Argentina y los desafíos de la diplomacia en el siglo XXI

La actual política exterior, en apariencia basada en necesidades financieras, atenta contra la posibilidad de comenzar a construir un lugar propio en el mundo en gestación.

Cuando Perón apareció en la escena política de 1943 era un coronel del ejército, un típico militar perteneciente al “ala” nacionalista (bastante nutrida y diversa en esa época). Si bien demostró una capacidad particular en lo que hizo a su relación con la clase obrera, ciertamente sus ideas no eran excéntricas para el pensamiento y los debates militares de entonces.

Aunque uno pertenezca a una corriente que valora negativamente a Perón (no me encuentro entre ellos), no puede negar que la idea política del entonces coronel se basaba en una percepción geopolítica sobre el qué hacer en Argentina frente un nuevo orden mundial. Perón expresaba una idea de cómo Argentina debía encarar su lugar en el mundo, uno que se presentaba muy distinto a partir de mediados de siglo.

Las transformaciones en el modo de producción capitalista, los equilibrios entre potencias, la cuestión socioeconómica y los cambios culturales, anunciaban la necesidad de una nueva política. Perón lo expresó centralmente en 1944 en la UNLP; lo volvió a plantear en la Escuela de Guerra en 1953, ya con varios años en el poder y con el mundo de posguerra desplegado. Y lo hizo de diferente forma a las diferentes clases que interpelaba, fueran trabajadores o empresarios. Lo esencial era mantener el sentido, al menos en lo que hace al encuadre geopolítico de su pensamiento, en sus objetivos de hacer del estado argentino una nación potente e independiente.

El diagnóstico no era una novedad de Perón ni de los militares nacionalistas. Los Forjistas venían planteando estos temas, quizás hasta algunos comunistas como Ernesto Giudice lo habían indicado, o marxistas como Manuel Ugarte. La misma oligarquía ya había visto en 1940 (de la mano de Pinedo) el cambio de hegemonía mundial y la necesidad de tomar nota seriamente. Lo que Perón y sus compañeros expresaban como destacado, novedoso, era una visión geopolítica de “defensa nacional”, (en parte) emanada desde las FFAA, lo que daba al tipo de salida que proponían una nueva dimensión. Ya no se trataba de una “oposición” como la FORJA, o el “continuismo inteligente” de Pinedo. Perón y los suyos tomaban nota de la situación mundial y pensaban un proyecto para ubicar a nuestro país con mayor nivel de independencia en el concierto de naciones, aprovechando los momentos de crisis y transición.

A lo largo de su vida siempre mantuvo esta perspectiva geopolítica, que es la englobadora de todas la demás, inclusive de sus péndulos y vaivenes. Una perspectiva hacia el cono sur. Una Latinoamericana. Un rechazo a la alineación en bloques mundiales. Un cierto distanciamiento mayor del bloque soviético en un inicio, disminuido con el tiempo, por algo más equilibrado. Un enfrentamiento con EEUU (un imperialismo real que actuaba sobre el continente, no “ideológico” como la URSS) que se arrastraba desde la política tradicional argentina (más cercana a Europa) y que ahora se potenciaba con el rol tutor indiscutido que pretendía la Casa Blanca en el continente.

Una política internacional que no cambió, y que fue solo acomodándose al surgimiento de decenas de nuevas naciones en lo que sería el tercer mundo. Por eso, aun en 1973/74, Perón sostuvo a Cuba e ingresó a los no alineados. Orientó las relaciones económicas hacia la URSS, el tercer mundo y Europa. Intentando siempre acordar con nuestros vecinos, sin ceder ante gobiernos que podían (y muchas veces, elegían) cometer atrocidades. Poniendo los intereses regionales antes que los vaivenes de la política interna (fueran Allende o Pinochet, de los cuales, y sin importar el desprecio de algunos, estaba más cómodo con el primero).

Sus ideas geopolíticas debían sostenerse mediante dos pilares. Uno, un desarrollo industrial autónomo, que rompiera el esquema de exportador de bienes primarios e importador de todo lo demás. Asociaba el modelo agroexportador a la incapacidad de defensa nacional en un mundo de naciones competitivas.

