Vamos a empezar con una pregunta: ¿necesita el gobierno a las Fuerzas Armadas para reprimir la protesta social o, en el mejor de los casos, combatir al delito?
No parece tener ningún sentido práctico apartar a las distintas fuerzas de las misiones para las que fueron creadas, como ya se ha hecho con Gendarmería y, mucho más gravosamente, con Prefectura, que debería concentrarse en la custodia de las costas y el necesario cuidado de las vidas de las personas, especialmente en los ríos, en vez de hacer de policías en las calles de las grandes ciudades.
Destinados a las barriadas más conflictivas, para gendarmes y prefectos la experiencia –tanto la reciente, de naturaleza policial, como la anterior actividad represiva–, ha redundado en perjuicio de su integridad moral y profesional, y en la estima y consideración que tradicionalmente la sociedad les había tenido.
Prescindiendo de la Fuerza Aérea y la Marina, en líneas generales lejos de las labores de ocupación territorial, los casi 50 mil efectivos, que en sus distintas ramas (infantería, caballería, artillería, comunicaciones, servicios, etc.) componen el Ejército, poco podrían aportar a los 80 mil gendarmes, 50 mil prefectos y, por ejemplo, los 86 mil policías bonaerenses, número al que debe sumarse la cantidad de efectivos de cada una de las otras 24 jurisdicciones, además de la policía aeroportuaria.
¿Cuál es la razón entonces que lleva a las autoridades gubernamentales a poner en marcha –a contramano de tradiciones y amplios acuerdos establecidos a lo largo de los últimos 35 años– este proceso de creciente involucramiento de las Fuerzas Armadas en tareas eufemísticamente llamadas “de seguridad interior”? ¿Basta para explicarlo el evidente estado de perturbación y debilidad mental de quien circunstancialmente ocupa la jefatura de la Defensa? Ni el combate contra el delito ni la represión de la protesta social alcanzan para explicar los propósitos de la insólita medida. ¿No convendrá entonces buscar las pistas por otro lado?
Una estrategia coherente
El analfabetismo recubierto de exceso de información al cuete, propio de su clase social, hace que muchos crean al elenco gubernamental torpe, confundido o inoperante. Probablemente la mayoría de ellos lo sean, individualmente tomados, al menos en todo cuando no consista en apropiarse de los bienes públicos, pero existe una gran coherencia en el conjunto de políticas puestas en práctica, dentro de las que el apartar a las FF.AA de la defensa para volcarlas a la seguridad interior es apenas una de ellas y a la que, para comprender en su verdadera dimensión, conviene observar dentro de un conjunto.
No existe torpeza en incrementar asombrosamente la deuda externa en dólares y al mismo tiempo privar al Estado de la obtención genuina de dólares gracias a la eliminación de la mayoría de las retenciones, así como de la no obligación de liquidar divisas proveniente de las exportaciones. Tiene la misma lógica atar las tarifas al precio del dólar previamente a perpetrar la mayor devaluación de los últimos quince años. El resultado, como no podía ser de otro modo, provocó un alza generalizada de los precios a tono con el alza de los costos, tan desmedida que la brutal caída del poder adquisitivo de los salarios no alcanzó a compensar. Las consecuencias obvias tenían que ser la reducción del mercado interno junto a la pérdida de competitividad de la producción nacional respecto a la extranjera, que simultáneamente pudo ingresar libremente y al precio que los vendedores se le ocurriera fingir.
Va de suyo que de ningún modo esto supuso favorecer la producción agraria ya que “el campo” y las mal llamadas economías regionales son mucho más que el monocultivo cerealero: la producción de leche y derivados, frutas, verduras, carne de cerdo y pollos y aun la producción ganadera tradicional han sido gravemente dañadas por este modelo que, aunque no lo parezca, es en efecto un modelo pero, contrariamente a lo que se piensa, no es económico.
No existe ningún beneficio en desfinanciar el muy rentable ARSAT (anunciado en simultáneo con la noticia de la venta de un nuevo satélite al estado de California), el Conicet, el INTI y el conjunto de universidades públicas (tan necesarias para la investigación y el desarrollo tecnológico), el vaciamiento de la Fábrica Argentina de Aviones, Fabricaciones Militares, Aerolíneas Argentinas, la promesa de dinamitar los astilleros Río Santiago y la instalación de bases “humanitarias” estadounidenses sobre yacimientos petroleros.
Tampoco se ve el beneficio fiscal de rechazar la construcción tres grandes proyectos financiados en un 80 % por China y Alemania, para los que el Estado nacional habría debido integrar su aporte recién dentro de diez años… Aunque este rechazo adquiere lógica no bien se observa que se trataba de dos centrales nucleares de generación eléctrica y una represa hidroeléctrica. Y en tren de economizar espacio es razonable no mencionar otras tantas “incoherentes” o “deficientes” medidas que tenían como propósito real y tuvieron como resultado dañar la producción energética nacional.
Con igual ánimo de brevedad, también conviene abstenerse de mencionar los acuerdos diplomáticos con Gran Bretaña tan lesivos para nuestra soberanía en el mar argentino, Malvinas y continente antártico o los convenios de espionaje con Estados Unidos e Israel, entre otras muchas trapisondas del actual gobierno.
No hay puntada sin nudo
Por supuesto, no es casualidad que la fuga de divisas en el primer semestre de este año haya ascendido a 16.600 millones de dólares, cifra sugestivamente cercana a los 15.000 millones a que ascendió el primer tramo del crédito del FMI, usado básicamente para facilitar el negocio financiero de patrones y asociados de altos funcionarios. Ni lo es la voluntad de liquidar el fondo de financiamiento jubilatorio ni las acciones en poder del Anses de empresas cuyos propietarios son asociados de los actuales funcionarios, y en muchos casos, ellos mismos. Así como lo cortés no quita lo valiente, de ningún modo la entrega del patrimonio nacional implica dejar de hacer buenos negocios.
Este es el marco en que es preciso observar la decisión de involucrar a las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad anterior, ya que se trata de privar a la nación de todos y cada uno de sus instrumentos de defensa así como de cualquier medio de que el Estado pueda valerse para ejercer la soberanía: todo Estado nacional que pueda mantenerse en pie es perjudicial para el sistema financiero internacional del cual los integrantes del actual gobierno son agentes y empleados.
No hay aquí intención de volver a emplear a las FFAA como represores y torturadores (posibilidad remota que, no obstante, despierta razonable alarma en una sociedad tan golpeada como la argentina) sino de transformarlas en una suerte de guardia nacional a la centroamericana, capacitada y preparada como fuerza policial y no como factor de desarrollo e instrumento de defensa nacional.
Queda a la sociedad comprenderlo en vez de ser arrebatada por arranques antimilitaristas, a los legisladores evitarlo y a los integrantes de las Fuerzas Armadas encontrar el modo de sortear tan triste destino.