Los últimos episodios ocurridos en Capital Federal, con intento de toma de viviendas sociales, y los esfuerzos por ampliar la política de créditos para acceder al techo propio, volvieron a poner en discusión un vasto drama escondido. En Argentina más de un millón setecientas mil familias habitan viviendas deficitarias. Qué hace el Estado ante semejante drama y a qué juegan los capitales privados.
Batallas por la posesión de viviendas recién construidas en el Bajo Flores, intentos de toma de tierras nacional-policiales en la villa 20, dificultosos intentos oficiales por hacer más generosa la política crediticia de los bancos para que la gente pueda acceder a la casita, alerta en barrios porteños a los que el boom de la construcción los deja sin agua y con el culo para arriba.
El drama del déficit de vivienda, muy particularmente en Capital y el conurbano bonaerense, por fin ha saltado a los primeros puestos de las agendas públicas, luego de que insólitamente, durante añares, permaneciera en el freezer.
Típico de los nuevos tiempos: la calidad de las discusiones amenaza con levantar, el gobierno pone pilas y una mejor voluntad política. Pero el desafío a afrontar es tan arduo que -típico también- surge la pregunta de hasta dónde alcanza con lo que pueda hacer el Estado, tal como hoy lo conocemos, y para qué sirven los capitales privados.
Existen dramas nacionales que están largamente historizados, discutidos y diagnosticados. Desde los tiempos de las guerras civiles del siglo XIX, pasando por Scalabrini o Martínez Estrada, se sabe que el nuestro se convirtió en un país deforme, aun cuando ese saber no se traslade a políticas que articulen lo productivo, lo social y lo demográfico con un sentido de muy largo plazo.
Se supone que se sabe: en un pedacito ínfimo de tierra, el Área Metropolitana de Buenos Aires, que representa el 0,1% del área total de la Argentina, se concentra la tercera parte de la población. Según datos elaborados en 1993, tomando en cuenta al conurbano, más de la cuarta parte de la gente habitaba viviendas consideradas como deficientes.
Según otros datos oficiales del 2001, el total nacional de hogares con situaciones deficitarias representaba un 19,8% del total; 1.770.376 viviendas. Y si se toma al Área Metropolitana como referencia, el total de viviendas deficitarias era de poco más de 400 mil. 275.562 se consideraban como recuperables; las otras, 129.278, como irrecuperables.
De movida cabe adelantar que al asunto no se le puede entrar mediante el simple arte de apilar ladrillos. A menudo forma parte del problema ambiental. Dicho por un investigador chileno, Francisco Sabatini, “la pobreza no es sólo un problema económico y uno social y cultural, sino también ambiental: viviendas precarias sobrepobladas, equipamientos vecinales y servicios de redes insuficientes o inexistentes, lejanía a los centros urbanos de empleo y servicios”.
En un país de estadísticas no siempre confiables, lo único claro es el avance de la pobreza y de sus consecuencias, medibles también en términos habitacionales. En Capital Federal, por ejemplo, se calcula que entre 1991 y 2001 se duplicó la población de las villas y de los así llamados “núcleos habitacionales transitorios”.
Desde siempre existieron dos tipos de respuesta al problema del déficit habitacional. Las respuestas del Estado y las espontáneas: ocupación de tierras, de casas, de asentamientos, autoconstrucción. A juzgar por los números actuales, la suma de ambas respuestas no resulta enteramente satisfactoria.
Desde que en 1972 el Estado creó el Fondo Nacional de la Vivienda (FONAVI), ese instituto concentró la mayor parte de la producción pública de vivienda. Pero la existencia del FONAVI no habla ni de la cantidad de recursos que invierta el Estado para la construcción de viviendas ni del criterio con que lo haga, ni de su eficiencia.
Así, en 1991, de los peores años, la participación de la vivienda en el producto bruto era apenas del 0,7%. El menemismo empobreció al FONAVI y repartió sus recursos más o menos a su antojo. Pero histórica y estructuralmente la construcción de viviendas a cargo del Estado padece de taras importantes: baja productividad, subsidios mal distribuidos, calidades constructivas opinables.
Según un informe elaborado por investigadores de la facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Lomas de Zamora, con el 4% del Producto Bruto Interno destinado a planes de vivienda, sólo se construyeron 4/5 viviendas cada 1.000 habitantes en las últimas décadas.
Según la docente e investigadora Ana María Facciolo, en los ‘90, “la adjudicación de los cupos no estuvo relacionada con la localización geográfica del déficit habitacional y, lo que es más grave, menos aún con las necesidades de los sectores más carenciados”. La provincia de Buenos Aires recibía en los ’90 el 14,5% del total de recursos, lo que por entonces representaba unos 75 millones mensuales. Al mismo tiempo, a la Capital Federal, con una situación habitacional muy grave, apenas si llegaba el 1,3%. Recién al final de su gestión, Aníbal Ibarra, en el 2004, consiguió acordar con el gobierno nacional que los recursos se incrementaran hasta representar un 5% del total manejado por el FONAVI.