En segundo lugar era vital impulsar una reforma social avanzada, que no afectara la subsistencia de la burguesía nacional como conductora de sus empresas, pero asociando a las organizaciones obreras a la conducción del estado (inclusive incorporó “agregados obreros” a las sedes diplomáticas). A esto se sumaba una fuerte presencia del estado en sectores clave de la economía. O sea, un capitalismo controlado y una democracia “integral”: la comunidad organizada.

En general, estas ideas (muy sintéticamente presentadas) se basan en una concepción de “defensa nacional” presentada por el alemán Von der Goltz cuando, en el 1900, su imperio buscaba “su lugar bajo el sol”. Autonomía industrial e integración social. Objetivo: la potencia argentina. Aquí encontramos el “común denominador” de las ideas peronistas, que deberían acomodarse a la realidad de la estructura socioeconómica nacional y del sistema mundial cambiante. Uno puede no coincidir y/o considerarlas inviables, “burguesas”, pero no dejan de ser un proyecto de largo plazo.

El mundo hoy

El mundo se encuentra actualmente en una situación de cambio, en la transición de una forma de capitalismo a otra, de un orden mundial a otro. Es una etapa de movimiento, una oportunidad de abordarla con un pensamiento audaz, de largo plazo.

El escenario que enfrenta a los países del mundo es la disputa entre un mundo globalizado, regido por instituciones internacionales, derecho transnacional, mercados soberanos globales, cultura transnacional, etc.; en este panorama se alza una oligarquía global que domina a una masa indiferenciada de sujetos individuales. Esto último choca de frente con la idea de un mundo pluripolar de naciones en competencia, sin claras hegemonías. Donde las disputas son definidas por relaciones de fuerza más tradicionales, y la soberanía e identidad nacional o regional se ubican como primordiales. No es que una opción deseche el poder de las grandes potencias capitalistas, ni la segunda promueva un mudo de naciones iguales, ni por lejos. En ambas la dominación se manifiesta. Lo que ocurre es que en una la soberanía nacional desaparece y la herramienta del Estado pierde su centralidad en los países dependientes, salvo como subsidiario en tareas secundarias o de ordenamiento local de los dictados generales estratégicos propugnados desde los centros de poder.

Aun dentro de ese análisis general, el rol que cada país asuma dependerá de sus dimensiones, de su capacidad como colectivo nacional de controlar y desarrollar sus propias fuentes de poder y riqueza. En esto es clave poseer una política de largo plazo, racional y realista, orientadora. El timón del estado puede ser tomado para conducir el barco por un camino que implique discutir y confrontar para seguir la propia ruta. O para conducir el barco del estado en el marco de la geopolítica de otros Estados u organizaciones globales. Nada de eso asegura la paz, ni interna ni externa. Salvo que, como sentenciaba Clausewitz, ante cada desafío cedamos hasta desaparecer, ya que la lucha comienza no cuando el agresor avanza, sino cuando el agredido se defiende.

Pero por más que seamos una hoja en la tormenta, las competencias entre poderes son violentas. El sistema capitalista es lucha y despojo permanente. Por lo tanto (y más en una transición en disputa), se genera inestabilidad y conflicto. Consideramos que la política internacional asumida hasta ahora, además de parecer errónea por no sostener con capacidad los principios tradicionales ni del peronismo ni del país -al buscar apoyos en el poder dominante a través de concesiones-, es más riesgosa que encarar una dirección propia. Esta perspectiva implica buscar la negociación y la amistad en un rumbo elegido por nosotros, no por otros. Las concesiones sólo sirven para alimentar la ambición sobre un territorio de saqueo que (por el momento) se ve débil.

Las relaciones exteriores en concreto

Es claro que orientarse hacia una política de RRII que contemple un grado de equilibrio entre estados y priorice la soberanía, que trabaje por un mundo donde no se imponga una única visión, sin incorporarse resignadamente a una globalización oligárquico posmoderna, es provechoso para Argentina. Lo es también asociarnos a estados que sostengan la construcción de un mundo sin tiranía de instituciones globales homogeneizantes, antidemocráticas. En definitiva, la apuesta debe ser por la construcción «pluripolar»: sería la más cercana a una concepción “realista” para un país mediano y de altas potencialidades como el nuestro.

