Cómo hicimos el 17 de Octubre

En vísperas del Día de la Lealtad peronista reproducimos un fragmento del libro Cómo hicimos el 17 de Octubre, de Ángel Perelman, una crónica en primera persona de un dirigente sindical clave de la gestación de ese día emblemático y del origen del peronismo.

Cómo hicimos el 17 de Octubre, de Ángel Perelman, se publicó originalmente en 1962, y hoy nuevamente ve la luz publicado por la editorial Punto de Encuentro, en su colección Cabecita Negra.  Es una crónica única de aquella movilización de masas sin precedentes en la Argentina. Es, a la vez, un relato histórico y un profundo análisis de los factores que se desarrollaron los meses previos para que confluyera en octubre la explosión del llamado para siempre Día de la Lealtad.

En su prólogo Marcelo Koenig analiza el 17 de Octubre como mito fundacional y símbolo constituyente del peronismo: “una irrupción de la clase trabajadora en la historia, una invasión de la periferia al centro, un protagonismo popular que cambia el rumbo histórico, un acontecimiento que, al construir un nuevo escenario, requiere también de una explicación propia en el plano simbólico.” Su trabajo, atravesado por el Martín Fierro, Rodolfo Kusch, Scalabrini Ortiz, Horacio Gonzalez, entre otros pensadores y relatos,  se mueve en relación con ese nuevo sujeto histórico que nace con este hecho, y con esa nueva Argentina que ya no tiene vuelta atrás: “En la memoria histórica, el 17 de Octubre ha quedado como una verdadera invasión del conurbano. Una apropiación, para algunos indebida, para otros legítima, de “la Capital”, dice.

De formación trotskista, Ángel Perelman siendo obrero y militante decide alejarse del Partido Comunista y conforma en 1943, la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), uno de los sindicatos más poderosos de la Argentina, y del que fue su primer secretario general. Una figura ineludible a la hora de hablar del peronismo. El libro  incluye el fabuloso escrito de Scalabrini Ortiz: “El subsuelo de la patria sublevado”, y un texto de Teodoro Boot. 

A continuación un fragmento del testimonio de Perelman:

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—¿Qué pasa?— preguntamos.

—En Avellaneda y en Lanús la gente se está viniendo al centro— contestaron.

—¿Cómo es esto?

—Sí, no sabemos quién largó la consigna, pero toda la gente está marchando desde hace algunas horas hacia Buenos Aires.

—Pero la C.G.T., en la reunión de anoche —les dijimos—, dio la orden de la huelga general. ¿Qué es esa marcha?

—No sabemos —dijeron esos compañeros—. La cosa viene sola. Algunas fábricas que estaban trabajando, porque no habían recibido a tiempo la orden de la huelga general, han parado el trabajo, pero los hombres, en vez de irse a la casa, enfilan hacia Plaza de Mayo. ¿Ustedes saben algo?

—Lo único que sabemos —respondimos— es que Evita está en un auto recorriendo los barrios y difundiendo la orden del paro general.

En realidad, la idea de volcarse sobre la Plaza de Mayo brotó espontáneamente en el seno profundo de las masas populares, porque de otra manera no hubiera podido surgir.

No hay orden alguna capaz de movilizar a un tiempo a centenares de miles de hombres, mujeres y niños, sino cuándo esas multitudes sienten la necesidad de manifestarse en los momentos decisivos de su existencia.

Nos lanzamos a la calle a restablecer todos los contactos. El teléfono del sindicato sonaba desde hacía dos horas, confirmando todo lo dicho por los compañeros de Barracas. Tratamos de tomar contacto con el cuerpo de delegados metalúrgicos del Gran Buenos Aires. Pero se habían prácticamente diluido en el océano de mil manifestaciones y columnas parciales; las masas habían deglutido a los sistemas de organización sindical y los miles de delegados de fábrica estaban a la cabeza de la muchedumbre, que debía encontrar su unidad a través de cien calles y barrios en la histórica Plaza de Mayo.

