Al conmemorar el Día del Holocausto en un acto organizado por la DAIA, el presidente Kirchner enfatizó «la falta de memoria» con lo que fustigó al mismo tiempo tanto a quienes niegan que aquél genocidio haya tenido lugar como al pequeño grupo de concurrentes que lo silbó. Kirchner trazó un hilo conductor entre aquel genocidio y los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA, al decir que en ambos casos se trata de recordar en la lucha de tratar de evitar por todos los medios que masacres similares se produzcan, y recordó que fue durante el menemismo cuando se produjo el atentado y se procedió al encubrimiento de sus responsables en medio de una orgía de destrucción de pruebas, un modo elíptico de recordarle a la DAIA su clamorosa complicidad en aquella maniobra.
Kirchner está alineado, más que con Israel, con «la cole» judía de Nueva York, ciudad a la que ama. Quiere llevarse bien con Estados Unidos en lo que hace a la «guerra con el terrorismo» porque lo considera un requisito imprescindible para poder seguir avanzando en la integración sudamericana en general (y con Venezuela en particular) sin que Washington lo desestabilice. Y entiende que dicha cole de NY, sus instituciones, son una herramienta insustituible para lograr ese objetivo.
Esta política ha sido delineada por el canciller Jorge Taiana, que la ejecuta en línea directa con su par brasileño, Celso Amorim. Brasil y Argentina apuestan a que, siendo George W Bush un cadáver político, y hasta tanto asuma una nueva administración demócrata, el alineamiento en «la guerra contra el terrorismo» será únicamente verbal (los aportes en efectivo y con efectivos se efectúan en otros mostradores, por ejemplo en Haití) y un precio razonable para poder seguir avanzando en la integración sudamericana sin Estados Unidos ponga palos en las ruedas.
Dentro de esta política, el cónsul Timerman es una pieza clave por su pericia y por gozar de la absoluta confianza del Presidente y de su esposa. Las diferencias entre Brasil, Argentina y Venezuela, y entre sus presidentes, que las hay, son claramente secundarias ante la firme voluntad común de avanzar a paso redoblado en la integración continental.
Mientras en Israel la institucionalización de la Shoah es casi una religión de Estado, se demolió el yiddish, que es lo mismo que decir la memoria judía anterior al holocausto y a la creación del estado de Israel. Éste, cuantitativamente, bueno es recordar, supone sólo un centésimo de la milenaria historia hebrea. E incluso, noticias de última hora indican que se ningunea e incluso maltrata a los ya muy ancianos sobrevivientes de los lager (Una disgresión: no dejen de leer el reciente libro Dilemas de la memoria. La vida después de Auschwitz, de Jack Fuchs, el irónico hermano de Primo Levy que nos ha tocado en gran suerte).
En síntesis: mientras haya gobiernos fascistas en Israel, todo lo que haga el gobierno de Kirchner para congraciarse con la buena gente judía que sigue conmemorando el levantamiento del gueto de Varsovia refulgirá como un diamante sobre el barro.
Es por estas razones que estoy seguro de que, excepto que se produzca milagro, con la ¿investigación? de los atentados nunca pasará nada, ya que no existe la menor prueba digna de tal nombre contra Irán e Hezbollah, e Israel, Estados Unidos, la policía argentina y los menemistas mal arrepentidos (entre los que revista, sin ir más lejos, el ministro de Justicia, Alberto Iribarne) no quieren que se las reúna contra quienes verdaderamente pusieron las bombas.
Desde aquí, lo único que podemos hacer es reclamar que los autores materiales (que son argentinos nativos o naturalizados y viven entre nosotros) sean identificados y atrapados. Pero debemos saber de antemano de la extrema dificultad de una tarea cuyo éxito pondría en evidencia a quienes y por qué contrataron los servicios de los sicarios… que es, precisamente, lo que Israel y Estados Unidos no quieren que se sepa, tal como explico en mi último libro “Narcos, Banqueros & Criminales. Armas, drogas y política a partir del Irangate”, editado por Editorial Punto de Encuentro en 2006 y publicitado en la portada de este sitio). Y esto es así porque no podemos esperar la menor ayuda abierta del gobierno nacional, que no quiere malquistarse con dicho eje, apenas camuflado, el vero eje del mal.
Es muy fácil acusar al gobierno de cinismo e hipocresía, pero se incurre decididamente en la última si no se reconoce que aquella política es la más razonable en tanto y en cuanto no hay ningún sector importante de la sociedad argentina al que le interese e impulse el develamiento de la verdad. ¡Ni siquiera dentro de la colectividad judeo-argentina!!
Para colmo, muchos de los que a primera vista parecen pelear por la verdad y la justicia, en realidad están siendo financiados, directa o indirectamente, por el mismo príncipe de las tinieblas que ordenó poner las bombas.
Debatir de buena fe con gentes que están a sueldo y lo niegan es hacer el tonto. Entre 1994 y mediados de 1997, primero como parte de un equipo y luego individualmente, yo estuve a sueldo de la AMIA, con el encargo de descubrir la verdad. No tardé demasiado en darme cuenta de que el abogado de la mutual hebrea no quería ¡ni por asomo! que las verdades descubiertas fueran expuestas, sino sólo alguna partecita, cosa de poder negociar, de apretar a un gobierno, como el de Carlos Menem, que tenía el tujes muy sucio (es bueno recordar que meses después del ataque a la AMIA, Rogelio García Lupo profetizó que jamás se descubriría nada, porque a poco que se investigara, se toparía con familia política del entonces presidente, y con otros íntimos, agrego yo).
A pesar de todo, este vínculo era la única manera que tenía de acceder al expediente.
Ha pasado casi una década desde que dejé de trabajar para la AMIA, publiqué mi libro, recibí una andanada de telegramas de la DAIA acusándome a causa de él de… ¡antisemita! y lo presenté en el programa de Mariano Grondona, donde polemicé con éste y con el presidente de la DAIA, el banquero Raúl Beraja, aliados en la tarea de desviar las culpas sobre supuestas «células dormidas» de «fundamentalistas islámicos». «¡Dios no tuvo nada que ver!», advertí entonces, unas pocas horas de que al conmemorarse el tercer aniversario del ataque, Beraja fuera estruendosamente silbado, y al día siguiente fue a la Casa Rosada para arrodillarse ante Menem.
Desde entonces vivo tragando la hiel de saber que los asesinos siguen impunes y entre nosotros, sonriendo socarrones. Y desprecio a quienes, por imbecilidad o dinero le hacen el caldo gordo a los encubridores al apoyar al fiscal Alberto Nisman, al que espero ver alguna vez, sino en la cárcel, al menos si en el pozo de absoluto descrédito en el que se ha hundido el juez Galeano, de cuya labor ocultativa y distractiva es continuador.
Pero no me presto a alinearme con hipócritas que le reclaman al gobierno nacional que esclarezca los atentados, cuando, si el gobierno comenzara a hacerlo, lo atacarían con ferocidad para impedir que terminara la tarea.
(*) Periodista. Autor de AMIA. El Atentado. Quienes son los autores y por qué no están presos (Planeta, 1997)