Por Dante Barbato
El 20 de noviembre de 1845 una flota anglo-francesa organizó una incursión al río Paraná con el objetivo de abrirlo al comercio internacional intentando poner fin al monopolio del puerto de Buenos Aires mantenido por el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Para evitar el paso de las naves invasoras, se ordenó el establecimiento de una defensa en la Vuelta de Obligado, un recodo del río donde el cauce se estrecha. Se enviaron tropas desde Buenos Aires que se organizaron en cuatro baterías de artillería armadas con cañones y se instalaron barcazas encadenadas que atravesaron el río con el objetivo de evitar el paso de la escuadra anglo-francesa. Tras estas se ubicó el bergantín de guerra Republicano. Además, se habían sumado batallones de infantería de línea, milicias de campaña y fuerzas auxiliares voluntarias.
Pese a que la resistencia federal fue implacable las naves invasoras lograron pasar atribuyéndose la victoria. Sin embargo, tras desembarcar río arriba, no se expandió el mercado ni se produjeron victorias políticas para los unitarios, quienes apoyaban a las potencias invasoras.
Las potencias europeas buscaban, por un lado, la apertura de los ríos Paraná y Uruguay, como exigían los comerciantes de Liverpool y Manchester y la independencia de Uruguay respecto de la intervención rosista. Tras el pedido de los unitarios que estaban residiendo en la ciudad oriental y el fracaso de las negociaciones diplomáticas para que Rosas desista de su intervención en el conflicto oriental, las potencias europeas intervinieron en la política rioplatense. En agosto de 1845 las tropas extranjeras se apoderaron de la Isla Martín García y en septiembre bloquearon el puerto de Buenos Aires en pos de imponer un nuevo equilibrio político en la región.
La invasión europea se inscribió en un conflicto político más amplio en el cual las luchas facciosas estaban enlazadas con los poderes externos que ponían en peligro la hegemonía de Rosas dentro de la confederación. El eje de la disputa fue la ciudad de Montevideo, un conflicto que involucró no solamente al gobierno oriental sino también al gobierno de la Confederación y a las potencias extranjeras: Francia e Inglaterra. Manuel Oribe, el líder de los blancos uruguayos que había sido desplazado del poder y se encontraba exiliado, tenía el apoyo político y militar de Rosas para el sitio que estaba llevando a cabo en la ciudad oriental que se extendió entre 1843 y 1851. Hacia 1845 el caudillo entrerriano Justo José de Urquiza había conseguido derrotar al líder oriental Fructuoso Rivera en la batalla de India Muerta, Oribe estaba muy cerca de entrar en Montevideo y todo indicaba que el equilibrio de poder en el Río de la Plata estaría en manos de Rosas. En abril de 1845, meses antes de que la flota anglo-francesa bloquee el puerto de Buenos Aires comenzaban a alzarse algunas voces que denunciaban el carácter colonial de las pretensiones anglo-francesas. El periódico La Gaceta Mercantil, denunciaba: ¿Qué sería la intervención sino la conquista? (…) no encontrarían sino enemigos implacables, que los recibirían en la punta de sus lanzas, ó entregarían á las llamas importaciones detestables por su origen”. En esta línea, dos años antes, el legislador y funcionario rosista Manuel Irigoyen interpretaba la presencia británica como una clara invasión colonial que se enmarcaba en un proyecto de largo plazo y a escala global: “Se observa que estas potencias lejos de mirar el sistema colonial como concluido, tienen un grande empeño por sostenerlo, haciéndose de territorios no solamente en Asia y Africa sino también muy particularmente en América. La Inglaterra no contenta con las Malvinas, ha intentado comprar las Californias, y pretende las costas de Mosquitos, en Guatemala, haciendo valer el testamento de un indio salvaje en favor de la Reina Victoria, y quiere apoderarse del Rio Orinoco de Venezuela”.
Lejos de ser el líder todo poderoso que dominaba la confederación a partir del uso exclusivo de la violencia, Rosas no pudo impedir el ingreso de las tropas anglo-francesas. Sin embargo, lo que nos muestra el episodio es que la libre navegación de los ríos interiores y el monopolio del puerto de Buenos Aires eran asuntos que debían resolverse internamente sin la injerencia de poderes externos. La lucha contra el poderío anglo-francés coincidía entonces con la protección de los intereses permanentes de Buenos Aires en la defensa de la Aduana y su exclusividad en el cobro de gravámenes.
El bloqueo británico al puerto de Buenos Aires se levantó en 1846 y el de los franceses un año más tarde. Finalmente, tras negociaciones diplomáticas llevadas a cabo por representantes de las potencias y Felipe Arana en representación de Juan Manuel de Rosas como Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación se firmaron el tratado Arana-Southern de 1849 con Gran Bretaña y Arana-Le Predour con Francia, celebrado el año siguiente. En términos generales se reconocía la soberanía de la Confederación sobre los ríos interiores y las potencias se comprometían a devolver la Isla Martín García y Rosas a retirar sus tropas del sitio de Montevideo.