A las 8:15 horas pasamos en el taxi de un chofer amigo, cargado de metalúrgicos, por la esquina de Independencia y Paseo Colón, en circunstancias que un grupo de manifestantes era disuelto (y se reagrupaba una cuadra más adelante) por la policía. Ya a los 8:40 de la mañana había unas 1000 personas en la Plaza de Mayo; en ese momento llegaban a ella refuerzos de la Policía Montada. Nos encontramos con un vigilante, bastante desorientado, como toda la policía lo estaba ese día. A nuestras preguntas contestó que en la jurisdicción de la Comisaria 30a la policía intentaba inútilmente disolver una manifestación de unos 10.000 obreros y obreras reunida frente al Puente Pueyrredón.

A esta hora —eran las 9:30 horas— habíamos pintado el taxi con letreros a cal que decían: “Queremos a Perón”.

Seguimos recorriendo los barrios y la muchedumbre nos aclamaba al ver el coche pintarrajeado. Espontáneamente y con los elementos que encontraban a mano, los trabajadores, sobre la marcha, improvisaban leyendas, carteles y cartelones de todo género y con las frases más pintorescas, pero que tenían de común un nombre: Perón.

A medida que pasaban las horas, en ese día sin término y sin fatiga, se repetía el espectáculo, barrio tras barrio: en la calle Belgrano, hacia el puerto, se disolvía sin resistencia un grupo de 40 personas; después seguían caminando por las veredas, con la consigna inesperada que unificó al pueblo ese día: todos a Plaza de Mayo.

Se creó un sistema de comunicaciones que no se fundaba en el telégrafo, sino en la noticia que volaba a viva voz de grupo a grupo y que adquirió una perfección insospechable cuando comenzaron a aparecer los camiones cargados de obreros.

A alguien o a muchos se les ocurrió al mismo tiempo, por obra de la necesidad, la iniciativa de detener un camión, un colectivo, un ómnibus o un tranvía, ordenar imperativamente a los guardas y choferes cambiar de rumbo y dirigirse hacia el centro. La propia multitud —esto lo vimos decenas de veces— tomaba los cables del “troley” de los tranvías, los daba vuelta y el motorman empezaba a manejar el 122 vehículo en dirección inversa. Los manifestantes subían entonces atropelladamente al tranvía, lo ocupaban por entero y se encaramaban a sus techos, mientras que los trabajadores que no habían podido meterse en el vehículo hacían lo mismo con el ómnibus, camión o tranvía siguiente. El sistema de transporte de Buenos Aires adquirió un orden rígido: ese día funcionó en una sola dirección.

A medida que cruzábamos en medio de los más diversos grupos de manifestantes, recibíamos y retribuíamos todo género de noticias, de consignas y de aclamaciones. Así nos informamos con orgullo que en casi todos los grupos había metalúrgicos, a veces fábricas y talleres enteros. Nos dijeron unos manifestantes, que en número de unos 5000 desfilaba por la calle Vieytes, que a lo largo de la avenida Montes de Oca ya marchaba una manifestación que cubría diez cuadras. En todos los barrios, según las noticias que íbamos recibiendo de los manifestantes, la policía estaba intentando disolver y reprimir a la multitud, aunque sin emplearse a fondo.

Después del mediodía, la actitud de la policía comenzó a cambiar. Lo notamos en los numerosos vigilantes que perdían su aire de autoridad. Nos miraban ya sea con una actitud confusa o con una vaga simpatía. La situación se aclaró de repente cuando vimos, a eso de las 15 horas, atravesar a toda velocidad, cruzando en frente de nuestro taxi, a un camión de Correos cargado de vigilantes que gritaban, ante nuestra sorpresa:

—¡Viva Perón!

Archivo General de la Nación

Estábamos en ese momento en avenida San Martín y Donato Álvarez. Inmediatamente nos llegó la noticia de que Perón, que sabíamos detenido en el Hospital Militar, acababa de ser puesto en libertad. Decidimos con el taxista ir hasta Barracas a examinar la situación y propagar la noticia. Al llegar a la avenida Vélez Sársfield se había detenido una inmensa columna, integrada en parte por nuestros compañeros del taller CATITA, que avanzaba hacia el Congreso Nacional. Bajamos a conversar con la cabeza de la columna.

A pocos metros estaba la seccional de policía, con varios oficiales y agentes en la puerta, que nos observaban con atención. Fuimos en 123 delegación a sondear el estado de ánimo de los policías. Conversamos con ellos y de paso les informamos que Perón había sido puesto en libertad. Ya no cabía asombrarse cuando el grupo de vigilantes prorrumpió en un estentóreo “¡Viva Perón!”.

