La pandemia del coronavirus en el mundo, la implantación de la cuarentena generalizada y obligatoria en la Argentina han trastocado nuestras vidas cotidianas, pero también, algunos de los pilares de los modos en que concebimos nuestro estar en el mundo, y nuestras relaciones con los demás. ¿Seremos entonces capaces de replantearnos nuestras existencias singulares y colectivas?
La cuarentena y ciertas posibilidades de salirnos de los moldes en los que nos hallamos encorsetados. La romantización de la crítica a la romantización y el hablar por los demás. Algunas reflexiones para seguir llenando de preguntas a esta coyuntura.
Desnormalizar la crítica
De manera insistente, en los años setenta del siglo XX, los filósofos franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari subrayaron que no hacía falta desplazarse para devenir, porque de lo que se trataba era de habilitar el paso de flujos para que se encontraran por debajo de los códigos sociales que estratifican (“no se trata de escapes personales sino de fugas colectivas”). Estos planteos, gestados hace medio siglo –y setenta años después de que Sigmund Freud postulara la primacía del inconsciente en la vida psíquica– parecen sonar en nuestra contemporaneidad –muchas veces– como novedades. Es que los consensos progresistas de la época suelen ser pre-freudianos.
El virus que recorre el mundo, de alguna manera, ha infectado también uno de los pilares fundamentales de nuestra contemporaneidad. A saber: que nuestros yoes son muy importantes.
Cabe destacar que la decisión del Estado nacional, de decretar una cuarentena generalizada y obligatoria para toda la población de la Argentina (argumentando razones de salud pública para “cuidar a sus ciudadanos”) puso en crisis cierta concepción (digamos: liberal de izquierda, progresista) a partir de la cual se cuestiona el orden vigente, muchas veces, pero se lo hace subrayando (quizá de manera excesiva) el rol que las individualidades juegan en un proceso histórico. Está claro que desde el minuto uno hubo quienes denunciaron de esta decisión, argumentando que se trataba de un avance represivo del Estado sobre las libertades, pero el hecho es que la mayoría de la población (incluso las militancias estructuradas en partidos, movimientos y organizaciones) hemos aceptado que, ante la posibilidad de contagio masivo, su consecuente colapso del sistema público de salud e incluso, aunque en menores casos, la muerte, convenía acatar la cuarentena y tratar de reordenar nuestras vidas en función de ella. ¿Obediencia? Si el quedarnos en nuestras casas va más allá de la perspectiva del autocuidado, singular y colectivo, puede ser un problema, pero quizás no tanto si esta decisión se asume en tanto que prudencia.
Así que, al parecer, cuando las situaciones son críticas –como ésta que atravesamos– la ficción de que cada quien hace lo que quiere colapsa. Y colapsa porque histórica y ontológicamente el individuo no está primero. Fue una verdad de perogrullo, sostenida de Marx a Perón durante todo el siglo XX y gran parte del XIX (“el hombre como ser gregario, animal social”; “No hay hombre que se realice en una comunidad que no se realice”), pero una verdad que en las últimas décadas se ha visto profundamente cuestionada, y ahora vuelve a resurgir con fuerza.
Obviamente, el otro discurso, el del “pacto de unidad” en función de enfrentar entre todos y todas este “enemigo externo e invisible” también entró en crisis, porque enseguida se mostró que con o sin virus, la realidad de las clases sociales no es una vieja metáfora sociológica, ni un argumento del pasado, y no es para todos igual el modo de enfrentar la situación. De hecho ya hoy se habla de “Quedate en tu barrio” y no sólo “en tu casa”, porque es inviable para las mujeres y hombres de los sectores populares cumplir esa consigna como lo hacen las personas de los sectores medios y medios altos, e incluso sectores de trabajadores en mejores condiciones.
La pandemia, entonces, parece ofrecer condiciones para derribar dos grandes mitos del liberalismo: el que coloca al individuo (“ciudadano libre”) por sobre todas las cosas, y el asume que todos los individuos, en tanto ciudadanos, somos iguales frente a la ley, pero también, frente una adversidad natural o una enfermedad.
¿Movimientos de retirada?
