Desde el 26 de junio de 2002 a hoy, han transcurrido la misma cantidad de años que distancian a las puebladas de Cutral Có y Plaza Hincul (que parieron al movimiento piquetero) con el inicio de la última dictadura cívico-militar. Darío Santillán fue parte de esa generación militante del 2001 que encontró en la “Masacre de Avellaneda” un cierre trágico al ciclo de luchas populares, que se abrieron precisamente en 1996 con las puebladas, y que encuentra en el alzamiento zapatista del 1º de enero de 1994 en México, una de las pocas referencias en un mundo unipolar que se presentaba sin fisuras, signado por la ideología neoliberal del fin de la historia y el triunfo arrollador del capitalismo.
¿Qué caracterizó a esa generación que ingresó a la militancia en plena ofensiva conservadora en el mundo y que tuvo que enfrentar en la Argentina el estigma de que el plan de ajuste hacia las clases trabajadoras se llevará adelante desde un gobierno que se decía justicialista? Entre otras cuestiones se jugaba el desafío de “inventar o errar”, mientras se buscaba establecer una conexión con la última generación que inmediatamente antes había apostado por la revolución y había sido derrotada en esa apuesta. La tensión entre la herencia y la invención, por lo tanto, será constitutiva de la subjetividad política de esta generación.
Kosteki y Santillán
Maxi se suma a la militancia en el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Guernica tras las jornadas insurreccionales del 20 de diciembre de 2001. De estas, Darío había participado siendo un integrante activo del MTD de Lanús, en el que había puesto en pie una “bloquera” (proyecto de trabajo autogestivo para fabricar bloques de cemento para viviendas populares y espacios comunitarios territoriales) y con el que había ocupado tierras juntos a decenas de vecinos para construir su primera casa, formando un asentamiento en el populoso barrio La Fe, de Monte Chingolo. Antes, a inicios de los 2000, había fundado un MTD en el distrito bonaerense de Almirante Brown, zona de Claypole. Allí, en el barrio Don Orione, Darío se había criado junto a sus hermanos y sus padres, ambos enfermeros. Cursando sus estudios secundarios en San Francisco Solano, distrito de Quilmes, Darío se topa con la política. ¿De qué manera? Del modo en que lo hicieron la gran mayoría que asumió un compromiso político entonces: conformando nuevamente el Centro de Estudiantes en su escuela; participando de las movilizaciones contra la Ley Federal de Educación; acompañando tomas de colegios; confeccionando una revista-fanzine; haciendo pintadas, muraleadas, afichadas y volanteadas que incitaban a la revuelta; compartiendo cervezas y charlas con amigos en una esquina; yendo a un recital de rock a saltar, bailar y cantar contra la policía que solía hostigar a la juventud en las barriadas; conversando con algún profesor o profesora que se dispusiera a poner la oreja para escuchar sus problemas e inquietudes (o que se dispusiera a recomendarle algún cassette, película o libro); sumándose a algún escrache de H.I.J.O.S, rondando con las Madres de Plaza de Mayo o a cualquier marcha en defensa de los Derechos Humanos, esas que reivindicaban la historia reciente de las luchas populares y condenaban la impunidad en la que los genocidas del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” vivían entonces (libres y en sus casas, luego de haber sido juzgados, condenados y encarcelados… Para pronto recuperar la libertad tras las “leyes de impunidad” del alfonsinismo –Obediencia debida y Punto final—y los indultos menemistas). En ese camino, fue más que frecuente el diálogo establecido con las militancias de los años setenta, sea conversando en alguna “charla debate”, en un diálogo imaginario establecido a través de la lectura de algún libro o la contemplación de una película frente a una videocasetera y un televisor.
Desde abajo y la periferia
Toda esa militancia que el 20 de diciembre de 2001 marchó desde el Conurbano a Capital y que durante los últimos años de la década del noventa e inicios de la siguiente se organizó en movimientos sociales (como los MTDs), fue intensamente influenciada por los procesos de lucha de las periferias (sean los vascos e irlandeses europeos, los indígenas chiapanecos o los y sobre toda las piqueteras de las provincias del norte y sur de la Argentina). Un “ethos militante” sustentado en la democracia popular y la acción directa, la desburocratización de las organizaciones y la combatividad e intransigencia frente a un mundo y un país que se mostraban inflexibles en su vocación devastadora, moldearon una cierta perspectiva insurgente en estas militancias. De allí la importancia de las figuras de Evita y del Che, de Cooke y del Subcomandante Marcos, así como los sonidos y estéticas duras del pesado rock argentino.