Fuerza, Menem.
En un número del año 1999 de la revista Vivienda Popular, dirigida por el padre José María Meisegeier (más conocido en las villas como el padre Pichi), se mencionaba este bellísimo hito de las promesas nacionales incumplidas: el de las autoridades nacionales que hacia 1996 prometían, en un congreso realizado en Estambul, que Argentina estaba embarcada en una estrategia que aseguraría “162.000 soluciones habitacionales por año”.
Cabe comparar ese número con los datos reales de construcción pública de viviendas en plenos años ladrilleros de Duhalde. Los datos oficiales de la subsecretaría de Vivienda indicaban: 714 viviendas construidas en 1991, 1.094 al año siguiente, hasta llegar…, uf, a 2.108 en 1996, con un promedio de retraso respecto de los plazos contractuales del 144%, más obras paralizadas.
Contra las 162 mil viviendas anuales ofertadas por la promesa menemista, entre septiembre del ‘92 y diciembre del ‘95 se construyeron poco más de cien mil viviendas a través del FONAVI.
Luego de que se produjera el episodio de intento de toma de viviendas en el Barrio Rivadavia, Horacio Verbitsky escribió en Página/12 con su astucia habitual lo siguiente: “Con un déficit estimado en 100.000 unidades, la Ciudad sólo construyó 3.000 viviendas en los últimos cuatro años, pese a que los fondos son provistos por la Nación. Si por un milagro el crecimiento demográfico fuera nulo y las viviendas existentes se mantuvieran en perfecto estado de conservación, la Ciudad solucionaría su problema habitacional en el año 2113”.
La chicana es de lo más simpática pero, tal como lo indican los datos mencionados, es susceptible también de ser expandida a escala nacional. Según Facciolo, desde 1976 hasta agosto de 1992 se destinaron al FONAVI 10.000 millones de dólares con los cuales se construyeron 400.000 viviendas, a un precio promedio de 25.000 dólares por unidad. En la página oficial de la subsecretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda, los cuadros estadísticos indican que entre 1976 y 2003 el Estado argentino sumó 883 mil intervenciones entre construcción de nuevas viviendas y “soluciones habitacionales”.
Eso fue a lo largo de más de un cuarto de siglo. Ya que estamos, a partir del primer gobierno peronista, entre 1947 y 1957, el Banco Hipotecario Nacional otorgó 390 mil créditos individuales para viviendas. Otras escalas, para menor población, en otros tiempos.
A construir, a trabajar
Los datos oficiales del Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires indican que en Capital más de 85.000 familias viven en una “situación habitacional deficitaria”.
El mayor acceso a los recursos del FONAVI, dice la página oficial de la ciudad, “permitirá contar con fondos para ejecutar la construcción de más de 10.000 viviendas y el mejoramiento de otras 5.000”. Si efectivamente así sucediera, en lugar de acabar con el déficit habitacional en 2113, como escribía Verbitsky, el techo propio universal llegaría en ocho años.
A nivel nacional, la subsecretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda se plantea la meta de construir 120.000 viviendas nuevas (“contribuyendo con ello a la generación de 360.000 puestos de trabajo”, dicen los documentos oficiales).
Respecto de los niveles de cumplimiento actual de ese objetivo, los números del Programa Federal de Viviendas, actualizados a agosto de este año, muestran que en todo el país se finalizó la construcción de 17.853 viviendas, que otras 63.846 están en ejecución y que hay 9.094 “a iniciar”.
Que las estadísticas históricas no siempre sean confiables no significa necesariamente que los números oficiales suelan mentir tanto como se dice. A menudo los recursos están y también los cálculos acerca de cuántas viviendas podrán construirse en equis tiempo. Hasta las licitaciones suelen estar preparadas y los contratos suelen estar firmados. En donde suelen fallar las previsiones es en los tiempos de las licitaciones, en el cumplimiento de los contratos, en las chicanas y abusos planteados por las empresas y en la capacidad del Estado por imponerse al interés de las empresas, si es que tiene ganas.
Así, cuando Ibarra dejaba la gestión, dejó asentado en un documento de rendición de cuentas que en el 2005 se habían construido 1.527 viviendas en las villas, que existían otras 3.547 en ejecución y que otras 5.149 podían comenzarse a ejecutar en un plazo más o menos inmediato.
En expresiones tales como “en ejecución” o “a iniciar”, comienzan algunos de los problemas: la eficacia del Estado, el peso de los intereses de las constructoras, la relación más transparente o más opaca que medie entre ambos actores, el surgimiento eventual de conflictos judiciales.