En su libro Los fantasmas de mi vida, el crítico cultural Mark Fisher plantea que la era neoliberal ha privado a los artistas (gradual, pero sistemáticamente) de los medios para crear lo nuevo, ya que se ha producido una declinación drástica del tiempo y la energía social necesaria para sumergirse en los productos culturales. De allí que insista en que, para producir lo nuevo, se necesiten momentos de retirada (de la sociabilidad, de las formas culturales pre-existentes), situación que se torna cada día más difícil en nuestro mundo contemporáneo.
“El problema no es que nos dejan solos, es que no nos dejan lo suficientemente solos”, supo decir Gilles Deleuze alguna vez. ¿Una recaída sobre la concepción liberal? Para nada, si se entiende que uno no es nunca uno (o una), porque no existe el individuo (indiviso: no dividido): cada quien es ya multiplicidad; una singularidad múltiple en co-relación con los otros seres (humanos, animales, vegetales) que habitan este planeta.
La hipersocialización contemporánea (pasamos los días y las noches rodeados de voces que leemos o escuchamos: de la radio, la televisión, la computadora, el teléfono celular), muchas veces, no nos permite realizar ese movimiento de retirada, a la vez que nos comunica todo el tiempo, pero no nos junta, no nos reúne, no nos permite gestar un estar en común. “No carecemos de comunicación, por el contrario nos sobra, carecemos de creación. Carecemos de resistencia al presente” escribieron Deleuze y Guattari en su último libro, ¿Qué es la filosofía?, allá por 1991.
El desafío pasa quizás por ejercer ese doble movimiento a partir del cual podemos, por un lado, estar más solos (solas), y por otro, encontrarnos más. Esto implica descentrarse un poco, salir del ensimismamiento del yo que interactúa pero no escucha, no tiene en cuenta a los demás.
La cuarentena puede ser un infierno (el “infierno son los otros” sartreano, que ya hemos aclarado en alguna nota anterior, no son todos los otros sino aquellas situaciones con los demás de las que no podemos salir, de las que no nos podemos sustraer), o bien, puede ser el modo de experimentar nuevas formas de relacionarnos con quienes compartimos la morada, y su vez, con nosotros/nosotras mismas (tampoco esencializar el nosotros y nosotras, dirían Deleuze/Guattari, puesto que molecularmente, nunca somos plenamente ni hombres ni mujeres).
El movimiento de retirada para la creación quizás no sólo debería ser entendido en su especificidad artística, sino de un modo más amplio, como actitud existencial: ¿cómo fabricamos nuestras existencias, nuestros vínculos? Ciertos feminismos, las diversidades (bien llamadas minorías, no porque son menos, o pocos, sino porque buscan sustraerse de la norma mayoritaria: blanca, heterosexual, burguesa), vienen desde hace rato produciendo discusiones en torno a la politización generalizada de la vida: las parejas, las amistades, el mundo doméstico y laboral.
La romantización al cubo
Se sabe: al decir cosas como estas, hay que estar preparados para escuchar los reproches: “no hay que romantizar la soledad, porque es un privilegio de clase”. Vaya estupidez dicho argumento.
Por un lado, porque suele hablar por los demás (rara vez suele leerse o escucharse la frase: “dicen eso porque tienen privilegios, no como en mi caso, que…”); en general, suele ser la posición paternalista de hablar por los demás, en el doble movimiento de pensar que el otro (la otra) no puede hacerlo, y el que supone que él (o ella) está en condiciones de interpretar eso que los demás no pueden decir, y enunciarlo. Por otro lado, porque en realidad, en el fondo, esa posición no hace más que romantizar la crítica a la romantización.
Algo de esto han planteado reciente Ariel Petruccelli y Federico Mare, a propósito del lema “Poder quedarse en casa también es un privilegio de clase”, del meme que se viralizó por redes sociales en estos días de cuarentena. En el texto titulado “Pandemia: paranoia e hipocresía global en tiempos de capitalismo tardío”, argumentan:
“Hace años que vienen circulando dispositivos retóricos de este tipo, construidos sobre la premisa de que tal o cual cosa «también es un privilegio de clase»: vacaciones pagas, viajes turísticos, empleo formal, estudios universitarios, obras sociales, salario acorde a la canasta básica, alimentos saludables, vivienda propia y confortable, actividad intelectual, goce estético, práctica de ciertos deportes… En fin, todo aquello que podríamos englobar como satisfacción de necesidades secundarias, e incluso, a veces, necesidades básicas”, explican, para recordar luego que hay privilegio cuando hay relación de explotación/dominación, no cuando una franja del sector de explotados/dominados logra conquistar y mantener ciertos derechos (por otra parte, obtenidos en décadas de luchas) que otros sectores no. “Aún no”, deberíamos decir, si no somos pesimistas.
