Pistochi: el hombre de los sueños imposibles

De los inicios del rock nacional a recuperar fábricas. Centros cósmicos barriales. Andanzas de un filósofo bohemio y callejero. La Boca como epicentro de una movida inconclusa. Escribe: Eduardo Silveyra.

ALEMANES. En esos años, hablo del 78 al 80, trabajaba como armador de páginas -un oficio que ya no existe- en los talleres del Argentinische Tageblatt, también conocido como el Diario Alemán. Los horarios y las normas eran bastante estrictas, los patrones germánicos, se supone, estaban basados en la disciplina. La mayor parte de los jefes eran alemanes arribados después de la guerra y algunos eran descendientes de los mismos, a esa singularidad se le añadía otra, la mayoría de ellos vivía en Villa Ballester. A pesar de la cosa estricta, había algún atractivo, entre ellos la ubicación, Tucumán y 25 de Mayo, a escasos metros del bajo, que aún guardaba vestigios de un pasado que languidecía lentamente, y donde aún pervivía, entre algún obsoleto piringundín, una que otra panadería árabe. No se puede negar que tanto el ámbito laboral como el citadino tenían sus encantos. Pero lo que convertía al taller en un lugar con cierto hálito de extravagancia era la diversidad de diarios, pasquines y revistas de todo tipo que allí se editaban.

Muchas veces coincidían los equipos de redacción y corrección de las llamadas pruebas de galera con los fachos católicos y ultranacionalistas de la revista Cabildo y los editores de un periódico del Partido Comunista, que se mezclaban con los de Mundo Israelita y los del semanario árabe Ashalam. También andaban por allí los tanos de Corriere Degli Italiani, armenios y editores fantasmales de un pasquín llamado Prensa Confidencial, que alertaba sobre las conspiraciones de la sinarquía internacional. También se editaba ahí la revista El Ornitorrinco, por lo cual cada mes aparecía la poeta Liliana Hecker junto al poeta Enrique Zattara. Los Alemann, dueños de la imprenta y uno de los cuales era secretario de Hacienda, no le hacían asco a nada, con tal de sumar beneficios.

Uno allí se nutría de información de todo tipo y, muchas veces, la mentada [estricta disciplina] se desvanecía y cobraba otros coloridos. Eso ocurría cuando llegaban los muchachos del Expreso Imaginario, con Jorge Pistochi, Horacio Fontova, Pipo Lernoud y Fernando Basabru, a los cuales, tiempo después, se sumó el inefable Pettinato. Muchas veces, después del caótico cierre del Expreso, solía terminar con Jorge tomando una birra o un vino en La Escalerita o en El Bárbaro. En plena noche de la dictadura, aquellos encuentros con Pistochi obraban como una luz en las tinieblas, porque no estaban exentos de risas y sarcasmo. Como esa vez que un obrero bromista, el polaco Kancepolski, le dijo a Juan Carlos Monedero, el facho de Cabildo, que por error su revista había salido impresa con un pliego entero de El Expreso Imaginario, broma que hizo palidecer y ofuscar al hombrecito engominado y sonreír socarronamente a Pistochi, a sus huestes y a los que allí estábamos.

LEYENDA. Pistochi era una especie de Henry Miller y filósofo callejero, con una creatividad insoslayable. Cuenta la leyenda que, en 1972, fue manager de Almendra y que, con un dinero habido —vaya uno a saber cómo—, financió el primer disco del grupo. Lo cierto es que él mismo aclaraba que los fondos provenían de una herencia familiar y que nada empañaba el origen del dinero que financió la obra. Pero, más allá de esa experiencia, fue el representante de varios grupos del rock vernáculo, pero no por el afán de ganar dinero, sino por promover todo aquello que la contracultura del rock representaba en esos años.

Ese fin lo llevó a que, en 1976, fundara junto a Pipo Lernoud, Horacio Fontova, Fernando Basabru y José Luis D’Amato, entre otros, la mítica revista El Expreso Imaginario, en los inicios de la dictadura militar. La publicación, por su contenido contracultural, se fue convirtiendo en un hito de circulación masiva: se vendían unos 10.000 ejemplares mensuales y sus notas de extraño carácter escapaban a las censuras de los milicos. En los 78 números que duró la aventura, uno podía encontrar en sus páginas notas sobre la Beat Generation y ecología, cuando nadie aún sabía bien qué era la ecología, salvo D’Amato. También se podían leer artículos sobre filosofías orientales y las culturas de los pueblos originarios de América y, por supuesto, rocanrol.

El Expreso salió desde agosto de 1976 hasta enero de 1983, por lo cual se puede decir que fue el acompañante luminoso de ese período oscuro de la historia. Eran muchos los jóvenes que iban acompañados por el Expreso en sus viajes en trenes y colectivos, rumbo a sus jornadas laborales o a centros de estudio. Pistochi, como director de la publicación, estuvo hasta 1979, pues renunció al disentir del rumbo que le imprimieron el financista Ohanian y Roberto Pettinato, pero eso es otra historia.

