Quieren algunos que san José de Copertino, patrono de los astronautas y pilotos de guerra, haya sido tan sólo un idiota. Otros, en cambio, ven en su capacidad de elevarse por los aires un don paranormal -el de levitar-inducido por su apasionado misticismo. Se trata de una polémica llamémosle académica que no disuade, ni aun en la peor de las alternativas, a sus imitadores contemporáneos, capaces de alejarse de la tierra no ya por santidad ni por misticismo, sino mediante la palabra y la estupidez, que les resultan sencillas habida cuenta su costumbre de llevar la boca siempre abierta.
“Boccaperta”, tal el apodo familiar de fray José de Copertino. Se lo había puesto su adorada madre debido a que una malformación odontológica, o un trastorno mental, le hacia llevar el belfo permanentemente caído, a la manera de los Habsburgo y de los reyes en general, peculiaridad que le daba un aire estúpido. Pero era un santo, o lo fue, pues si no era herejía, su otro rasgo distintivo (el de remontar vuelo) debía necesariamente ser signo de santidad.
De las acusaciones de herejía lo salvó la orden de los franciscanos, al enviarlo a monasterios remotos, olvidados de los hombres, aunque no de Dios, donde Copertino podía llevar a cabo sus hazañas (más tarde, milagros) sin horrorizar a nadie, aunque sí sorprendiendo a los agradecidos operarios encargados de colocar una cruz en lo alto del campanario de una iglesia, la que fray José les alcanzó en un instante, surcando los aires.
Nunca se supo, ni dejarlo establecido era materia del promotor justitiae (más popularmente conocido como “abogado del diablo”), si la boca abierta de fray José era signo de estupidez o condición necesaria para remontar vuelo, o si la condición era la estupidez en sí, de la cual la boca abierta sería apenas síntoma, o si todo no fue más que obra de la imaginación o la distorsionada percepción de la realidad, otro de los signos distintivos del idiotismo.
En la actualidad, tanto los avances científicos como la observación cotidiana, nos permiten deducir que la boca abierta y la capacidad de remontar imaginario vuelo gracias a una percepción distorsionada de la realidad resultan factores inseparables como rasgos distintivos de numerosos políticos y una proporción enorme de periodistas, que adquieren en algunos casos un grado de perfección con el que el humilde fray José ni habría alcanzado a competir, entrenado como estaba en la práctica del silencio y en remontar vuelo sólo para mayor gloria del Señor. Será por eso que fue un santo y no un idiota.
En la actualidad, decíamos, es hábito de algunos especimenes de homo sapiens el llevar la boca abierta y, ya que está, aprovechar para decir tonterías, dando rienda libre a la más disparatada imaginación, que al fin de cuentas es un modo de volar. ¿O acaso no llamamos así a ese fenómeno físico o paranormal que consiste en alejarse de la tierra?
Hay algunos límites, desde luego, dados por un hecho comprobable: aun los casos más severos de idiotismo permiten cierto grado de conocimiento, de percepción del mundo circundante, de mínima conjetura, si bien no admiten ninguna clase abstracción razonable. De manera tal que la mínima percepción impide a cualquier afectado, hasta a los más severamente aquejados por la dolencia, sostener que el más adecuado reemplazante de Riquelme en la selección de fútbol pudiera ser Mercedes Sosa. Ningún idiota lo imaginaría y ningún idiota lo repetiría, ni siquiera en forma de pregunta. Se sabe: interrogar o interrogarse sobre una idiotez es sólo un modo más de compartirla.
Pero la ignorancia todo lo puede, y dentro de lo que puede, permite a los bocabiertas remontar las alturas hasta mucho más allá de lo que la simple observación de las cosas impediría. Y fue así que a alguno de estos émulos de fray José se le dio por remontar vuelo, con el invalorable impulso de la ignorancia, con una solución “imaginativa” a un problema al que nadie se la encuentra. Seguramente porque, de haberla, será obra de todos los involucrados y no de uno en particular, y siempre y cuando esos todos se centren en el nudo del problema y no en la espuma.