Por lo tanto, abajo con otros dos grandes mitos: el que inocula la culpa en quienes viven del salario de su trabajo pretendiendo que es un gesto de conciencia no disfrutar de cierto oseo que puede posibilitar la cuarentena; y el que supone que quien no percibe un salario no puede acceder al mundo cultural porque no tiene los recursos (económicos y simbólicos) para hacerlo, y sólo piensa –si es que piensa– en resolver problemas de la mera subsistencia.
Obviamente de la mitad de la población trabajadora que no está empleada bajo relación de dependencia hay una porción enorme que la está pasando muy mal (la está pasando muy mal hace años, no sólo ahora por la cuarentena), pero pensar que los modos de resolver sus problemáticas diarias de susbsistencia no existe un entramado cultural es reforzar las miradas conservadoras, incluso fascistas, que buscan todo el tiempo reducir a las mujeres y hombres de los sectores populares a su condición más animal, menos humana.
Ésta posición desconoce, asimismo, cierta asistencia que realiza el Estado en Argentina, que se ha incrementado en medio de esta situación (insuficiente, siempre insuficiente, por supuesto) y también niega el entramado comunitario a través del cual el mundo popular se reproduce, con o sin cuarentena. Afirmar esto implica asumir un claro puesto de combate contra el sentido común reaccionario que intenta reducir el rol del Estado en la asistencia social, a la vez que se propone estigmatizar a quienes perciben esa asistencia como vagos y holgazanes, personas sin escrúpulo que quieren vivir sin trabajar, como si no fuese un trabajo ya vivir cada día, sin salario y sin medios de producción.
Por suerte, o más bien, por prepotencia de trabajo, en este país un trabajador precario, una persona desocupada, rara vez se encuentra frente a una intemperie absoluta: existen comedores y merenderos, centros de reunión barrial, organizaciones sociales, que aún en cuarentena, están sosteniendo con una militancia tenaz que quien no percibe algún programa de ayuda estatal pueda cobrar los $10.000 que ha anunciado el presidente Alberto Fernández para toda persona que se encuentra en esa situación; que quienes asistían a un comedor hoy puedan en su lugar recibir una vianda de comida ya preparada, o bolsones de alimentos.
Finalmente, esa posición estigmatizadora desconoce nuestra historicidad: miles de personas han sostenido en Argentina, por décadas, amplios consumos culturales, más allá de su grado de escolarización y de ingresos económicos. El autodidactismo en este país tiene una larga tradición en las clases trabajadoras (sin dejar de tener en cuenta los amplios grados de ignorancia que poseen amplias franjas de personas adineradas) y las manifestaciones de arte popular siempre han estado presentes en los clase subalternas, aún en tiempos de enormes dificultades para sostener la reproducción material de la vida.
Escuchar música; leer un libro; mirar una película o una serie; pintar o contemplar una imagen; diseñar; escribir; regar o arreglar plantas; jugar a las cartas o a los dados; cultivar la destreza con una pelota; mirar videos de deportes o practicar alguno; reflexionar; mirar el cielo; cultivar la conversación –de manera presencial o web– con el único fin de escuchar y ser escuchado pueden ser actividades que, más allá de realizarse o no a menudo, pueden comenzar a ser emprendidas o profundizadas en esta cuarentena.
El afán utilitarista y productivista puede que sea una premisa burguesa. No tiene por qué ser un deber-ser de quienes vivimos de nuestro trabajo (sea o no asalariado). Democratizar el goce y promover el derecho al oseo también puede ser una tarea programática de primer orden.
Por allí pasan quizás también algunas premisas de micro-desobediencias, de insubordinaciones, de rebeldías frente a la vida puerca que nos proponen quienes hoy manejan el mundo.