Latinoamérica patas arriba

Es tentador hablar de ciclos en américa latina. Sin embargo el ensamble actual no muestra aun las sociedades posibles.

Resulta tentador hablar de Latinoamérica en términos de ciclos. Ordena, reconforta, en un escenario que suele ser más bien dinámico. El antecedente inmediato está en el llamado ciclo progresista de comienzos del siglo XXI, aquel periodo signado por la emergencia de proyectos transformadores y grandes acuerdos regionales. Hace pocos días —en ocasión del día de la amistad—, Evo Morales recordaba con una collage de fotos algunas de sus principales referencias: Hugo Chávez, Rafael Correa, Nestor Kirchner y José “Pepe” Mujica.

Cuando Luis Arce ganó las elecciones en octubre de 2020, recuperando así la democracia para Bolivia, apareció esta idea de que se inauguraba un nuevo bloque progresista para la región. Más moderado quizás, desde sus propuestas y figuras. Pero la doble jornada electoral del del 11 de abril vino a echar por tierra todos los cálculos, con el triunfo del banquero Guillermo Lasso en Ecuador, que superó por buen margen al correista Andrés Arauz; y la entrada en escena de Pedro Castillo, el flamante presidente que se construyó desde el Perú profundo.

No hay una oleada tan clara en el horizonte. Podríamos decir —abusando de la misma metáfora—que lo que hay es un mar agitado, donde las citas electorales ofrecen un aproximación a procesos de base más amplia. De un tiempo a esta parte, con la ofensiva neoliberal de por medio, lo que predomina en América Latina y el Caribe es la inestabilidad y la polarización. Y la pandemia es el escenario trágico donde se expresan los descontentos y las carencias de un territorio que es, entre otras cosas, el más desigual del mundo.

Rebelión en el eje Pacífico

Lo que supo ser el sostén del proyecto neoliberal en Latinoamérica, es decir, la denominada Alianza del Pacífico entre Colombia, Perú y Chile; hoy está atravesado por tensiones de todo tipo. Desde ya que no existe como articulación, pero además, se trata de los países donde surgieron los cimbronazos sociales y políticos más resonantes de la región.

Colombia sigue en paro en rechazo al gobierno de Iván Duque desde hace tres meses. En el medio, una violenta represión con fuerzas estatales y paraestatales evidenció la incapacidad —y falta de voluntad— del gobierno colombiano de articular algún tipo de respuesta política. Los números en materia de derechos humanos son tan dramáticos como elocuentes: al menos 44 muertos, 90 personas con lesiones oculares, más de 2 mil detenidos, además de desapariciones que no fueron esclarecidas y casos repetidos de violencia sexual.

Los protagonistas de las manifestaciones son fuerzas sociales organizadas y las juventudes urbanas, que también fueron uno de los motores en las protestas chilenas. Las demandas son múltiples y muchas de ellas de carácter estructural, desde una renta básica hasta la reforma de la policía. Pero el proceso de degradación democrática y la represión institucionalizada recorta el margen de acción desde algún espacio de diálogo. Hacia adelante, Colombia tiene en agenda las elecciones presidenciales, que se realizarán en mayo de 2022.

Chile, por su parte, continúa el proceso de transformación que inauguró con las protestas de 2019. En julio se instaló la Convención Constituyente que discutirá una nueva Carta Magna para relevar la heredada del pinochetismo, tarea desafiante si las hay. La particularidad de esta Asamblea es que está integrada mayoritariamente por fuerzas de izquierda, centro izquierda e independientes, al tiempo que la derecha se quedó sin su poder de veto para acotar los márgenes de la reforma.

Todo esto camino a sus elecciones presidenciales de noviembre, donde Sebastián Piñera llega con un imagen golpeada y el traspié electoral de los comicios regionales, en los que la alianza derechista solo ganó una de las nueve regiones que disputaba (y será la única que gobernará de las 16 que existen en Chile). Del otro lado, la sociedad electoral de comunistas y frenteamplistas llevará como candidato a Gabriel Boric, el referente del Frente Amplio que se impuso en la interna.