¿Qué pasaba con la policía? Era muy simple, y luego lo comprendimos. En primer lugar, los guardianes del orden tienen una sensibilidad muy especial para distinguir dónde está el poder real y el orden establecido. A medida que transcurría la jornada, al cuerpo de tropa le resultó evidente, por estar en la calle, que no había fuerza policial capaz de imponerse a una muchedumbre de mil cabezas que brotaba de todos los rincones de la ciudad y era incontable e incontenible. Esta muchedumbre, además, estaba formada no solo por hombres, sino por mujeres, niños y ancianos. Los obreros arrastraron a toda su familia a la lucha y, probablemente, muchas mujeres arrastraron a ella a sus hombres. La policía advirtió, en segundo lugar, que el “orden” ya no existía, que el Departamento Central no tenía una idea definida de los acontecimientos que se estaban produciendo, que los agentes ya no sabían bien a quién debían obedecer, pues, en realidad, el poder estaba ya repartido en varias manos, o dicho en otros términos, gobernaban varios y nadie por completo.

La confusión reinante en las cumbres del gobierno, desgarrado por las disputas de los militares, la presión de la oligarquía y el arrepentimiento de muchos oficiales que habían conspirado contra Perón diez días antes por creer que no contaba con el pueblo y que debían ahora admitir que estaban equivocados, se reflejaba en los vigilantes.

A lo largo de ese 17 de Octubre el poder flotaba en el vacío, y si sus azorados dueños no sabían cómo escapar de ese callejón sin salida, menos podían confiar en sí mismos sus ejecutores subalternos. Esa crisis del poder liberó los verdaderos sentimientos de los agentes de la tropa, muchos de ellos provincianos y con bajos sueldos. Desaparecida en el curso de la jornada la presión jerárquica, los vigilantes se declararon peronistas. Rápidamente las manifestaciones, anteriormente disueltas por la policía, siguieron en adelante sin ser molestadas, fenómeno característico de todas las revoluciones popula- 124 res y de toda crisis social que disuelven, por un momento al menos, los signos visibles de la coerción.

Volvimos con el taxi hacia San Telmo. En la esquina de Humberto 1° y Bolívar paramos el coche para arengar a una columna que descansaba un momento allí. En un bar próximo, la radio funcionaba sin cesar a toda voz, transmitiendo las noticias del gigantesco movimiento, sistematizadas por las informaciones procedentes de las comisarias seccionales. En ese momento se detuvo junto a nosotros un pequeño grupo de muchachos que venían coreando el nombre de Perón. El que iba al frente enarbolaba una escoba que en su punta llevaba un letrero. Este decía: “Los que están con Perón, que se vengan al montón”. Y se plegaron a la gran columna. Montonera viene de montón, y no es inútil recordarlo ahora.

Cuando llegamos a Plaza de Mayo, después de nuestra extensa recorrida por los barrios, estábamos afónicos de echar discursos y gritar consignas. Llegaba a la plaza justamente otra gran columna, en la que se habían refundido, desde el Congreso, por Avenida de Mayo, docenas de columnas parciales. Oíamos vocear los más diversos estribillos. Recuerdo uno que decía: “Piantate de la esquina, oligarca loco / el pueblo no te quiere y Perón tampoco”.

Estos cantitos tenían su explicación. Al caer la tarde, por Callao, por las Diagonales, por la Avenida de Mayo, la gente se dividía en dos clases sociales perfectamente distinguibles: los que marchaban por la calle en camisa y los que miraban desde las veredas con traje entero. Estos últimos eran los escasos representantes de la oligarquía y de la clase media que habían desfilado el 19 de septiembre en la “Marcha de la Constitución y la Libertad”, creídos que el país estaba ya en sus manos. Pero el sueño se había desvanecido con las masas en la calle.

Anochecía y seguíamos allí hora tras hora. ¿Quién podría extrañarse que las mujeres y niños se remojasen en la fuente de la Plaza? La oligarquía, aterrorizada y despechada, se burló durante años del espectáculo que dimos esa noche, mal vestidos, transpirados, indignados. Pero, como dijo Jauretche, no estábamos rodeados de artefactos sanitarios, como las damas de la calle Santa Fe.