Esa concepción es antagónica con la línea que hegemoniza en el FdT desde el día de su asunción. La visita a Israel, como primera en la agenda de viajes al exterior, fue un hecho demasiado fuerte como para ser ignorado. Podría pensarse como una concesión en Medio Oriente, ante la lejanía de ese escenario con nuestros intereses inmediatos, en aras de ablandar al núcleo más reaccionario de la política mundial y en relación a la delicada situación financiera Argentina.

Pero aun eso sería un error partiendo de la experiencia, ya que la política de Israel no se circunscribe a Medio Oriente, la extinción de los palestinos, o la obtención de “fronteras seguras”. Se trata de una política global, contraria al desarrollo independiente de un proyecto nacional propio, como se manifiesta en la injerencia interna de Israel en lo económico, legislativo y en seguridad.

En apariencia, nuestro gobierno ha dejado de lado una visión geopolítica de un rol argentino en el nuevo ordenamiento en construcción, en favor de conseguir desahogo económico -específicamente en el frente externo-. La coincidencia -en el mismo día- de la llegada del FMI (para acordar sobre la deuda externa) y el voto en contra de Venezuela es la razón de aquella sinrazón.

A menos que se trate de convicción, tal como el menemismo/Cambiemos con su doctrina del “realismo periférico”: entraba la idea de agrupar a Argentina tras el poder regional dominante y conseguir ventajas en ese alineamiento. Teniendo en cuenta que la mayoría de los países latinoamericanos votaron esa resolución, podría ser el retorno de esa línea de sumisión. Pero la menemista era una política firme y seria, articulada con otra batería de medidas muy coherentes en lo interno y externo (pacto extra OTAN, acuerdos de Madrid, concesiones gravísimas en Malvinas, reforma del estado, destrucción de la industria para la defensa, convertibilidad, etc, etc,). Una política sistemática y por convicción. Ahora parecería que carecemos de toda convicción que no sea la de un contador de un comercio frente a la AFIP. E incluso ese personaje es más vivo -y hace doble contabilidad-.

Es de destacar que el discurso de Alberto Fernández ante la ONU fue cercano a la agenda del globalismo, sosteniendo un matiz progresista. El Frente de Todos no tiene la coherencia entreguista del menemismo, más bien parece carecer de una línea definitiva. Al menos aún no hemos abandonado la expectativa de que el proceso de “derechización” boliviano sea irreversible, pero la excesiva “moderación” y “búsqueda de consensos” permite que el gobierno sea muy corrido por la crisis y las presiones del poder económico. Eso es así por la idea de no llevar adelante cambios en la estructura de acumulación que impliquen chocar con intereses fuertes. Solo hacer lo que se pueda concertar con el poder.

Por ello, en el frente externo se deja de lado toda política que no consensúe con el poder dominante en nuestra región. Una política que consideramos equivocada. Consecuencias de la misma serán las que pagaremos por generaciones si no se corrige. Entre una alineación vergonzante y una oposición rimbombante, existe una serie de matices; entre ellos, la abstención de México. Posición que imaginábamos normal para argentina, cuando, además, se había planteado que el acuerdo con México podría ser un eje de contención suave del avance de la derecha regional. El mundo, en disputa entre nuevas potencias, con desorden, con el declive secular de EEUU, abre un abanico de posibilidades mucho más amplio que en momentos de estabilidad hegemónica. La cuestión no es “un voto” o “un discurso”, sino una concesión geopolítica.

El caso Venezuela

La crisis venezolana lleva unos cuantos años. No todo es agresión extranjera, hay un grado de incapacidad económica por diversos errores en el desarrollo de un modelo que genere riqueza. Una puesta en primer plano del discurso y los valores frente a la eficiencia y desarrollo productivo, lo cual lleva a graves tensiones económicas y políticas, como el actual enfrentamiento con el Partido Comunista y otros aliados del PSUV.

Quizás estas tensiones estructurales tengan raíz en la matriz rentística de la sociedad venezolana y cierta corrupción que eso genera en el Estado. Lo político se cruza con una situación de empobrecimiento parejo del que no aciertan en salir. Eso genera un escenario favorable para operaciones internas y externas que buscan el cambio radical de régimen. Un cambio que irá más allá de lo político, sino de todo el modelo económico y social, y de la ubicación internacional del país.

