Cuando apagamos el celular, todo vuelve a ser real. ¿Cómo es posible que condenemos nuestra sensibilidad a la mediación permanente de un dispositivo en el que, para mal de males, casi todo lo que consumimos está en una calidad paupérrima. Observar imágenes, escuchar música, mirar una serie, un video, una película, hasta leer un texto se hace bajo un tamaño que empobrece nuestras percepciones.
Obviamente, nuestras vidas urbanas contemporáneas ya no pueden prescindir del uso de tecnologías, sea para trabajar o buscar trabajo, para socializar en nuestra vida en planos de amistad, sexo-afectivo, vecindad, o de intervención política y cultural. Pero de ahí a sostener que no se puede operar algún tipo de corte con esa lógica hay un paso enorme.
Hoy, que a las usinas del poder político y a la mediaticidad hegemónica les gusta tanto hablar de la libertad del individuo, cabe recordar aquello que Jean Paul Sartre planteaba hace ochenta años atrás, cuando desde sus postulados existencialistas sostenía que, en última instancia y más allá de todos los condicionamientos, era el hombre (cada quien, diríamos hoy, sin hacer distinciones de orientaciones identitarias) quien al fin y al cabo decide qué hacer con aquello que hicieron de él: “totalmente condicionado por su clase, su salario y la naturaleza de su trabajo, condicionado hasta por sus sentimientos, hasta en sus pensamientos, a él le toca decidir el sentido de su condición y de la de sus camaradas y es él quien, libremente, da al proletariado un porvenir de humillación sin tregua, o de conquista y de victoria, según se elija resignado o revolucionario. Y es de esta elección de lo que es responsable. No es que tenga libertad de no elegir; está comprometido, es preciso apostar y la abstención es una elección”, planteaba en su emblemático libro ¿Qué es la literatura?
Ejercitar un cuestionamiento a las mutaciones subjetivas de nuestra época, entonces, se nos presenta hoy como un desafío político-existencial de primer orden. Impugnar el horizonte de zombis impersonales al que se nos pretende condenar resulta fundamental, ya que encima de que vampirizan nuestras vidas, se lo hace bajo el supuesto paradigma de que cada quien es libre de elegir su destino, como si esas elecciones enmarcadas en la perspectiva dominante no funcionaran todas bajo la tiranía de la compulsión al consumo, de la producción serial de subjetividad operada por la dupla massmediática y de las redes antisociales virtuales. ¿En verdad creemos que podemos elegir algo si no buscamos una línea de salida de esa lógica?
A casi un siglo de su publicación, cabe recordar aquello que escribió Martín Heidegger en su libro Ser y tiempo: en el cotidiano, vivimos en “estado de interpretado”. Porque lo hablado “por” el habla traza círculos cada vez más anchos y toma un carácter de autoridad. “La cosa es así porque así se dice”, señala el filósofo alemán. Creemos comprender todo cuando en realidad repetimos aquello que “oímos”, o que “leímos” en alguna parte. O que “vimos”, podríamos agregar nosotros hoy, asediados no sólo por la televisión sino por las redes anti-sociales. Estas “habladurías” y “escribidurías”, como raramente las llama este pensador, nos determinan lo que se ve, y cómo se ve.
Cuerpo a cuerpo
¿Por dónde pasa la disputa sensible actual? ¿Cómo vincular la intervención político-cultural, el quehacer crítico-intelectual con la batalla anímica que involucre nuestro cuerpo y nuestra subjetividad de manera directa? Implicarse de lleno en las formas de vida que vayan contra la época resulta hoy no sólo deseable, sino necesario, fundamental, vital.
La batalla cultural ha sido reducida por las derechas contemporáneas y ciertos progresismos a una cuestión discursiva, de redes sociales o intervenciones mediáticas, cuando en realidad lo central pasa por los cuerpos, por nuestro corpo-subjetividad (el término ha sido acuñado por el psicoanalista argentino Enrique Carpintero).
Sacar nuestros cuerpos del ensimismamiento hoy no resulta cosa sencilla. Falta que hagamos el amor mientras miramos el celular y cartón lleno. ¿Qué no hacemos con el aparatito en la mano?
De allí que haya una lucha actual que pase por los cuerpos, por recuperar la intervención de nuestros cuerpos en las distintas dimensiones de la vida: escuchar música en vivo, mirar una película en el cine, leer un libro, contemplar un cuadro o una fotografía impresa a escala, encontrarse con amigos, caminar, hacer el amor, mirar por la ventana de un transporte público o de un bar y, por supuesto, manifestarse en las calles como cuerpo colectivo, reinventar nuestras prácticas políticas en el ámbito sindical, partidario o de colectivo social, artístico, educativo y comunicacional.
Ya en los años ochenta, y sobre todo después de haber observado la importancia de lo “territorial” en la vida popular tras su visita a Chile (y Argentina), el pensador, analista y militante francés Félix Guattari planteaba la necesidad de la “reconversión ecológica” de la acción sindical, en un contexto de crecimiento –asimismo– de los activismos ecologistas y feministas en Europa. Decía en trabajos teóricos, pero también en notas periodísticas publicadas en medios como Le Monde (textos luego compilados en argentina bajo el nombre de ¿Qué es la ecosofía?), que esta “reconversión” implicaba una “reinvención de la subjetividad obrera”, a través de nuevas prácticas, en una especie de llamada a “ampliar y enriquecer” su perspectiva desde la constitución de nuevas alianzas que le permitieran “asociar componentes heterogéneos”. Así, cuestiones tan inmediatas y elementales, pueden ligarse con otras más complejas de una estrategia popular de largo plazo: el peso que las opresiones tienen en la diferencia etaria o de orientación sexo-genérica, de raza y el vínculo que sostenemos con el ambiente natural no son meras cuestiones “personales”, pero tampoco, declaraciones públicas sin encarnadura.
Frente a derechas contemporáneas que abisman la experiencia humana y al planeta hacia la catástrofe económico-social, subjetiva y ecológica, tratar de producir un corte con la lógica del mundo tal como se nos presenta no puede ser nunca ni una cuestión individual, ni una cuestión política que nos involucre de cuerpo entero.
La disputa anímica atendiendo no sólo a cuestiones de “comunicación”, sino fundamentalmente a entramados ideológicos y sensibles puede permitirnos combatir el desánimo y el desgano para implicarnos de modo directo en una declaración de guerra hacia los modos de vida que quitan de la experiencia humana la fraternidad, el punto de vista de la igualdad y el amor por la diferencia que nos caracteriza como especie.
Quebrar las rutinas que nos envuelven e investigar formas de creatividad implica asumir una batalla desde lo más íntimo hasta lo más público, porque la imaginación colectiva que necesitamos no podrá efectuarse sin un activo despliegue de potencias singulares de reinvención. Como decían los vanguardistas surrealistas hace un siglo atrás, anhelamos “Cambiar la vida… y transformar la sociedad”.
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Imagen de portada. Tres estudios para una crucifixión, de Francis Bacon. Típtico.