Por Esteban Brizuela, para Revista Zoom
En la historia de Santiago del Estero tenemos hechos trágicos, violentos y sorprendentes. Ejemplos hay muchos: el sabotaje de tumbas de exgobernadores perpetrado en 1875 con el condimento macabro del esparcimiento de los huesos en la calle; el caso de un diputado nacional asesinado a quemarropa en su propia casa por un grupo de policías en 1898; o un gobernador que en 1905 fue secuestrado y llevado a una finca cuando volvía en tren desde Buenos Aires, con el dato curioso de que el líder de esta operación fue alguien que décadas después se convirtió en gobernador. Pero quizás nada se compara en magnitud con lo que ocurrió en aquellas incendiarias jornadas del 16 y 17 de diciembre de 1993. Nunca en la historia argentina se había visto que ardieran una casa de gobierno, una legislatura y un palacio de tribunales. Todo en un mismo día. Escenas tremendas de manifestantes en manada que fueron a saquear y quemar casas de líderes políticos. En épocas actuales, hubiera sido trending topic en redes sociales como Twitter. De hecho, en aquel momento, lo que pasó en Santiago del Estero tuvo repercusión en medios internacionales.
¿Cómo se llegó a una situación así? ¿Qué condiciones coyunturales y estructurales confluyeron para desencadenar un estallido social? En términos de una larga duración, puede ser visto como una anomalía o bien una constante en la historia local y nacional. O desde otro ángulo se la puede mirar en perspectiva nacional y latinoamericana y, en esa dirección, pensar en sucesos previos como el “Caracazo” de febrero-marzo de 1989 o sucesos posteriores como los cacerolazos de diciembre de 2001 (otro diciembre histórico). En ambos, hubo respuestas de furia popular, similares al Santigueñazo, frente a planes de ajuste que iban en consonancia con las políticas neoliberales.
Pero no estamos hablando ni de Caracas ni de Buenos Aires, sino que estamos hablando de una provincia ubicada en la región del NOA de la Argentina, cuya ciudad cabecera es denominada “Madre de ciudades”, por ser la primera ciudad fundada que perduró en el actual territorio argentino. En los años noventa Santiago era una de las provincias denominadas “inviables”, según el parecer demasiado pragmático del ministro de Economía, Domingo Cavallo. “Las provincias que tienen que hacer ajustes son las que se han desajustado”, decía el mismo Cavallo, envalentonado con los primeros resultados de su criatura.
Santiago tenía, según el censo de 1991, 672.301 habitantes, un treinta y cuatro por ciento de población rural y cuarenta y cinco por ciento de la población concentrada en solo dos ciudades: Santiago del Estero y La Banda. Y por supuesto, en sus finanzas, una alta dependencia de la coparticipación federal.
En el contexto nacional, Carlos Menem comenzaba a cosechar los resultados del Plan de Convertibilidad en cuanto a estabilidad cambiaria. El gigante de la inflación era derrotado, a un costo social altísimo. Pero en el momento del estallido santiagueño, Menem se encontraba en Roma, en una visita al Papa Juan Pablo II.
Como sucedía desde la vuelta de la democracia en 1983, gobernaba en Santiago del Estero el peronismo. Pero era un peronismo divido, que había ganado las elecciones de 1991 con muchos problemas de legitimidad, puesto que el candidato electo, Carlos Mujica, había triunfado gracias a la Ley de Lemas, la cual permitía sumar para el ganador los votos de todos los candidatos de su mismo partido. Es decir, Mujica sumó los votos de los otros candidatos peronistas, y con esa aritmética, pudo superar al candidato radical que no demoró en denunciar fraude en los comicios.
Pero fue un gobierno provincial que nunca encontró su rumbo, porque no logró afianzarse el timorato liderazgo de Mujica y no contó con el apoyo del gobierno nacional. Así fue como en octubre de 1993, cuando aún no habían transcurrido dos años de mandato, Carlos Mujica renunció. Y entonces asumió el vice, Fernando Lobo, tomando una olla caliente que, como podía esperarse, le explotó en la cara.
En una carta que, diez años después del Santigueñazo, el mismo Lobo le escribió a un historiador local, le decía: “Cuando tomé el gobierno se debían cuatro meses de sueldo. No cobraban ni los activos, ni los jubilados”. Lobo defendía una teoría que tuvo cierta acogida entre los políticos afectados por los saqueos, que culpaba a “infiltrados” externos por todo lo lo ocurrido. Las versiones de barras bravas provenientes de Tucumán y de otros datos que darían cuenta de una “mano invisible” detrás de los acontecimientos. Algo similar a lo que ocurre con las versiones que mencionan una especie de “golpe de estado” encubierto en diciembre de 2001, con líderes opositores que habrían agitado los desmanes. Por supuesto que hay que escuchar estas narraciones, pero nunca perder de vista la situación de fondo que vivía la provincia con las visibles consecuencias de políticas que afectaron a las clases medias y a los sectores más vulnerables de la población.