Comprendiendo ese contexto, puede entenderse cabalmente toda esa apuesta de militancia territorial, con el eje en las asambleas de los barrios populares, las villas y los asentamientos y el impulso de piquetes para obtener respuestas ante las reivindicaciones planteadas a las autoridades estatales, que Las manos de Filipi sintetizó luego en su canción “Corte de ruta y asamblea, que en todos lados se vea la clase obrera”. También, la promoción de acciones de ocupación de tierras para construir viviendas y todo el despliegue comunitarios sostenido en roperitos que facilitaran la vestimenta de los sectores populares, así como la red de comedores y merenderos que buscaron paliar de manera colectiva el hambre que azotaba a cada familia. Sólo en esta perspectiva se entiende cómo, en un contexto creciente de desocupación masiva y expansión de la precarización general de la vida, los denominados Nuevos Movimientos Sociales recuperaron prácticas barriales como las de la Juventud Peronista de los años setenta, y las resignificaron, insistiendo en el carácter “trabajador” de este tipo de organización territorial (Movimientos de Trabajadores Desocupados) y empezando a poner en pie los primeros proyectos de trabajo autogestivo (carpinterías, bloqueras, talleres textiles, panaderías, huertas comunitarias, etc). Una apuesta por sostener la identidad y la tradición obrera mientras las empresas de comunicación y muchos sectores “progresistas” de las academias hablan del fin del trabajo.
Secretos compromisos de encuentro
Mucho ha cambiado en la Argentina y nuestro continente desde el 2001-2002. En Nuestra América, al alzamiento indígena en el sureste mexicano, le sucedieron rebeliones y masivas movilizaciones; luego todo un ciclo de gobiernos progresistas y populares que quebraron la hegemonía estadounidense en su “patio trasero”, pasando de los intentos por quebrar su política de libre mercado a través del ALCA a una sucesión de intentos por cobrar autonomía de cada uno de los países, a la vez que se reavivaba la llama de la unidad Latinoamericana.
En nuestro país, si bien los índice de pobreza e indigencia hoy son alarmantes (tras cuatro años de “retorno neoliberal” con la gestión de Mauricio Macri y los dos años de pandemia mundial), existe un pujante movimiento popular, diverso en colores, banderas e identidades y hay situaciones que no volvieron a repetirse, como el hecho de que desde el Estado nacional se promueva la ejecución de un operativo conjunto de las fuerzas de seguridad para reprimir la protesta social (como el 26 de junio de 2002 lo hicieron la Policía Bonaerense junto con la Federal, Prefectura y Gendarmería), que culminaron con manifestantes asesinados (aunque sí existieron represiones provinciales desarrolladas durante el período kirchnerista, como la que se cobró la vida del maestro Carlos Fuentealba en el Neuquén de Sobisch o la represión desatada contra el pueblo mapuche en la Patagonia durante la gestión macrista, en el marco de la cual perdieron la vida Santiago Maldonado y Rafael Nahuel). Ese piso de legitimidad de la protesta social como elemento central de la vida democrática acompañó el decurso político de estas dos décadas (al menos hasta hoy). Comparado con otros países del continente, como Colombia, Ecuador y Chile, la represión sobre la manifestación en Puente Pueyrredón en 2002 dejó ese saldo de conciencia popular que se ha expresado en políticas de Estado.
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¿Por qué volver entonces sobre episodios de hace dos décadas atrás? ¿Qué sentido tiene rememorar aquellos sucesos? Si la historia de las clases populares, como bien supo subrayar el pensador y militante italiano Antonio Gramsci, es discontinua y dispersa, bien vale ejercitar (política e intelectualmente) el proceso que nos permita hilvanar las luchas actuales con las que emprendieron quienes pelearon antes. Darío y Maxi, más allá de sus nombres y recorridos singulares, expresan –como insistimos en señalar en “El militante que puso el cuerpo”, la biografía de Santillán que escribimos junto a Ariel Hendler y Juan Rey—lo mejor de una juventud militante que le puso el cuerpo no sólo a las balas de la represión policial, sino también a la adversidad de la época, en búsqueda por trascenderla.
En la conmemoración de aquellos trágicos sucesos que llevaron a esos muchachos a la muerte aparece toda la vitalidad de sus vidas puestas al servicio de un proyecto colectivo para dignificar las existencias bastardeadas por la ofensiva neoliberal. Es un desafío, entonces, como supo escribir el filósofo alemán Walter Benjamin, entretejer un secreto compromiso de encuentro entre las generaciones.