Si bien aún primaban sentimientos localistas, la idea de pertenencia a una nación que aún estaba en formación y que deberían esperarse varios años para el definitivo proceso de construcción del Estado Nacional que se inició de manera sinuosa tras la caída de Rosas con la batalla de Caseros de 1852, en la Vuelta de Obligado Rosas estaba resistiendo a la intromisión extranjera en los asuntos internos de la Confederación. En buena medida se trató de un ejercicio de soberanía por parte de una de las nacientes repúblicas americanas que habían surgido tras el ciclo de revoluciones de independencia. Según el discurso rosista se trataba de una república independiente que supo restaurar el orden social, reafirmar las jerarquías sociales y contener la movilización social y política abierta con la revolución. El historiador Jorge Myers ha explicado que uno de los elementos constitutivos del discurso republicano rosista consistió en la difusión de un imaginario de identidad americana asociada a la idea del “Sistema Americano” que en algún sentido suplía una identidad nacional en buena medida difusa por entonces. Los ejes centrales del americanismo rosista se resumían en que la causa de la federación representaba la defensa de la independencia nacional frente a la injerencia de las potencias europeas. La República Rosista entonces debía ser defendida de los desafíos diversos internos y externos que amenazaban con su desintegración.
En este sentido, la férrea defensa rosista contribuyó a su vez a exaltar una identidad americana ya consolidada y al reconocimiento de Rosas en el exterior. La valiosa defensa frente a la agresión europea fue reconocida por distintos mandatarios de la región y del exterior. José de San Martín le expresó su apoyo a Rosas como el único líder de América que había rechazado con éxito las presiones de las potencias europeas. En una famosa carta de 1848 le confesó que el triunfo diplomático: “presenta a todos los Estados americanos un modelo que seguir. Jamás he dudado que nuestra patria tuviese que avergonzarse de ninguna concesión humillante presidiendo usted sus destinos”.
El resultado obtenido en la Vuelta de Obligado y en el plano diplomático contribuyeron a reforzar la autoridad de Rosas dentro de la confederación. El ministro británico Henrique Southern reconoció que “la Intervención ha dado fuerza vigor al poder de Rosas. Su reputación, naturalmente, ha llegado a ser inmensa; y ha demostrado a satisfacción de sus compatriotas que, por lo menos, es invulnerable”. En los años que siguieron a la batalla se asistió a un relajamiento de las condiciones sociales y políticas y a una Pax rosista que duró hasta el desafío abierto por Urquiza en 1851. Se disolvió la mazorca, se permitió la vuelta de los emigrados y se devolvieron parte de las propiedades que habían sido confiscadas a los enemigos de la causa. Cabe recordar que ese relajamiento se daba sobre un sector específico que era el que más limitaciones le había planteado al orden rosista: la elite. De alguna forma podríamos decir que el rosismo pudo permitir esa idea de reconciliación con los sectores dirigentes puesto que se había logrado el principal objetivo buscado por Rosas cuando asumió su primer gobierno a fines del año 1829: disciplinar y encauzar a una sociedad diversa y movilizada bajo una fuerte autoridad que debía contener la heterogeneidad de intereses sociales en tensión. Hacia la década de 1840 la maquinaria política rosista había adquirido cierta rutinización en su funcionamiento y tras imponerse a diversos desafíos locales y externos que la venían poniendo en jaque desde fines de la década de 1830 reforzó y extendió su autoridad política. Como han explicado Jorge Gelman y Raúl Fradkin, esto nos muestra que el largo período rosista nunca fue igual a si mismo sino que se trató de una experiencia política que fue mutando permanentemente y que debe pensarse desde su dinámica histórica.
La acción contra las potencias europeas no solo tuvo significación en ese contexto sino cuando una amplia corriente historiográfica conocida como revisionista surgida en la década de 1930 y muy conectada con reivindicaciones políticas del momento, postuló la idea de que Rosas estaba defendiendo intereses nacionales con una clara vocación antiimperialista. En esa tradición se inscribió la labor del historiador revisionista José María Rosa, quien en 1974 elevó el pedido a las autoridades nacionales para que el 20 de noviembre sea declarado día de la Soberanía Nacional, pero la dictadura militar anuló esa declaración. Recién en el año 2010, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner lo introdujo nuevamente en el calendario nacional y el 20 de noviembre de ese mismo año se descubrió un monumento que recuerda la batalla en la localidad de Obligado. En torno a la figura de Rosas, entonces, se han imaginado y proyectado diversos proyectos de nación muy diferentes entre si. En esta operación política se ubica la imponente repatriación de sus restos en 1989 durante la primera presidencia de Carlos Menem y posteriormente la inclusión del caudillo federal y su hija Manuelita en el billete de 20 pesos acompañado en la parte trasera de una escena del combate contra las potencias europeas.
La incorporación del día de la Soberanía Nacional en el año 2010 se enmarca en un conjunto de nuevas conmemoraciones. El día del Respeto a la Diversidad Cultural el 12 de octubre, o el 17 de junio declarado fecha patria en honor al caudillo Martín Miguel de Güemes, ponen en tensión una narrativa tradicional que tenía en el 25 de mayo, el 20 de junio y el 9 de julio celebraciones canónicas que contaban con un amplísimo reconocimiento social y que fueron centrales en la construcción de la identidad nacional. Esta apuesta que ha dado lugar a un nuevo repertorio de celebraciones ha despertado nuevos interrogantes públicos que han dotado de diversos sentidos a un pasado que está siempre en disputa. También ha demostrado que revisitar estos pasados que parecen lejanos a nuestro presente o dicho de otro modo aquellos pasados pasados en contraste con los pasados que no pasan de nuestra traumática historia reciente suelen incomodar tal vez mas de lo que a priori podría suponerse. La vocación problematizadora de las nuevas celebraciones han traído consigo una invitación a la polémica que es bienvenida y habilita a interrogarnos acerca de nuestros proyectos de país y a interpelarnos acerca del sentido de nociones como soberanía y nación y a repensar el lugar de los poderes externos en la diagramación de las políticas públicas.
Dante Barbato. Lic. en Historia (UBA) becario doctoral UBA (Instituto Ravignani).