Una combinación de atraso de sueldos, números alarmantes de pobreza, corte de la cadena de pagos que afectaba a comerciantes y la propuesta de implementación de una ley de emergencia económica para continuar con el achicamiento del estado, resultaron en marchas de empleados estatales que se tornaron cada vez más frecuentes, hasta terminar en la hecatombe del 16 y 17 de diciembre.
“Santiago, radiografía de una provincia abandonada a su suerte”, decía un joven periodista, llamado Luis Otero, en el noticiero de Canal 13. Por su parte, como corresponsal de escenarios difíciles se encontraba Julio Bazán, quien vino a Santiago para transmitir con el micrófono tembloroso en la mano y siempre agitado, las alternativas de una jornada peligrosa.
En un antecedente aun más potente del “que se vayan todos” de 2001, los manifestantes, después de dejar en cenizas la Casa de Gobierno, fueron a los domicilios de los líderes políticos más conocidos, sin distinguir partidos. La casa de tres exgobernadores (Caros Juárez, Cesar Iturre y Carlos Mujica) y del líder de la oposición (José Zavalía, radical) fueron foco de ataques, aunque Zavalía defendió su propiedad con armas de fuego. Todo muy cinematográfico.
Las fuerzas federales llegaron a Santiago del Estero el mismo 16 de diciembre. Pero no pudieron impedir que al día siguiente los episodios continuaran en la vecina ciudad de La Banda. Ese día, el 17, se reforzó la llegada de gendarmes y policías federales. Y así, en una ciudad militarizada, arribó el interventor federal Juan Schiaretti, el mismo que años después fue electo gobernador de Córdoba. Santiago del Estero sumaba una más a la larga lista de intervenciones federales que había sufrido desde mediados del siglo XIX.
Una rebelión: ¿y después?
“La rebelión de los mansos”, es el título de un documental en donde se habla del Santigueñazo. Claro, los “mansos” vendrían a ser los santiagueños. El término se remonta a una narrativa muy difundida que retrata al santiagueño como un ser pasivo, cuya actividad saliente es dormir la siesta; que sufre estoicamente y no se inmuta. Una visión estereotipada que, como tantas otras, merece discutirse.
Pero pensar el Santiagueñazo tiene sus problemas. “Una pequeña revolución francesa”, le había denominado una periodista chilena de El Mercurio de Chile. Lo cierto es que una revolución marca un quiebre. Nada vuelve a ser como antes. Sin embargo, resulta que menos de dos años después de aquel estallido, Carlos Juárez asumía su cuarto periodo de gobierno. ¿Cómo? Sí, el mismo Juárez que había visto violentado su domicilio el 16 de diciembre del 93, estaba nuevamente al mando del poder ejecutivo en julio de 1995. ¿Y esto cómo se explica? El juarismo en Santiago merece una reflexión aparte –y un artículo al menos- para entenderlo.
Por supuesto, una vez en el poder, el juarismo construyó una visión negativa sobre el Santiagueñazo. O más bien un silenciamiento de aquellas jornadas. Y como la historia se escribe con documentos, pero se alimenta de la memoria, Juárez quiso poner bajo la alfombra del pasado lo que ocurrió en diciembre del 93.
Diciembre en la historia reciente
Diciembre es un fantasma de nuestra historia reciente. Representa la latente amenaza a la estabilidad y tranquilidad social. “Pasar diciembre”, lo que cualquier presidente argentino bajo una crisis desea genuinamente. Y una lección fuerte que dejó el Santiagueñazo para quienes ejercen el poder, sobre todo en provincias que dependen en gran parte de la coparticipación nacional, es cumplir con los sueldos al día. Lo demás es conversable. Los sueldos al día no se tocan.
Y en los estallidos de diciembre, aparece otro fantasma, el de un personaje simbólico: Cavallo. El ministro de Economía, con sus ojos celestes, epítome del ajuste. El que decía en los años noventa que las provincias que no se ajusten, tendrían que hacerlo indefectiblemente. Santiago intentó hacerlo. En el medio ocurrió el desastre. El mismo Cavallo que, en 2001, llegó como salvador de un gobierno débil, y terminó explotando por los aires con los cacerolazos.
Está claro que ningún ajuste es gratuito. Los santiagueños lo aprendimos hace mucho.