El derrumbe del PBI va más allá de una crisis, una devaluación, o los precios del petróleo, y no puede ser compensado por una política de distribución a los sectores más afectados. La tensión política extrema, que algunos describen como guerra de quinta generación -pero que sin problemas podemos identificar como una guerra civil de baja intensidad con intervención política externa-, conlleva la existencia de enfrentamientos, ataques de diverso tipo al estado y represión estatal. Todo esto le permite a la OEA -encabezada en este caso por la “socialista” chilena Michelle Bachelet- hablar de “violaciones de los DDHH”. Perder de vista la situación política de Venezuela al hablar de DDHH es vivir en un mundo de ángeles o ser malintencionado. Cualquier análisis comparativo no dudaría de colocar a varios estados latinoamericanos en una situación peor, inclusive a los EEUU.

Venezuela no deja de ser un elemento en un tablero geopolítico, donde lo que está en juego no es la democracia venezolana ni la eficiencia del sistema, sino el ordenamiento regional. Un ordenamiento que, de cumplirse la estrategia de la cual es parte la condena de DDHH, solo consolidará la subordinación regional.

Cierto es que suponer un fracaso en el periodo de mandato de Maduro tan grande como se indica, no favorece mucho. Pero también es cierto que, tras años de ataques, Maduro se sostiene. Y claramente la ayuda a Venezuela no se logra por el lado de la OEA, ni de la CIDH, ni ninguna de esas instituciones.

Un párrafo aparte merece el tema de DDHH, los cuales son la herramienta selectiva de condena e intervención del poder internacional. Argentina debe estar al margen de esas trifulcas (salvo que entren en categoría de exterminio). Con la política de DDHH, las potencias occidentales y el poder global buscan intervenir para alinear. Así lo hicieron en Irak, Yugoslavia y Siria; así también se mantiene presión sobre Cuba, Irán y hasta la misma Rusia o China. Todo esto no sirve para justificar ningún atropello, solo para indicar que el mundo no se divide en respetuosos de los DDHH y violadores, sino en intereses. Lo importante es la soberanía y el arreglo de los problemas internos sin intervenciones malintencionadas. O más bien, sin intervenciones orientadas por la hegemonía norteamericana sobre nuestras naciones, o por disputas inter poderes que juegan sus fichas en suelo latinoamericano.

El ayer y el hoy

Pero volviendo al principio. Esto queda de manifiesto al observar el staff que integra el ministerio de RREE: mayoría de funcionarios alineados a la carrera diplomática internacional, y por lo tanto al globalismo. Creyentes en el derecho internacional como algo sustantivo y no como producto de las relaciones de fuerzas. Un funcionariado ajeno a la idea de intereses nacionales. El Derecho Internacional es una relación de fuerzas, debe ser subsidiario de las relaciones internacionales -y esta de la geopolítica nacional-. Esta diplomacia solo nos lleva a la sumisión.

De una política de RREE regida por esos principios y acuciada por la necesidad financiera y una conciencia de debilidad asumida como insuperable, no saldrá una línea estratégica que oriente las próximas décadas. Siguiendo este rumbo perderemos una nueva oportunidad, y las consecuencias se sentirán también en los pocos temas sustanciales que el estado reserva a la soberanía, como la política y economía doméstica, y la política social.

La política internacional es una expresión clave en la política de los estados. Siempre hubo cancilleres. Articulada con ella está la cuestión de la defensa nacional y las FFAA, la cuestión de las finanzas, la economía y el desarrollo industrial, etc. Si se cede en aquél ámbito se está cediendo en todos estos. Y solo se reserva para los argentinos y nuestro proyecto áreas de menor incidencia estratégica.

Es interesante recordar que la posición argentina se mantuvo en general distante y recelosa de la hegemonía norteamericana en el continente. Con mayor o menor actividad, la política internacional de nuestro país vio en los intentos de EEUU de crear un sistema regional un hecho que, de concretarse, establecería una hegemonía y un tutelaje. Fuera por la vocación europea de nuestra elite, o por periodos de predominio nacionalista, o aún en regímenes tan occidentalistas como los de la “Revolución argentina”, la convicción de que seguir a EEUU en sus proyectos regionales más ambiciosos implicaba resignar políticas propias y autonomía era conciencia clara en RREE.

Si bien hubo intentos regionales anteriores, es en 1889, fecha de inicio del primer Congreso Panamericano (celebrado en Washington) cuando podemos indicar que se inicia la historia de la diplomacia moderna. Es lógico: desde 1880 aproximadamente es que podemos hablar de la consolidación del Estado argentino moderno, y es para esa época que el mundo entra en la era del imperialismo.

