ANARQUISTAS. En tiempos en los que las ideas anarquistas y libertarias han sido reformuladas por la derecha —reducidas a la simple liberalización de los mercados económicos y financieros, sin rastro del ideal utópico de los viejos pensadores—, bien podríamos decir que anarquistas eran los de antes. Mijaíl Bakunin o Piotr Kropotkin, por ejemplo: este último renunció a su título nobiliario y gastó su fortuna en financiar movimientos revolucionarios por toda Europa. También el italiano Enrico Malatesta o el español Buenaventura Durruti, quien, junto a Juan García Oliver, fundó el grupo Los Solidarios, dedicado al robo de bancos para sostener huelgas obreras, acciones revolucionarias o incluso atentados, como el que planearon —aunque nunca concretaron— contra el rey Alfonso XIII, con el objetivo de acabar con la monarquía en España.
A estos territorios –y llegados en las oleadas migratorias desde la vieja Europa– arribaron hombres vindicadores como Miguel Arcángel Roscigna, Simón Radowitzki, quien en un atentado mató al comisario Ramón Falcón, responsable de la muerte de decenas de obreros en la calles de Buenos Aires, durante las protestas conocidas después como la Semana Trágica. En este racconto, claro está, no puede obviarse a Severino Di Giovanni, otro anarquista vindicador, fusilado en la cárcel de la calle Las Heras, donde unos pocos años después corriera la misma suerte el general peronista Juan José Valle, por haberse alzado junto a otros militares contra la dictadura de la Revolución Libertadora.
Cierta aureola romántica cubría el accionar de los anarquistas que optaban por la acción directa contra las acciones del capitalismo y las monarquías. En el film de Lina Wertmüller, del año 1973, Amor y anarquía, hay una pequeña escena reveladora de ese destino trágico al que se entregaban apasionadamente en una cocina, donde una madre lava platos un niño curioso le pregunta:
—¿Mamá, qué es un anarquista?
—Uno que mata príncipes y reyes, y termina muerto en la cárcel.
La elocuencia no deja de ser risueña, más allá de la tragedia. Sin embargo, también podemos imaginar cuál sería el final de los pseudolibertarios de ahora, a manos de los de otrora.
Vale decir también que las ideas libertarias de un mundo sin Estado y sin patrones, pero autogestionado por la clase trabajadora, tuvieron otras vertientes donde la metodología de la violencia estaba exonerada, o al menos no era considerada la mejor herramienta. La creación de comunas, cooperativas y la desaparición del dinero como valor de cambio por mercancías eran el sustento de una utopía humanística, donde algunos adherentes quisieron encontrar, en la América recién librada de los imperios europeos, la tierra fértil para llevar adelante tales propósitos. En ese universo de ácratas, diversos y singulares, se encontraba el hoy olvidado suizo Mosé Giacomo Bertoni o Moisés Santiago Bertoni, tal su nombre castellanizado. Un hombre como pocos, un romántico eficaz.
ROCA. Nacido en 1857 ya de niño Bertoni demostró tener una gran curiosidad científica que su madre alentaba sin cesar, al punto, que a los veinte años, en colaboración con ella, fundó un centro meteorológico en su ciudad natal, Lottigna, en la Suiza italiana. Nacido en el seno de una familia burguesa y culta, el inquieto Bertoni se inscribió en 1875 en la Universidad de Ginebra en las carreras de Derecho y Ciencias Naturales. Sin embargo, abandonó esa ciudad, donde no se siente a gusto, para al año siguiente ingresar a la Universidad de Zúrich y continuar sus estudios de Ciencias Naturales. Allí su vida da un vuelco al conocer a Eugenia Rossetti, de quien se enamoró y con quien compartió ideales. No tardaron mucho en casarse. Ambos asistían a conferencias de los pensadores Kropotkin y Eliseo Reclus, de quienes se hacieron amigos. Son ellos quienes los alientan a viajar a Sudamérica, un territorio exótico, lejano y lleno de oportunidades para realizar los sueños de la acracia. El entusiasmo es contagioso y un 3 de marzo de 1884, partió con su familia en el vapor Nord América rumbo a Buenos Aires. La comitiva era numerosa: no solo viajaba Eugenia, también iban sus hijos Reto Dividone, Arnold de Winkelried, Vera Zasulich Sofía Perovskaia e Inés. En un infrecuente axioma el hijo contagia la locura a la madre, Giuseppina Torriani, que decide abandonar a su marido para acompañar a su hijo en la aventura. El esperanzado Bertoni, también sumó a cuarenta agricultores deslumbrados por las descripciones prometedoras del joven conductor.
