Cuánta mayor incomprensión y crispación zarandea la vida social, con mayor razón se intuye la necesidad de articular modalidades de convivencia civilizada entre sectores y factores que, con intereses diferentes y aun antagónicos, tienden a tensar las contradicciones y dificultar la gobernabilidad democrática.
Hoy, con una crisis económica global, que comenzó en las finanzas pero ya está causando una destrucción masiva de fuerzas productivas en todo el mundo, la revalorización del rol del Estado conduce a a considerarlo nuevamente como garante último del funcionamiento de la economía y la sociedad. Si aquello sucede en el centro de los negocios mundiales, en la periferia -donde la revolución conservadora hizo del Estado mínimo un catecismo incuestionable- son numerosos los países que ponen en el centro de sus preocupaciones políticas la idea de que la economía es un asunto público de cuya adecuada regulación depende la vigencia de los derechos sociales, las condiciones de la gobernabilidad democrática y, en fin, el bienestar general de los pueblos.
En este marco, vuelve a ocupar un lugar relevante la planificación estratégica, la no sólo como el conjunto de decisiones emanadas del gobierno de turno sino como la elaboración de políticas públicas y la determinación de objetivos a largo plazo con la participación de los actores sociales, económicos y políticos comprometidos en su logro.
De este modo, la iniciativa de crear el Consejo Económico y Social (CEyS) implica la decisión política de incorporar a nuestro dispositivo institucional democrático una experiencia que lleva décadas de vigencia en otros países y que aquí tiene antecedentes, tanto en propuestas legislativas (la más relevante se frustró en la reforma constitucional de 1994) como en iniciativas que, aunque más acotadas, apuntan en esa dirección, como el Consejo Nacional del Empleo, la Productividad y el Salario Mínimo, Vital y Móvil, que en 2004, por iniciativa del entonces presidente Néstor Kirchner, reactivó la paritaria nacional multisectorial para determinar el salario mínimo, algo que no ocurría desde 1992.
Se ha dicho que el CEyS, en un marco de crisis de las representaciones políticas y de debilitamiento general de la condición de ciudadanía, es un instrumento complementario de las instituciones democráticas al abrir canales de participación de las distintas expresiones de la sociedad civil, a la vez que establece un ámbito indispensable de procesamiento de los conflictos y de elaboración de consensos alrededor de políticas públicas.
A ello cabría añadir el imperativo que surge de los efectos de la crisis: la retracción mundial de la producción y el consumo repercute gravemente en nuestros países, lo que en el caso argentino requirió de un conjunto de medidas de estímulo a la inversión y de preservación de fuentes de trabajo algunas de las cuales ya se dispusieron y otras llegarán en su momento.
Pero estas políticas anticíclicas requieren de una inteligencia común respecto de lo que está en riesgo: no el margen de rentabilidad de tal o cual sector, no las ventajas o desventajas sectoriales ni, mucho menos, el momento electoral, sino la posibilidad y la necesidad de que esta crisis sirva para acordar políticas de Estado cuya centralidad debe ser, incuestionablemente, aún en condiciones económicas adversas, la solidaridad social.
El CEyS no es un organismo para discutir precios y salarios ni la situación particular de tal o cual empresa . Una representación amplia en su seno, con las entidades empresarias de la industria, los servicios y agropecuarias, las centrales de trabajadores, la comunidad científica y tecnológica, las organizaciones sociales de protección ambiental y desarrollo sustentable, las cooperativas y demás formas de economía social solidaria, además del Estado representado por el Ejecutivo y el Congreso, con cuadros técnicos y políticos de excelencia, generan las condiciones para debatir y acordar las prioridades de inversión en la producción de bienes materiales y simbólicos.
Ya hemos sufrido largamente el famoso Estado subsidiario, que en realidad escondía un Estado pro mercado, a cuyo arbitrio quedaba el devenir de la economía nacional, con resultados devastadores en términos de desigualdad social.
Sería ingenuo pensar que el CDyS será un escenario sin conflictos, excluyente de las contradicciones que devienen de la vida social misma. Pero la pluralidad de su composición, que atenúa las tremendas asimetrías de poder, y la naturaleza convivencial de sus fines servirán a la comprensión colectiva de que es preciso subordinar los intereses sectoriales inmediatos a un proyecto compartido de crecimiento económico y desarrollo social.