y llana impotencia los gobiernos ya perdieron toda capacidad de incidencia y no pueden más que dejarse llevar por las fuerzas en conflicto, en espera de que no se demore el fallo de un tercero: la Corte de Justicia de La Haya, donde se acude a llorar como cuñados lo que no se fue capaz de acordar como hermanos.

Mientras tanto, quedan enfrentados a cara de perro los irreductibles vecinos de Gualeguaychú y la no menos irreductible empresa papelera, para cuyos directivos el conflicto se resolverá con el tiempo: la gente se termina acostumbrando, es la palabra oficial de Botnia, que optó desde un primer instante por la política de hechos consumados y la aceleración de las obras.

Estado de impotencia

Prácticamente la totalidad de la así llamada dirigencia argentina, de derecha a izquierda, de gobierno a oposición, piensa sin perspectiva y habla con medias verdades. Para la oposición, el descreimiento general en las instituciones se explicaría por ciertas presuntas esencias del gobierno de Kirchner, cuando la mirada más elemental sugiere que es el gobierno de Kirchner el que se explica por el descreimiento general en las instituciones, fenómeno del que tampoco el oficialismo parece darse cuenta.

Para los Posse y los Morales Solá, todo sería cuestión de un acto de valentía gubernamental que consiste -¡cuando no!-en la represión de los protestones.

Renuente a la represión y muy conciente de sus implicancias -que consistirían en dejarlo, como le estaría sucediendo a Tabaré, en manos de la derecha por el simple procedimiento de tomar sus banderas-, el gobierno argentino no atina a nada y no tiene con qué atinar a nada: ha sido renuente a construir una nueva legitimidad política, social, cultural, requisito sin el cual es imposible tomar ninguna clase de decisión que suponga consenso y estabilidad.

Para el gobierno y lo mejor de la oposición, la entera política argentina debe subordinarse a la integración regional. También el uruguayo habla -a veces- de integración regional. Pero todos lo hacen partiendo del supuesto de que esa integración será posible en base a una sumatoria de superestructuras estatales y gubernamentales enclenques y más bien perdidas a las que se concibe como equivalentes al concepto de Nación.

Difícil creer en esa posibilidad: las naciones latinoamericanas no tienen ni tendrán la necesaria soberanía sobre sí mismas como para que la integración sea el resultado de una suma de naciones. Sus estados se encuentran desquiciados hasta la misma inexistencia luego de dos décadas de neoliberalismo. Las desigualdades internas registran niveles inéditos. Las zonas de alto desarrollo coexisten con las de sudbesarrollo extremo y, fundamentalmente, las clases dirigentes -más aun que sus gobiernos- corren y hasta tardíamente detrás de los acontecimientos, sin jamás alcanzarlos.

La integración regional es otra cosa y debe partir del reconocimiento de una realidad que el conflicto por las pasteras dejó al desnudo: la desaparición del poder decisorio de los estados como no sea para fungir de garantes de un “orden” ajeno, el deceso de los partidos políticos como cauce y síntesis de los conflictos sociales e ideológicos, y en consecuencia, la inanidad o, en el mejor de los casos, la autocracia de los gobiernos.

Ese es el caso del que nos estamos ocupando, en el que gradualmente quedaron al descubierto los dos auténticos protagonistas del conflicto: un pueblo que pretende sobrevivir, y vivir de acuerdo a sus costumbres y aspiraciones, y una corporación económica con una enorme logística internacional, que incluye hasta al Banco Mundial. Todos los demás, son de palo. Lo deja claro una pretenciosa pancarta a la vera de la ruta, en Arroyo Verde: “Gualeguaychú contra el capitalismo salvaje”
Una pelea algo despareja.

Y con implicancias determinantes y gravísimas, según cual sea el punto de interés de cada cual. La reciente decisión del Banco Mundial de otorgar un crédito a la empresa Botnia movió al canciller Gargano a reflexionar: “Este crédito abrirá las puertas a nuevas inversiones”. De eso se trata, de nuevas inversiones en la región que acabarán volviéndola un “polo celulósico” (Tabré dixit) para beneficio de las corporaciones económico financieras y perjuicio de los pueblos que viven en ella y que han venido viviendo de ella. Eso no es la cacareada integración, sino su contrario. En todo caso, será una integración organizada desde Europa. Casas más, casas menos, una nueva conquista de América.

La integración, para serlo, debe ser de los pueblos. Y regional, pero no en el sentido de una suma de estados inexistentes, sino aunando en emprendimientos comunes y una común infraestructura a pueblos que comparten un mismo gran hábitat. El litoral, la cuenca del Paraná-Uruguay, es una de esas regiones, y como tal debe ser entendida.

Mientras los gobiernos y partidos tontean, así lo entendieron las corporaciones financieras internacionales.
Frente a eso, hoy por hoy apenas se yerguen los pueblos, en dispersión, más solitarios pero también más decididos de lo que se cree. Es que peleas como la de Gualeguaychú no se dan por las promesas de records macroeconómicos y un puñado de puestos de trabajo. Son en defensa de lo que ya se tiene y se corre muy serios riesgos de perder.
Será por eso que son a cara de perro.

– Ver Triunfaron los intereses de los países centrales
– Ver La escalada

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