Cierto es también que, una vez concluida esa etapa, Pistochi ya acumulaba una experiencia editorial cimentada no solo en El Expreso, sino también en la revista Pelo y en Mordisco. Es así que, en 1981, lanza la revista Pan Caliente, pero la publicación no tiene la resonancia de El Expreso. Pese a eso, en 1982, en la cancha de Excursionistas y por mediación del polémico político peronista Raúl Padró, que por entonces integraba la directiva del club, se realizó un festival para recaudar fondos; en el extenso recital, que arrancó a mediodía y duró hasta las 3 de la mañana del día siguiente, actuaron gratuitamente León Gieco, Lito Nebbia, Celeste Carballo, Los Redonditos y los Abuelos de la Nada, para citar a algunos.

Se puede decir que una de las virtudes pistochianas era la de crear proyectos colectivos, donde la creación individual no se dejaba de lado y donde lo dionisíaco latía en cada propuesta con el aura de la transgresión utópica.

BILLARES. En aquellos tiempos pasados, la calle Corrientes era un punto de encuentro; bastaba ir al bar La Paz, al RamosLa Giralda o El Astral para encontrar a alguien con quien compartir un vino, un café o una ginebra. No era extraño encontrarse con Jorge en esos lugares; nunca supe bien cómo fue o por qué razón callejera muchas veces terminábamos jugando al billar. Solíamos empezar en las mesas profesionales de La Paz arriba, pero este cerraba a la una de la mañana y continuábamos las extensas partidas en las mesas un tanto desvencijadas de La Academia. Pistochi era un eximio jugador, tanto en el juego de tres y cuatro bolas como en tres bandas, al que, por más empeño que le puse, nunca le pude ganar, ni siquiera en los últimos años, cuando se redujo su visión y debió usar anteojos. Muchas veces bromeaba con que debería cobrarme por las clases magistrales. Algunas veces se sumaban otros jugadores a las partidas, como el sureño Enrique Díaz o el abogado Julio Teisera, los cuales corrían la misma suerte.

Otra de las cosas que sucedían con Pistochi era el encuentro en lugares un tanto insólitos para nuestros intereses, o lo que uno o los demás se imaginan lejanos a los mismos, como ser el hipódromo de Palermo. Recuerdo cierta reunión en la cual, al levantar la vista de la Palermo Rosa, me topé con la humanidad de Pistochi; ambos nos sorprendimos un poco, pero la sorpresa no duró más que unos instantes y, ahí mismo, en la Especial, nos pusimos a intercambiar datos sobre las performances y el sport de los caballos. Las sorpresas no terminaron ahí, puesto que, después de esa carrera donde ninguno de los dos ganó, lo encontramos al mismísimo Javier Martínez, quien hizo gala de su sarcasmo y le espetó:

-¡Qué hacés Pistochi! Qué mezcla rara la tuya.

-¿Por qué? –Sonrió Jorge, esperando lo impredecible.

-No te imaginaba hippie y burrero.

Javier nos abandonó, excusándose en un ensayo, y la reunión continuó, hasta que tuvimos la suerte de cortar la mala racha de la tarde, acertando al ganador de una carrera de 1.600 metros, un caballo de vistoso nerviosismo, llamado paradójicamente Te de Tilo, y al cual le costó entrar a la gatera. El caballito ganó de punta a punta y por varios cuerpos, pagando un jugoso sport, que cobramos, y nos fuimos a festejar a una parrilla por Pacífico. En el lugar, las cosas tomaron ciertos ribetes propios de un relato de Bukowski, ya que a la mesa se sumó una muchacha de esplendorosa belleza y muy loca, que trató de sacarnos plata con cualquier clase de argucia. Viendo lo infructuoso de sus intentos, nos abandonó con cierto enojo. Nosotros terminamos la aventura carrerista de esa jornada yendo a jugar unas partidas de billar a La Academia. Cosas fortuitas que sucedían cuando el juego se mezclaba con el arte.

CÓSMICO. Promediando los años 80 y ya con varias cartas jugadas en la vida, Pistochi creó, en el barrio de La Paternal, el Centro Cósmico, un espacio donde confluían artistas callejeros, otros de renombre, como los integrantes de Hermética, y otras huestes del heavy metal criollo, además de mucha, mucha gente con variados intereses creativos y solidarios. La casona quedaba por la calle Beláustegui, a pocas cuadras de la Avenida San Martín; una de las actividades centrales era la distribución de alimentos orgánicos, provenientes en gran parte de quintas del Gran Buenos Aires. El lugar tenía su aura; en grandes fuentes desplegadas en el patio inmenso también se producían brotes de soja, toda una novedad para la época.

