Por León T. Trout, especial para Causa Popular.- Antes de ser descubierto por el multimillonario Elliot Rosewater, quien se revelaría como su más ferviente admirador, mi padre, el ahora famoso Kilgore Trout, había escrito a todos los editores de Estados Unidos sin recibir jamás una respuesta, hasta descubrir (gracias a Mr. Rosewater) que gran parte de sus ciento diecisiete novelas y dos mil relatos breves habían sido publicados.
Mi padre hacía copias con papel carbón de todo lo que escribía. Y mandaba los manuscritos sin adjuntar un sobre con sello y dirección para que pudieran devolvérselos. Había veces que hasta olvidaba poner el remitente.
Sacaba los nombres y las direcciones de los editores de las revistas que se dedicaban al negocio de la letra impresa y que él leía con avidez en las salas de las bibliotecas públicas. Así fue que se pudo en contacto con una sociedad que se llamaba Biblioteca de Clásicos Mundiales, que publicaba pornografía dura en Los Ángeles, California.
Utilizaban sus historias de ciencia ficción, en las que normalmente ni siquiera aparecían mujeres, para rellenar libros y revistas de fotografías obscenas. Y con bastante frecuencia les cambiaban el título; así, por ejemplo, El mensajero pangaláctico se convirtió en Boca ávida.
Pero lo que más desconcertaba a mi padre eran las ilustraciones que seleccionaban los editores, porque no tenían nada que ver con sus historias. Por ejemplo, una vez había escrito una novela sobre un terrícola llamado Delmore Skag, un hombre soltero que vivía en un barrio en el que todo el mundo tenía familia numerosa. Skag era científico y encontraba un método para reproducirse a sí mismo en la sopa de pollo.
Se raspaba unas cuantas células de la mano derecha, las mezclaba con la sopa y luego exponía la mezcla a la acción de los rayos cósmicos. Las células se convertían en bebés exactamente iguales a Delmore Skag.
Pronto conseguía tener varios bebés al día e invitaba a sus vecinos para que compartieran su felicidad y orgullo. Celebraba bautismos en masa de cientos de niños a la vez y se hacía famoso como hombre de familia numerosa.
Skag tenía la esperanza de lograr que en su país se proclamaran leyes contra las familias excesivamente numerosas, pero los gobiernos y tribunales se negaban a enfrentarse con el problema y, en vez de eso, aprobaban leyes muy severas contra la posesión de sopa de pollo por parte de personas solteras.
Y cosas por el estilo.
Las ilustraciones del libro eran unas fotografías vergonzosas de varias mujeres blancas jugando con el miembro de un hombre negro, que, por alguna extraña razón, llevaba un sombrero mexicano.
Una de las novelas de Kilgore Trout -Ahora puede contarse- convertiría Dwayne Hoover, vendedor de Pontiacs en Midland City, en un maníaco homicida. La portada mostraba a un grupo de estudiantes universitarias desnudas quitándole la ropa a un catedrático. Sin embargo, en ningún lugar del libro se hacía la más remota mención a un catedrático, ni a unas chicas estudiantes ni a ninguna universidad. Estaba escrito como una larga carta que el Creador de los Astros y las Galaxias dirigía a la única criatura del Universo que tenía libre albedrío.
Como todos los lunáticos novatos, Dwayne Hoover también necesitaba algunas ideas nocivas para poder dar forma y sentido a su locura. Tocó a mi desdichado padre el inspirárselas por medio de Ahora puede contarse, que llegó a las manos del vendedor de Pontiacs de pura casualidad.
“Estimado señor, pobre señor, valiente señor”, leyó Dwayne Hoover, “es usted un experimento del creador del Universo. Es usted la única criatura con libre albedrío de todo el Universo. Es usted el único que ha de pensar en lo siguiente que va a hacer y en por qué va a hacerlo. Todos los demás son robots, máquinas.
”Existen personas a las que parece que usted les gusta y hay otras que parece que lo odian. Usted se estará preguntando el porqué. Es, simplemente, porque son máquinas de gustar y máquinas de odiar. La única finalidad de todas ellas es la de pincharlo a usted de todas las formas posibles para que el Creador del Universo pueda observar sus reacciones.
Esas máquinas poseen tanta capacidad de sentir y de razonar como los relojes de su abuelo.
”Los robots han cometido todas las atrocidades posibles y todas las amabilidades posibles sin sentir absolutamente nada, automáticamente, inevitablemente, sólo para ver cómo reaccionaba USTED”
Y fue así como el vendedor de Pontiacs comenzó su raid criminal, seguro de estar actuando para un público compuesto de dos seres: él mismo y su Creador, hasta que finalmente consiguió ser detenido por la policía, envuelto en un chaleco de fuerza y enviado en una veloz ambulancia hacia un hospital especializado en enfermedades mentales.
Otra persona que resultó mentalmente perturbada por las historias de mi padre fue el multimillonario Elliot Rosewater, quien lo consideraba un visionario. “Usted tendría que ser presidente de los Estados Unidos”, le escribió con su insegura caligrafía infantil.
Me resulta tranquilizador pensar que mi padre no era un visionario sino tan sólo un escritor de ciencia ficción.
Una de sus últimas historias, ¡Muere insecto humano!, entre las perturbadoras imágenes de una asistente social que se metió por error en la cuadra de una compañía de marines desnudos, narra la invasión a la tierra por parte de seres provenientes del lejano planeta Klog, a varios miles de millones de años luz de distancia, lo que les dificulta el acarreo de los gases necesarios para respirar.
Verán, debido a las peculiares condiciones de su planeta, los klogianos fueron desarrollando un complejo sistema respiratorio mediante el cual logran hacer funcionar sus carburadores pulmonares en base a sustancias nocivas. Para ellos, esos gases no son sustancias nocivas, son aire. Lo nocivo es el oxígeno. Cuando el oxigeno penetra en sus carburadores, los klogianos se sienten desfallecer, se amoratan y mueren tras una larga y dolorosa agonía.
Los invasores se enfrentan a un serio problema logístico: la enorme distancia que deben recorrer para abastecerse de tubos que contengan el suficiente gas ponzoñoso que les permita seguir con vida, hasta que un científico klogiano, el doctor Zverk III, tiene una idea brillante: ¿por qué no producir en la tierra esos mismos gases? No sólo los klogianos podrían respirar sin dificultad, sino que los terrícolas irían extinguiéndose gradualmente.
Y cosas por el estilo.
Trato de creer que mi padre no era un visionario sino un simple escritor de ciencia ficción cuyas ideas podrían resultar nocivas para algunas mentes infantiles o en tránsito hacia la locura. De otro modo no sabría cómo interpretar esto: “Las plantas de celulosa generan puestos de trabajo, colocan al país en un importante nivel técnico, permiten una mayor actividad con recursos renovables y mejoran el medio ambiente”.
Mejoran el medio ambiente.
Esas palabras fueron dichas por un tal Jorge Batlle, que no es un vendedor de Pontiacs de Midland City sino un ex presidente de un país latinoamericano. Pretendo pensar que se trata de otro lunático aficionado que necesita de algunas ideas nocivas para dar forma y sentido a la locura. Tocó a mi padre inspirárselas por medio de ¡Muere, insecto humano!, que llegó a las manos del ex presidente de pura casualidad.
La otra alternativa sería aterradora.