Rodrigo Codino*
Quienes se acercan a la criminología desde otros ámbitos suelen pensar que es una “ciencia” y como tal esconde verdades incontestables sobre “el criminal”. Al “delincuente”, entonces, se lo imagina con características propias y específicas; se supone que su estética, su clase o su epidermis lo condiciona como tal.
Modernamente, las neurociencias hacen pensar que su cerebro contiene la razón de su actuar en el lóbulo frontal y, por tanto, una lesión puede ser la causa de su conducta delictiva. Aunque todos estos estudios omiten algo esencial: la mente estudiada es aquella que ya fue seleccionada mediante un encierro y no se estudia la mente del genocida ni la del gobernante porque nos llevaría hacia otros senderos más nebulosos. Nada más lineal y reductor para hablar de una conducta desde una disciplina que se llama “científica”: primero se atrapa a alguien, después se lo estudia enjaulado con métodos dudosos y luego se sacan conclusiones propias de la literatura fantástica sobre su accionar.
Justo es señalar también que desde una criminología crítica se dijo que los brazos de los Estados cometían más crímenes que los individuos por lo que algo no cerraba en aquel razonamiento criminológico tradicional. La denuncia de la violencia institucional fue más que novedosa desde los años 70 pues puso en evidencia que el que manda puede ser más criminal que quien obedece; el creador de normas un verdugo.
Hablar de criminología pareciera sinónimo de hacerlo con los que saben, con especialistas o con académicos, que dedican su tiempo a escribir o a pensar cosas semejantes desde un laboratorio o desde un claustro. Nada es más incorrecto pues a veces desde otros ámbitos pueden ampliarnos la visión mucho más que una tonelada de papel universitario.
Pensar en delitos del poderoso no fue una invención de los criminólogos críticos; más bien una muestra de sentido común. Con distinguida pluma Andrés Calamaro nos alerta que “perdimos estabilidad”, que “no sabemos de qué lado vamos a quedar parados”. El cantante nos indica que “en nuestra vida real siempre fuimos decadentes porque tuvimos la libertad apretada entre los dientes”; que en el poder existe “gente fina y delincuente”. Nos advierte incluso que existen drogas legales como una “esperanza negra” y que para obtenerlas solo basta pedirle a nuestra propia “suegra”.
Mientras que el tóxico legal permite a muchos deleitarse sin ser penados, las más de las veces con el ilegal el castigo es severo para los de abajo: se encierra con pena prolongada el consumo de una planta si es que no se cae como una mosca en el recorrido distributivo de un polvo blanco y no justamente por los efectos de la droga, sino por una guerra punitiva declarada que, como fenómeno similar a la venta de armas, solo ganan algunos, pero perdemos casi todos. Nada más certero que el “Clonazepam y circo” de los tiempos modernos.
Manifestar el deseo por la combustión de una flor pareciera inofensivo en cualquier escenario, pero se transformó en los años 90 para el cantante popular en un laberinto sin salida del entramado judicial: estuvo penalmente procesado por la justicia por más de diez años. La imaginación es fecunda en el sistema de operadores de justicia o de injusticia. Esta señal venía desde el máximo tribunal de justicia de la Nación que describía un efecto “contagioso” en la drogadicción y una tendencia a “contagiar” de los drogadictos que, como hecho público y notorio, los magistrados supremos elevaron a una “verdad objetiva que los jueces no podían ignorar” (fallo “Montalvo” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación).
La riqueza que aportan los escritores, los cantantes, los músicos a veces es mucha más profunda que el voluminoso recorrido de páginas interminables de laboriosos intelectuales.
Alcanza que un maestro del lenguaje como Andrés Calamaro, nos poetice que a la “hermana más hermosa” “la conocen quienes la perdieron, los que la vieron de cerca irse muy lejos y los que la volvieron a encontrar”, es decir, “la conocen los presos: la Libertad”.
En un homenaje a Víctor “el Frente” Vital, víctima de violencia institucional, Calamaro señala con precisión que corresponde cantarle a la libertad de manera urgente cuando “ladra la moral, en modal inquisición”. Esto no es ni más ni menos que la denuncia del músico con conciencia social hacia un sistema penal injusto que solo persigue chivos expiatorios previamente inferiorizados, lo que traducido no son otros que nuestros pibes morenos con gorrita que pueblan nuestras prisiones.
En “My mafia”, el nuevo himno de Calamaro que profesa la lealtad y su cercanía a los sectores más vulnerables, nos dice con agudeza que su declaración es “del corazón y de la cabeza” para señalar que se puede contar con él para sentarse en la mesa de los “bandidos”.
La valiosa prosa de nuestro poeta latinoamericano supera cualquier elaboración teórica pero se transforma en acción cuando visita, silenciosa y permanentemente, las cárceles brindando un saludo afectuoso y una mano a aquellos que perdieron a su “hermana más hermosa”.
El compositor popular se vuelve un criminólogo no académico, sabe que no alcanza el discurso sin acción y en ello radica la importancia de su melodía.
Mientras el Salmón nos enseña que la criminología no se encuentra únicamente en la academia, que no se agota en libros especializados, es conveniente seguir nadando contra la corriente y, sobre todo, escuchando a todo volumen el compromiso político con los últimos de la fila.