Deliberadamente se ha escrito que esos son algunos de los problemas. El modo en que operan las empresas constructoras a la hora de levantar viviendas, extender autopistas o pavimentar baches, es relativamente poca cosa comparado con los devastadores avances constructivos -o destructivos- de las lógicas capitalistas, que son las que verdaderamente erigen las ciudades. En este curioso clima de época, en el que se cree ciegamente -o se hace creer- que son los gobiernos los que tienen la culpa de todas las cosas, es bueno, tímidamente, sugerir que quien “hace”, “construye” o “crea” ciudades y áreas metropolitanas no son los gobiernos sino centralmente el capital.
En estos últimos años de recuperación y de booms (de la soja, del turismo, de la recaudación fiscal), la industria de la construcción viene alimentando la felicidad universal con verdaderos récords históricos.
Así, en la ciudad de Buenos Aires, las superficies permisadas para la construcción tuvieron un crecimiento alucinante: 460% entre 2002 y 2005. Y en el 2006… ¿seguimos ganando? Bienvenida sea la generación de empleo y los asaditos en las obras, pero la pregunta es -y seguimos hablando del déficit habitacional- quién le otorga qué racionalidad a tanto boom, quién lo orienta, quién lo controla, quién distribuye los recursos de una sociedad, quién planifica la ciudad.
Un grupo de vecinos movilizados de Caballito, por ejemplo, ya apela a la metáfora de los nuevos “edificios sangrantes” que los castigan. Denuncian “la especulación inmobiliaria que está destruyendo nuestra identidad”. Afirman que apenas ocho barrios porteños concentran “el 70% de todo lo construido”. Dicen que se están quedando sin agua, sin matrícula escolar y con mucho más despelote alrededor.
Lo divertido es lo que les contesta un tal Marcelo Iambrich, hombre de Compromiso para el Cambio en Caballito: “Como representante de un partido de acción y gestión, nos gustaría encontrar una solución PROpositiva, PROconstructiva (…) Si paramos las obras paramos el barrio, paramos el crecimiento, paramos el progreso, paramos nuevas fuentes de trabajo y eso no es PRO”.
Las ciudades invisibles
Así como se dice que en los mejores años de los ’90 hubo un “crecimiento empobrecedor”, del mismo modo puede decirse que el actual boom de la construcción tiene su costado anarquizante, mientras el Estado simplemente la ve pasar.
Muy particularmente desde las décadas de los años ‘80 y ’90, el rol de los estados municipales se fue reduciendo a una función de controles progresivamente ineficientes, a la ejecución de proyectos fragmentados, al descuido de las infraestructuras urbanas y los servicios públicos. A partir de la desinversión pública y el borramiento del Estado (borramiento relativo: los estados locales, como el nacional, jugaron papeles activos ya fuera para afanar o privilegiar determinados proyectos o intereses), cada vez más la ciudad fue botín de capitales que la construyeron/ destruyeron, hasta invisiblemente -Adam Smith- convertirlas en otras, y de pocos.
A esta altura de las desintegraciones acumuladas, casi resulta trágico leer lo que razonablemente propone Mario Lungo, un profesor e investigador de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en las páginas virtuales de la Universidad Nacional de Quilmes: “La administración del desarrollo de las ciudades debe ser una función exclusivamente pública, lo que no excluye la consulta de las decisiones con el sector privado”.
En esto del deber ser, se supone además que la construcción de ciudad, y con ella los planes de construcción de viviendas sociales, debe llevarse adelante con la más amplia participación popular posible.
En Argentina hay mucho aprendizaje al respecto. Pero también hay razones de sobra para creer que más peso que las organizaciones vecinales, villeras, piqueteras o de la clase media empobrecida, tienen las constructoras e incluso determinadas y muy prestigiosas asociaciones profesionales que representan a los arquitectos e ingenieros del establishment. Las universidades, bien gracias.
Toda política de Estado no sólo supone desafíos de gestión sino también desafíos culturales. Las derechas eficientistas no suelen atender en sus discursos las dificultades de gestión. No les importa detenerse en saber si existen o no tierras disponibles para la construcción, ni si esas tierras son saludables, si tienen la infraestructura necesaria, si hay que levantar universales Fuertes Apache o estimular la autoconstrucción, si hay que denunciar clientelismo o atender a otros clientes más importantes, si hay que bancarse seis meses de discusión hasta alcanzar acuerdos con los actores sociales involucrados, si hay que apretar a las empresas por problemas de sobrecostos o cobrarles coimas, si es la misma solución la que hay que ofrecerle al ocupante ilegal de una casa, al inquilino de un hotel deplorable o al villero.
En cuanto a lo cultural, un ejemplo: difícilmente en Capital Federal pueda afrontarse seriamente un programa a largo plazo de urbanización de las villas y de construcción de viviendas sin un respaldo político fortísimo, sustentado además en una legitimidad que nuestras clases medias no terminan de otorgar, siempre recelosas de que el Estado les regale lo que sea a los vagos que no trabajan.
Por otro lado, mientras no existan políticas de vivienda que conciban al Área Metropolitana como unidad, en Capital podrán construirse cincuenta mil viviendas, que siempre habrá nuevos pobres, necesitados también de techo, venidos del conurbano, haciendo cola.