La travesía oceánica duró 27 días, y en la mañana del 30 de marzo arribó al puerto de Buenos Aires. Ni bien llegado a la ciudad, se entrevistó con el entonces presidente, Julio Argentino Roca, quien vio en él no a un idealista que soñaba construir una colectividad anarquista, sino a un aristócrata europeo con las ideas apropiadas para colonizar Misiones, donde su hermano Gumersindo, se dedicaba a la matanza de guaraníes para agrandar su latifundio. Con rapidez, Roca le facilitó los medios para que viajaran hasta Santa Ana. Allí se establecieron, y comenzó sus trabajos, que abarcaban varias ciencias, agricultura, botánica, zoología, meteorología y la etnografía. Pues si Bertoni quedó deslumbrado por la exuberancia de los paisajes misioneros, también lo deslumbró la cultura de los guaraníes, con quienes trabó una cautivante relación de amistad y transmisión de conocimientos. Este hecho le jugó en contra, ya que enterado Gumersindo de que la finalidad de Bertoni era crear una colonia comunitaria con los indios, comenzó a perseguirlo con tal saña que nuestro hombre decidió cruzar el Paraná y radicarse en el poblado Puerto Paraíso, en la costa paraguaya. Su paso por Misiones duró poco más de un año, tiempo suficiente para que Eugenia pariera otro hijo, al cual llamaron Moisés Santiago: el primer Bertoni argentino.
PARAGUAY. Lo que no encontró en tierra argentina, Bertoni lo halló en el Paraguay. Donde en 1891, fundó una colonia agrícola de 12.500 hectáreas sobre la costa del Paraná, bautizada con el nombre de Guillermo Tell y conocida hoy por Puerto Bertoni. En ese dominio, se dedicó a los cultivos de café, bananos y cítricos, de modo comunitario. Los ingresos le permitían acometer nuevos estudios de su interés incesante, a la vez de mantener viva la llama de la comunidad organizada –diría un peronista– en torno a la producción agraria y la investigación científica. No hay dudas de que Bertoni era un apasionado, un hombre inagotable que disponía del tiempo de trabajo y el amatorio casi a su antojo, si es que esto fuera posible. A la familia Bertoni se agregaron nuevos hijos con sus nombres muy singulares, Guillermo Tell, Aurora Eugenia, Walter Fürst, Werner Stauffacher, Carlos Linneo y Aristóteles. Un universo cargado de significantes por los cuales se puede conocer otros aspectos de Bertoni y su amada Eugenia.
A esa altura e inmerso siempre en el trabajo de irradiación colectiva, a Moisés Santiago ya lo nombraban como a El Sabio Bertoni. Para ese tiempo llevaba años registrando la periodicidad de las lluvias, vientos y fases lunares. Tal registro lo realizó durante 52 años. Esa fue una de las razones por la cual funda la primera editorial científica del Paraguay, Ex Silvys, en el mismo predio agrario y publica sus ensayos, pero también, El mentor agrícola, conocido popularmente como el “Calendario Bertoni”, donde los datos pluviales resultan indispensables para los agricultores. El libro se siguió consultando hasta los años 90, pero el cambio climático, el calentamiento global, producto del arrasamiento de la selva también arrasó con su obra.