La experiencia comunitaria duró lo que duró y, en ella, Jorge gastó los últimos pesos de la fortuna heredada y, como si fuera poco, perdió también a otra de sus familias. Vaya uno a saber qué pasos del devenir lo llevaron a Monte Grande, a principios de los 90, donde la arremetida menemista contra la industria nacional lo encontró recuperando la textil Amat, junto al hijo del dueño, Joaquín, y los obreros. De hecho, formaron una cooperativa o empresa participativa y volvieron a producir, una verdadera proeza en tiempos de industricidio, lo cual dio inicio al Movimiento de Fábricas Recuperadas.

La fábrica pronto tuvo otros derivados: como solo tenía un turno de ocho horas, había dieciséis, de las cuales el predio fabril estaba inactivo. Fue entonces que Joaquín Amat, Jorge Pistochi y el escritor Miguel Briante crearon un centro cultural, donde se desarrollaban talleres de pintura, escultura, música y escritura, en los cuales participaban los obreros y obreras de la fábrica. A ese torrente de creatividad y resistencia le sumaron las salas de exposición de las obras y también una guardería infantil que, en verano, incluía una pileta de natación ubicada en los fondos y una olla popular, como gesto solidario con la comunidad que rodeaba la empresa.

El diario La Nación, en una nota del 11 de enero de 1998, habla de “Milagro en Monte Grande” para narrar la epopeya llevada adelante, cuando ya Graffa y Alpargatas habían sucumbido y abandonado el país. Y, en uno de los párrafos, destaca que: “Lo único que la salva del desastre (a la fábrica) es una conjunción tan delirante como eficaz: la de un empresario bohemio, un sindicalista creyente y un intelectual acostumbrado a lo imposible”. Una verdadera definición de todo lo que allí bullía y germinaba y que llevó la marca de agua del querido Jorge Pistochi.

LA BOCA. Ese sábado 26 de diciembre de 2010, todos y todas estábamos convocados a la fiesta en el viejo conventillo de la calle Olavarría 664, casi como dice la milonga. El motivo: festejar, como tantas otras veces, la llegada de la primavera y juntar fondos para poner en funcionamiento la radio El Expreso Imaginario. El lugar tenía algo alucinante; al fondo había un espacio de terreno donde sobresalían un banano, un ceibo y un pequeño manantial donde crecían unos camalotes. El patio aún conservaba vestigios del piso de ladrillos y manchones de remiendos con cemento. A veces, uno se daba una vuelta por el lugar y, debajo del ceibo, te lo encontrabas a Pistochi conversando con Moris, Pajarito Zaguri o Ricardo Iorio, con ideas políticas que espantaban un tanto a los presentes.

Cómo olvidar ese lugar y esa fiesta, en la cual también se iba a presentar en público el Movimiento Orillero, otra idea pistochiana, que giraba en la reunión de músicos de géneros tan diversos como payadores, cumbieros, rockeros y candomberos, todos originarios de las extensas orillas del Riachuelo. Por allí andaba Pancho Concejero, ex obrero de AMAT, venido desde Ezeiza con un dúo de guitarreros, mezclado con un grupo de chicos heavy, y a un costado las llamas del fuego que servían para calentar las lonjas de la cuerda de tambores de África Ruge, conducida por el moreno oriental y boquense, Candamio. En otro extremo, un grupo de pibes y pibas realizaban malabares y, en la otra punta, humeaban los chorizos a precios populares, con el vasito de vino tinto incluido. Las veladas, algunas veces, ocasionaban alguna riña, pero todo quedaba ahí.

Esa noche, todo era algarabía y buenos augurios. Recuerdo estar conversando con una chica catalana, fumando un porro debajo del ceibo, y ella muy deslumbrada por una convocatoria tan inusitada para sus ojos. Nos acompañaba un francés, que estaba haciendo un documental sobre la cumbia, el cual había arrancado desde sus orígenes en las orillas del río Magdalena y, ahora, estaba en Argentina, testimoniando aquí a la cumbia santafesina, cordobesa y villera. Todo lo ameno estaba presente allí, en esos momentos circundados por hálitos de una incierta poesía. Pero de pronto, todo se interrumpió: Jorge se descompuso en la madrugada. Hubo que sentarlo en un sillón viejo y llamar a la ambulancia; durante la espera pidió un whisky con hielo y también que la fiesta continuara. Antes de que los enfermeros lo llevaran al Hospital Argerich, alzó el vaso y brindó a la salud de todos, diciendo: “¡Chau! ¡Sean libres!” Al día siguiente, con 75 años bien trajinados en los azares y sortilegios de la vida, se despidió del universo de una ciudad que algunas veces le dio todo y otras le fue esquiva.

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