Redactado por Agustina Quintana y Alejandro Medici
A propósito del Lawfare, se ha discutido mucho sobre cómo lograr una reforma del poder judicial, se han buscado consensos que han sido esquivos, formado comisiones de especialistas (la comisión creada por Alberto Fernández, al principio de su mandato integrada por plurales y brillantes personalidades ha dejado un informe que ha sido totalmente ineficaz), se han enviado proyectos al congreso para descentralizar la justicia federal que no han sido tratados, se han nombrado funcionarios que se han destacado por su inacción en el tema, mientras todo esto sucedía la legitimidad del gobierno del Frente de Todos se iba diluyendo y el tempo político para encarar esta y otras necesarias transformaciones relacionadas (por ej. aplicación plena de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, mutilada por sendos decretos de Macri), etc., etc., había dejado paso a una sensación de impotencia, un cierto cansancio.
Al mismo tiempo con la remisión de la pandemia como problema social, las debilidades de la economía, el peso del endeudamiento público, las condicionalidades del acuerdo firmado con el FMI, las consecuencias de legitimar una deuda ilegal sin investigaciones, la incapacidad para controlar la inflación, en fin, la implementación de la “reducción del gasto público”, de los “subsidios”, la “corrida financiera”, nos hicieron olvidar que todas las omisiones se pagan, que los goles que se erran en los minutos iniciales se terminan sufriendo cuando ya no hay piernas para defender, por usar una metáfora futbolera.
Y entonces la figura del Lawfare proyecta su larga y densa sombra sobre la democracia como amenaza de proscripción (“inhabilitación”, técnicamente) para ejercer cargos públicos. Una espada que pende sobre la cabeza de CFK después de la acusación de los fiscales en la causa conocida popularmente como de “La obra pública”, o “vialidad” …
Que decir para no repetir los comentarios y notas que tan profusa y sabiamente se vierten estos días en numerosas fuentes periodísticas críticas de la “puesta en escena”, de la complicidad de los grandes grupos multimedia, de la actitud de la CSJN; que se lamentan de la oportunidad perdida al inicio del gobierno actual, que recuerdan los antecedentes regionales de estas prácticas, que describen abundantemente los vínculos de los fiscales y jueces de este caso y otros casos relevantes adjetivados como prácticas de Lawfare con el macrismo, su participación en las actividades de promoción del deporte en la Quinta Los Abrojos, sus visitas a la quinta de Olivos, a la rosada, a la AFI, y otro largo etcétera.
No renegamos de toda esa abundancia informativa, pero a los efectos conducentes, pensamos que hay que reflexionar de aquí y para el futuro sobre dos aspectos del lawfare que se reiteran en la persecución actual a la vicepresidenta.
Es evidente por todo esto que se viene hablando acerca del “partido judicial” y sus intenciones condenatorias, que no estamos ante una cuestión que se resuelva solamente con estrategias defensivas judiciales o con la discusión de los detalles del debido proceso, del derecho de defensa en juicio, caso por caso, etc., que, por supuesto no menospreciamos, ni banalizamos, y son imprescindibles para el ejercicio del derecho de defensa en cada una de las causas. Pero hay que entender que no atravesamos un momento de normalidad. Que hay una parte del poder judicial, de la clase política, y de los grandes intereses económicos y mediáticos que no juegan con las reglas del debido proceso judicial, de la presunción de inocencia, de una cierta relación que obliga al derecho a buscar una verdad comprobable en hechos y en derecho antes de condenar a alguien. Estamos ante prácticas, las que se sintetizan con el término guerrero Lawfare, que se ponen por fuera de ese código que se supone compartido en cualquier litigio judicial en un marco de estado constitucional de derecho. Esto no es fácil de comprender porque constantemente se invoca la autoridad del derecho frente a la corrupción en forma retórica, mientras se construye el espectáculo político de los chivos expiatorios sacrificados en nombre de la guerra contra la corrupción.
Jean F. Lyotard, antes de hacerse famoso con sus obras sobre la condición posmoderna, escribió en su libro “El diferendo”, que hay dos tipos de conflictos. Los litigios, donde las partes comparten un mismo código que usan para resolverlo, y el “diferendo”, donde las partes no comparten el mismo código de reglas y por lo tanto la situación sólo puede resolverse políticamente.
A esta altura de los acontecimientos, y más allá de la confusión, de las polémicas en torno a una causa judicial, inevitables y por otra parte necesarias, una mirada más general del problema nos muestra que estamos ante un problema de diferendo político, que no tendrá una solución plena, estructural, con las estrategias defensivas en causas judiciales separadas, sino empezando a pensar seria y urgentemente en recuperar el tiempo perdido de una política contra el Lawfare y sus condiciones de posibilidad. Porque estamos ante un grave diferendo político.
Esto resulta evidente y urgente, porque las comisiones de estudio, los funcionarios no funcionales, las reformas legales sin mayorías para su tratamiento y aprobación, ceden ante la aceleración del tiempo político que los acontecimientos de la causa “Obra pública” han producido.
Otro aspecto importante que debemos tener en cuenta, es el modelo y los intereses económicos y geopolíticos que están detrás de las prácticas de Lawfare. En el ejercicio público que hizo la vicepresidenta de su derecho de defensa, que le fuera formalmente negado por el tribunal que la juzga, a través de las redes sociales dijo que esto no era solamente contra ella sino contra los logros de su gobierno y el de Nestor Carlos Kirchner. Además, sostuvo que en realidad, en Argentina esta práctica sirve no sólo para perseguir y proscribir, sino también para proteger a los que verdaderamente se han enriquecido en general, a través de las políticas neoliberales, y en especial, por medio de la corrupción de la obra pública nacional no debidamente auditada, salvo en el caso de la Provincia de Santa Cruz.