Los días de Bertoni son sin dudas ajetreados. En su estudio de la vegetación descubrió 910 especies nuevas de plantas, a las que clasificó con nombres guaraníes, entre ellas la estevia (Stevia Rebaudiana Bertoni). También asistió a congresos internacionales en representación de Paraguay. En 1910 en el Congreso Internacional Americanista (Buenos Aires) conoce a Florentino Ameghino. No es posible saber si debido a la exposición del argentino sobre la teoría autoctonita, que enunciaba que el hombre americano se había originado en América de manera independiente y sin relación con las otras formaciones humanas, lo cierto es que no trabaron mayor relación, ni ningún intercambio intelectual, más allá de los saludos. Aunque sí, en el mismo evento conoce, a Juan Brèthes, francés, naturalista autodidacta y colaborador de Ameghino, con quien establece una amistad que lo lleva en 1918 a dedicarle el nombre de una nueva especie descubierta, la Montezumia Brethesi. Ese gesto fue devuelto por el francés que le dedico el nombre de un nuevo hallazgo seis años después: la Nortonia bertonii.
GUARANÍES. Sin dudas, los trabajos agrícolas, la escritura y la investigación científica, no le impiden la asistencia a conferencias y eventos. En 1922 Bertoni asiste al Congreso Internacional Americanista, llevado a cabo esa vez en Río de Janeiro, donde presenta su obra: La Civilización Guaraní. Podemos decir que el trabajo de Bertoni con las comunidades guaraníes tiene cierto parangón con el llevado adelante por los jesuitas un par de siglos antes. Ese redescubrimiento y fascinación, por una cultura esplendorosa y sometida por la colonización blanca, lo lleva a estudiar y escribir varias obras.
Ya en 1913 publica un ensayo de 162 páginas, Resumen de prehistoria y protohistoria de los países guaraníes. Ayudado por Eugenia en sus investigaciones y escritura febril, en 1914 publica una ortografía guaraní y ese mismo año, la editorial Brossa de Asunción le edita otro libro, cuyo título hoy volvería loco a cualquier diseñador gráfico: Las plantas usuales del Paraguay y países limítrofes: caracteres, propiedades y aplicaciones con la nomenclatura guaraní, portuguesa, española, latina y la etimología guaraní incluyendo un estudio físico e industrial de las maderas. En 1927 edita en su propia editorial campestre: De la medicina guaraní. Etnografía sobre plantas medicinales. En dicha obra Bertoni destaca que: “Ningún pueblo de la tierra ha entregado a la ciencia médica tantas plantas medicinales como el pueblo Guaraní”. Ese reconocimiento tiene una correspondencia viva y mutua, pues gracias a las denominaciones de Bertoni, el guaraní es con el latín, el idioma más utilizado en la catalogación de flora y fauna. Esta pasión lo llevó a crear un herbario de más de 6000 especies de la flora regional y su colección personal reunió más de 40.000 piezas.
A pesar de los años vividos, nada parece detener a Bertoni. En 1929, con 72 años, se embarca en una nueva aventura: parte rumbo a Foz de Iguazú en una expedición en busca de nuevas especies en la esplendorosa Selva Paranaense. En esa exuberancia tan amada, un 19 de septiembre de 1929 muere a causa del paludismo. Nunca supo Bertoni, que tres semanas antes había muerto su amada Eugenia en la ciudad de Encarnación. El féretro con sus restos fue trasladado de la ciudad brasileña a Puerto Bertoni y enterrado en su finca agrícola, cerca de sus lugares de trabajo, sus montes y de las tumbas de su madre y de su hijo, Carlos Linneo. A la ceremonia de despedida, no solo asistieron autoridades del estado paraguayo, entre los aportes de Bertoni al país donde desarrollo su obra, está la creación de la Universidad de Agricultura de Asunción que hoy lleva su nombre y el Jardín Botánico de Asunción, también asistieron centenares de guaraníes dolidos por su muerte, desde diversas regiones paraguayas, quienes lo despidieron no como a un sabio, sino como a un protector.