Finalmente, Perú concretó su demorada proclamación presidencial y el 28 de julio Pedro Castillo asumió como presidente. En su primer mensaje oficial, Castillo reafirmó la voluntad de convocar también a una Asamblea Constituyente de carácter plurinacional y paritaria, en sintonía con la experiencia chilena, no sin antes cargar tintas sobre la herencia colonial que pesa sobre sus hombros.

Las experiencias de estos países nos hablan de agendas heterogéneas: existe un descontento hacia las referencias más tradicionales del sistema político, una deuda social muy profunda y una puesta en valor de reivindicaciones largamente postergadas, vinculadas a la multiculturalidad, el ambientalismo y el feminismo, por poner algunos ejemplos concretos. Esto es una oportunidad para quienes proponen proyectos de transformación, aunque muchos observen estos fenómenos con la misma extrañeza que los sectores más conservadores de sus sociedades.

El episodio caribeño de la crisis

Dos hechos destacados pusieron al Caribe en el centro del debate en las´ultimas semanas: el asesinato del presidente de facto de Haití, Jovenel Moïse y las protestas sociales en Cuba. Con todas las diferencias que separan a estos episodios, la trama internacional del magnicidio haitiano y el debate por el presente y futuro democrático de Cuba, hablan de la injerencia imperialista y su vigencia en esta región.

En el artículo “Haití: el asesinato de Moïse y la política de río revuelto”, el periodista Lautaro Rivara habla del sesgo colonial que pesa sobre este país y dice: “No sería raro que comencemos a escuchar, de nuevo, conceptos tan remanidos del arsenal conceptual colonialista como los del ‘intervencionismo humanitario’, la ‘responsabilidad de proteger’, la ‘no indiferencia’, las ‘amenazas inusuales y extraordinarias ‘…”

Efectivamente, a la hora de hablar de los conflictos en el Caribe y Centroamérica, otro de los conceptos que resuena con fuerza es el de estado fallido. Esta narrativa nos hace pensar que no hay nada que hacer, que se trata de casos perdidos, donde la única salida es algún tipo de tutelaje o corredor humanitario, que en la mayoría de los casos funciona como eufemismo de intervención estadounidense.

Cualquier mirada con vocación solidaria sobre los conflictos sociales y políticos que pesan sobre la región caribeña —tan disgregada de nuestra mirada desde el sur continental — no puede excluir ingenuamente el peso de la amenaza militar y paramilitar norteamericana sobre esos territorios.

La articulación continental en disputa

«La OEA tal como está no sirve», declaró el viernes el presidente Alberto Fernández durante su exposición en el Grupo de Puebla. Días antes y en ocasión de la reunión de cancilleres de la CELAC, su par mexicano, Andrés López Obrador, había expresado también que “no debe descartarse la sustitución de la OEA por un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie”.
Claro que estas declaraciones no son aisladas: la sociedad entre Argentina y México se viene cristalizando en los organismo multilaterales y particularmente en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), en un intento por contener parte de la heterogeneidad de los gobiernos regionales desde una perspectiva más soberana.
Hablábamos al comienzo de este artículo del ciclo progresista, allá por el 2000. Si hacemos memoria, recordaremos que el rechazo al ALCA en la Cumbre de las Américas de 2005 fue un decisivo en el desarrollo de esa corriente que suele ser definida como progresista, popular o populista.
El rechazo al ALCA marcó un hito en la pugna contra la injerencia estadounidense en Latinoamérica, donde las estrategias de integración fueron mutando para asumir los desafíos y dificultades de las últimas décadas. Dos resultados de este proceso fueron la fundación de UNASUR, en mayo de 2008 y la puesta en marcha de la CELAC, en febrero de 2010. Con la UNASUR paralizada, la CELAC parece hoy la apuesta más firme de una integración sin Estados Unidos.
Latinoamérica está patas arriba, navegando entre los embates sanitarios y económicos del COVID y los desafíos particulares de cada territorio. En el medio, aparece el hilo conductor de la historia, dejando lugar para algunas sorpresas. Una integración en clave soberana será clave para enfrentar el futuro incierto que nos deja la pandemia.

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