Estos dichos de CFK nos han motivado a pensar críticamente las prácticas de Lawfare como “mercados de violencia”. Usualmente estos mercados se asocian con el tráfico de personas, órganos, animales y drogas prohibidas, también con las guerras civiles y el comercio de armas, bienes que los grupos enfrentados capitalizan como renta al controlar parcelas de territorios.
Hoy resulta necesario pensar el Lawfare como un mercado de violencia en una guerra irregular que hace un uso estratégico y selectivo del derecho (ya que la violencia no es solo directa, manifiesta, sino también social, latente, estructural, simbólica, psicológica, etc.) donde sus actores intercambian y promueven la reproducción de capitales económicos, simbólicos, entre la “justicia”, otros segmentos del aparato represivo y de inteligencia estatal, la economía concentrada de bienes y servicios, y la política. No deja de ser coherente en contextos donde en forma creciente los procesos de democratización se ven condicionados, cuando no a la defensiva y en retroceso frente a las plutocracias (de pluto riqueza, y cratos, autoridad, poder, gobierno). Plutocracias eso sí, legitimadas electoralmente. Máxime cuando consiguen deslegitimar y proscribir a sus oposiciones populares.
En ese mercado, claro, hay desigualdad en la circulación y acumulación de capitales. Los grandes grupos económicos y mediáticos se ven favorecidos ante la deslegitimación de los liderazgos y organizaciones populares efectivas para contrapesar, limitar sus intereses, la corporación partido judicial gana momentos de prestigio, heroicidad, impunidad y privilegios para actuar arbitrariamente como poder contramayoritario sin transparencia ni control ciudadano, los opositores compiten en su dureza y denuncias por las fracciones de capital político, legitimidad, que les deja la cruzada republicana contra la corrupción, los delatores arrepentidos que repiten los testimonios que les dictan coachs ministros o incluso espías de los servicios de inteligencia aligeran sus condenas, salen libres e incluso pueden recibir estímulos económicos para invertir en emprendimientos, los haters, finalmente, último eslabón en esta “larga cadena del ser”, reciben la satisfacción de confirmar sus prejuicios a través de los rituales judiciales espectaculares reproducidos por medios y redes en la bigdata y los “filtros burbuja” que los clasifican minuciosamente como consumidores políticos y los masajean dilatando su goce violento contra los/as “chorros/as” que “se robaron dos PBIs” . Hay entonces toda una economía de violencia en el mercado del Lawfare que distrae de la agencia de la real delincuencia de cuello blanco que prolifera en evasión fiscal, fuga de capitales, triangulación de exportaciones para evitar cargas fiscales, sobrefacturación de importaciones, subfacturación de exportaciones, y todas las ventajas legales que las políticas neoliberales concede a las posiciones oligopólicas en distintos sectores de nuestra economía periférica colonial.
En ese marco, la implosión de la legitimidad del poder judicial, de la política como un espectáculo de decadencia (pos)democrática aparta la vista del crecimiento de las desigualdades y de la emergencia de plutocracias legitimadas electoralmente que logran impunidad para anteponer sus intereses, legal o ilegalmente, al bien común y a la Justicia Social. Los términos que usamos, por ej. “democracia”, ya no denotan. Los usamos por convención, costumbre, tal vez una vaga esperanza, casi una mística creencia en el poder de la repetición de palabras. Pero infelizmente de no modificarse las condiciones políticas, las “relaciones de fuerza” tan mentadas para justificar la impotencia, lo único que hacemos es naturalizar quimeras: democracias sin justicia social, repúblicas de pobres.
Mientras tanto, la promesa moderna del ejercicio controlado y regulado del poder punitivo del estado, con garantías de construcción de una cierta verdad jurídico procesal que nos permita distinguir realmente los actos de corrupción públicos y privados por medios racionales de probar hechos y derecho aplicable se evaporan en una era de posverdad judicial que es una amenaza no solamente para liderazgos populares que se indisciplinen ante el neoliberalismo, sino también para las organizaciones del campo popular y para todos/as los y las argentinos/as. De hecho, la presunción de inocencia y el abuso de la prisión preventiva son notas normalizadas para los sectores populares, coloridos y sexuados desde hace tiempo. El Lawfare hiperboliza y legitima, aún más, esas prácticas.
Por eso lleva razón CFK cuando dice que no es contra ella o, no solamente, sino contra la democracia y el pueblo argentinos. Finalmente, como decíamos, la solución es política, no será sencilla, pero si es simple su primer paso: movilización popular. Los litigios necesarios para la defensiva en cada aspecto y cada causa de Lawfare, deben encuadrarse, no obstante, en una comprensión del crucial diferendo en el que estamos envueltos. Del laberinto “se sale por arriba” se escucha frecuentemente en las organizaciones del campo popular, y las “relaciones de fuerza” son dinámicas, se modifican. Volver a empezar por lo básico.
En el peor de los casos, todo esto servirá para generar una narrativa movilizadora, una épica política bastante perdida por la centralidad de la gestión económica en los últimos tiempos. Si los mercados nos lo conceden…