Allí, la delegación argentina frenó las ambiciones norteamericanas de crear una especie de Zollverein (unión aduanera a la alemana). Postura ampliamente elogiada por Martí. En 1906, durante el segundo Congreso, la misma oligarquía -bajo el gobierno de Roca- planteó la “Doctrina Drago” de reconocimiento de la soberanía absoluta de los Estados, en contraposición a la remozada doctrina Monroe de Teodoro Roosevelt y la intervención armada inglesa, alemana e italiana sobre Venezuela para cobrar la deuda externa (que atacaron el hermano país). El roquismo lo hizo con firmeza, la suficiente para establecer que no se podía intervenir en países por cuestiones de deuda y que EEUU debía ser parte, pero no juez en el sistema regional.

En los ‘30, la diplomacia argentina se estableció al margen de los EEUU, con una articulación latinoamericana en relación al conflicto entre Paraguay y Bolivia, quizás por fantasiosos intereses petroleros que enfrentaban compañías inglesas y yanquis. Aún los militares de la Revolución Argentina se enfrentaron con EEUU y Brasil frente al intento de crear una fuerza militar común panamericana y contra la dependencia de los ejércitos respecto de armas y tecnología.

Irigoyen enfrentó las presiones de intervenir contra Alemania en la primera guerra mundial. Y el peronismo mantuvo una posición de fuerte acción en la política internacional buscando la articulación a nivel regional frente a los poderes mundiales, teniendo diferentes roces y enfrentamientos con EEUU, sosteniendo la “tercera posición”. Cada régimen tuvo sus razones e intereses, pero siempre hubo una conciencia de lo obvio: la geopolítica norteamericana para la región tiene un objetivo de máxima que es hacer de todo el continente su espacio propio y subordinado. Precisamente eso atenta contra la capacidad de decisión local y las posibles orientaciones alternativas en las relaciones con otros países e intereses en el mundo. Inclusive el nefasto “proceso de reorganización nacional” sostuvo una cierta autonomía en lo diplomático.

Todo esto fue tirado por la borda con el menemismo. Menem, Cavallo, Di Tella, Escudé y toda una caterva de diplomáticos y economistas iniciaron un camino cuyo andar y entramado de tela de araña parecen aferrar, más que nuestra estructura, nuestra conciencia. Se estableció un sistema disciplinado a la diplomacia mundial globalista y de aceptación automática de la potencia dominante regional: el realismo periférico. Instituciones paraestatales (como el CARI) coparon por dentro y el entorno del mundo de las RREE. Los diplomáticos se alienan a la carrera trasnacional como profesionales “asépticos” en el área menos aséptica de la política nacional. Lo que evidentemente ignoraban es que los lineamientos globalistas y de alineamiento automático son “viables” en un “mundo unipolar” y con el “fin de la historia”. Es decir, inviables por mucho tiempo, por lo que hoy resultan anacrónicos (y hasta destructivos).

Algunos lineamientos de recuperación de autonomía en decisiones de política internacional se vieron durante el kirchnerismo. La creación de foros latinoamericanos como la UNASUR, la CELAC, y una serie de embriones de políticas e instituciones regionales que podían ser autónomas frente a otros bloques mundiales. Esto frenó la apuesta geopolítica norteamericana del ALCA, revitalizando la idea de “pluripolaridad”. Sin embargo, estos órganos resultaron débiles y superficiales, y el macrismo los desarmó aceleradamente. Hoy es difícil pensar en retomar ese camino en forma inmediata. Pero la soberanía se construye desde las partes y desde el todo, con una estrategia de largo plazo estable, y el movimiento en ese sentido crea los amigos y aliados.

El actual gobierno del FdT surge con el respaldo de sectores populares que se identifican con políticas soberanas. Lo cual no quita que, como estructura política, sea más compleja y contradictoria. El camino que está marcando en las relaciones internacionales no es el de la recuperación de la autonomía nacional, ni el de sostener el timón del Estado para ingresar al nuevo orden internacional con un lugar propio. Aún estamos a tiempo de tomar el rumbo que expresa el movimiento popular, de poner eje en una identidad acorde a la agenda soberana y no la globalista.

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