Confundido por un concepto deslizado al pasar por Néstor Kirchner en medio de unos párrafos alusivos a la fábrica finlandesa instalándose en Fray Bentos -el de “contaminación visual”- este José de Copertino de las pampas se puso a revisar su vieja colección de revistas Decoralia hasta que, como Arquímedes, dio con la solución capaz de mantenerlo, también en esto, en la oposición. “¡Ya está, se dijo, lo tengo: una muralla verde!”
Que bonito suena. Y que bonito queda.
Se trata de una hilera de ligustros, arbustos, acaso árboles, útiles para ocultar a la vista de las visitas el feo cuartito de las herramientas, el bombeador, la casilla del personal de servicio, la cucha de Fido, la letrina del fondo. Cosas así.
Y si cosas así resultan adecuadas para disimular el feo hogar de Fido, con sus huesos y deposiciones en derredor ¿por qué no utilizarlas para disimular el feo edificio de Botnia, con todas sus deposiciones?
Tal vez sea cierto que la población de asilos, manicomios y cotolengos esté regulada por la estadística. Ocurre otro tanto con el santoral: si a todos los frailes franciscanos se les diera por levitar a la hora de maitines, fray José no habría sido santo, sino un franciscano más.
Esta regla de oro, gracias a la que el ejército de santos, a pesar de los excesos, no supera una cantidad mensurable, a su vez impide en forma muy eficaz la sobrepoblación de asilos, manicomios y cotolengos al identificar la locura o el idiotismo según una prudente proporción respecto a la población general. También en este caso la ignorancia resulta una ayuda invalorable: cualquier idiota va a pensar que el idiota de al lado es un tipo de lo más normal.
Es por eso que pasan por el mundo, sueltas y como si nada, personas capaces de sostener que un macizo de crisantelmos puede ser una eficaz “muralla verde” para ocultar de la vista el horrendo obelisco de Buenos Aires. Porque eso es lo que están proponiendo, lo que en sí no es grave sino extravagancia nomás, expresión de un idiota o performance de un artista, a condición de que un coro de boquiabiertas no comience a especular, con aire de seriedad, sobre la factibilidad del disparate. Aquí es donde la ignorancia de otros boquiabiertas acude en auxilio del bocabierta jefe.
Nadie perdería un solo minuto de su vida especulando sobre las ventajas y desventajas de Mercedes Sosa como mediocampista creativa del seleccionado de fútbol porque, mal o bien, todos sabemos de qué viene Mercedes Sosa. Pero quienes especulan sobre la “muralla verde” pueden hacerlo porque ignoran absolutamente todo sobre lo que hablan, incluyendo aquellas cosas que podrían advertir a simple vista mediante un viaje de apenas dos horas y media que, entre otras ventajas, los libraría del ridículo.
Con todo, sería gracioso, si no fuera una imperdonable falta de respeto y un insulto a la inteligencia de los habitantes de Gualeguaychú, que debaten sobre un punto que a los boquiabiertas en vuelo les pasa desapercibido: ¿es razonable que una empresa, cualquiera sea, instalarse impunemente en un lugar contra la masiva y explícita voluntad de un pueblo vecino, aunque extranjero, tan sólo porque a las autoridades de ese país se les ocurre que el hecho de encontrarse fronteras afuera priva a cualquiera del más elemental de los derechos?
La moraleja sería que el estar en campaña de electoral no justifica el idiotismo. Tampoco lo justifica la ignorancia de los comentaristas, que la gente al menos merece un poco de respeto.
Cuánto ha pasado desde que fray José levitaba durante sus rezos o se elevaba hacia el campanario, brindando a quienes lo miraban desde tierra un espectáculo algo inquietante, habida cuenta de que, en señal de humildad, prescindía de toda prenda que no fuera su rústico sayo de franciscano. Ese era un santo. Los boquiabiertas de hoy son otra cosa: cuando remontan vuelo no inquietan por su falta de ropa interior ni colocan cruces en los campanarios; simplemente se abocan a dejar caer sus deposiciones sobre los sufridos habitantes del planeta Tierra.