Al filo de medianoche, después que Avalos y Mercante intentaron hablarnos inútilmente —la multitud se negó a escucharlos—, apareció Perón en los balcones de la Casa de Gobierno. Habló poco. Las aclamaciones y la alegría con que fueron recibidas sus palabras no son para olvidar fácilmente.

Empezamos a regresar a nuestras casas. Esa madrugada, los coroneles Velazco, Molina y Mujica tomaban el Departamento de Policía, el Ministerio de Guerra y la guarnición Buenos Aires, remachando así el frente único entre el Ejército y el Pueblo.

Sobre el 17 de Octubre, ya sabemos qué dijeron los diarios de la oligarquía. En cuanto a los socialistas, La Vanguardia escribió: “La parte del pueblo que vive su resentimiento, y acaso para su resentimiento, se desborda en las calles, amenaza, vocifera, atropella, asalta diarios,74 persigue en su furia demoníaca a los propios adalides permanentes y responsables de su elevación y dignificación”.

El Partido Comunista, rematando su larga carrera de traiciones al país y a la clase obrera, juzgaba nuestras manifestaciones del siguiente modo: “Los pequeños clanes con aspecto de murga que recorrieron la ciudad no representan ninguna clase de la sociedad argentina. Era el malevaje reclutado por la policía y los funcionarios de la Secretaría de Trabajo y Previsión para amedrentar a la población”.

Los comu-bradenistas, en su odio antinacional, ya no sabían distinguir siquiera si éramos o no obreros los que recorrimos las calles aquel gran día. Su completo aislamiento del movimiento de masas, ayer como hoy, es la mejor lección que pudo enseñarles la clase obrera argentina.

Lo que ocurre después del 17 de Octubre pertenece a una historia que ya ha empezado a escribirse, pero que sobrepasa los fines de este trabajo. Solo diremos que la formación posterior del Frente Único Antiimperialista, que triunfa electoralmente el 24 de febrero de 1946 en la pugna Perón o Braden, merece un párrafo especial.

En lo que se llamó “peronismo” desde octubre del 45 en adelante, intervinieron clases sociales distintas, con sus propios intereses y contradicciones, que tuvieron gravitación en el movimiento nacional. Estuvieron desde la Iglesia y el Ejército hasta sectores de la burguesía industrial y de la clase media rural, además del proletariado urbano y de los peones del campo, que fueron el verdadero eje de la revolución popular.

Ese Frente Nacional se mantuvo cerca de diez años y se quebrantó antes de 1955 de manera irrevocable. La Iglesia inspiró los bombardeos de junio, los nacionalistas clericales prepararon la conspiración de septiembre en el Ejército, el propio Ejército fue diezmado por los “gorilas” y ya no es aquel de octubre del 45. La burguesía industrial, por su parte, desertó del Frente Nacional y postula hoy un imposible acuerdo con Estados Unidos.

Pero del mismo modo que el Frente del 45 pudo constituirse gracias a que los trabajadores salimos a la calle el 17 de Octubre, cosa que no debe olvidarse, también se hace necesario recordar que al caer Perón las clases y los sectores señalados abandonaron el movimiento nacional. Tan solo los trabajadores hemos quedado defendiendo las banderas de la Revolución Nacional. Si en la hora del triunfo la clase obrera participó del poder solo secundariamente, y el manejo del Estado y de la economía estuvo en manos de los políticos burgueses del peronismo, en la hora de la derrota y la lucha es precisamente la clase obrera la que se revela, como en el 45, la vanguardia del movimiento nacional.

Ha llegado el momento de pensar que en la futura oleada revolucionaria corresponda a los trabajadores la primacía que deriva de sus justos títulos a conducir la Nación. Ya no deben ser solamente la “espina dorsal” de la revolución, sino también su cerebro conductor. Ese momento anunciará no solo la hora de su independencia política, sino que esa misma independencia política, como clase, garantizará los intereses nacionales en su conjunto, la profundización de la revolución nacional inconclusa y la garantía inquebrantable de que el pueblo argentino no sufrirá un segundo golpe de septiembre.

Punto de Encuentro
Colección: Cabecita Negra
Páginas 127 – ISBN: 9789874465726

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