La Argentina no conoció el siglo XVIII. Su existencia es producto de las revoluciones que se inician con la modernidad. Y si la geografía existía desde antes, cuando empieza nuestra historia, inaugurando una conocida y traslúcida sensibilidad, el mundo ya es romántico. Así, las primeras aventuras patrias en las Islas Malvinas formaron parte de una época particular, cumpliendo sus requisitos de drama, ironía y pasión. Me adelanto y digo que el diario de María Sáez es la obra literaria que mejor atestigua esa pertenencia. Resulta difícil subestimar su importancia. Ocho años antes de que comenzaran las actividades del Salón literario en la Librería Argentina donde Marcos Sastre recibió a los jóvenes porteños que luego se darían a conocer como “generación del 37”, María Sáez ya escribía en un castellano cristalino y sensual retratando paisajes, animales y situaciones que los universitarios de Buenos Aires jamás llegarían a ver ni a imaginar. Pero para contar la historia de este diario hay que contar antes la historia del marido de su autora.
Luis Vernet nació en Hamburgo el 6 de marzo de 1791. Wikipedia dice que su familia era de origen francés y que había huido de Avignon por la revocación del edicto de Nantes que Luis XIII, llamado el Justo, había firmado en 1629. ¿Un nieto de franceses pro- testantes que nace en el principal puerto de Alemania? Importa mu- cho más que a los catorce años, Vernet fue enviado por su padre a otro puerto, el de Filadelfia, en los muy jóvenes Estados Unidos de América. Ahí ocupó cargos administrativos durante ocho años para las firmas Brock y Krumbhaar. En ese momento, la ciudad de Fila- delfia se construía a sí misma como uno de los centros navieros de la revolución industrial. ¿Era el joven Vernet un aventurero? Cues- ta decirlo. De que tenía ambiciones y era emprendedor no quedan dudas. En plena expansión mundial viajó a Brasil y después llegó a Buenos Aires con una comisión diplomática. Algo lo retuvo ahí. No es difícil suponer que vio los negocios que la reciente independencia había abierto. Pero hubo algo más. Sabemos que Vernet visitó los salones porteños y que el 17 de agosto de 1819 se casó con María Sáez Pérez, una joven de sociedad que había nacido en Montevideo. Con ella tuvo siete hijos, el primero nació en 1824, y para esa fecha los Vernet ya vivían en una estancia al sur de Buenos Aires, sobre el Río Salado. Pese a las mudanzas y a los viajes, el padre de familia no se conformaba. Como hacendado, Vernet hizo negocios con Jorge Pacheco, un militar retirado que había llegado a ser capitán en el Cuerpo de Caballería de Blandengues.
Pacheco, que era dueño de un saladero en Perdriel, había recibido en forma de pago por sus servicios militares la autorización para explotar tierras en las Islas Malvinas, bajo posesión argentina desde el 6 de noviembre de 1820. Cuando tuvo problemas financieros esa autorización surgió como forma de saldar una deuda que había contraído con Vernet. Así fue como el joven comerciante alemán se hizo con la mitad de la con- cesión de 30.000 leguas en las islas, más permisos de caza, encierro y cría. Los socios también pidieron que Pablo Areguatí, un soldado de la independencia, viajara como autoridad política y militar. El gobierno de la provincia de Buenos Aires, del cual dependía la Patagonia, conociendo los conflictos de intereses que había generado esa zona entre potencias europeas a fines del siglo XVIII, se mostró bien predispuesto. En 1924, Areguatí no logró instalarse en las islas. Pero dos años después, en 1826, Vernet viajó y fundó Puerto Luis.
Mientras tanto, la Banda Oriental ya había declarado su independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y ese mis- mo año, Bernardino Rivadavia era reconocido como nuestro primer presidente, mientras el crítico inglés William Hazlitt publicaba un breve pero contundente ensayo titulado The Pleasure of Hating. A fines de ese año también se sancionó la Constitución de la República Argentina, y, aunque por su carácter unitario nunca entró en vigencia, sentó el precedente del término “Argentina” para referirse a esos territorios independientes de España. Un año después, en 1827, Dorrego ocupaba el poder para ser fusilado en 1828. Y en 1829, Rosas ya gobernaba cuando el General José María Paz luchaba contra Quiroga en Córdoba y en Thüringen, un viejo Goethe decía que lo clásico era lo sano y lo romántico, lo enfermo. Ese mismo año, el de escritura del diario de María Sáez, el Virrey Cisneros moría sin pompa en España para terminar de sellar una época que quedaba atrás. Ya no se trataba, entonces, de la revolución. Lo que empezaban eran las guerras internas, el lento y penoso camino de sangre hacia la unificación. Al margen de la historia, en Buenos Aires, un piano costaba mil pesos, y un caballo, cincuenta. La ciudad contaba con cuatro fábricas de chocolate, treinta y nueve panaderías, treinta y dos farmacias y sesenta y tres carpinterías. Y mientras los porteños combatían una epidemia de viruela, en Francia, Louis Braille inventaba su alfabeto para ciegos. Un año después, en 1830, Echeverría regresaba de su viaje iniciático por Europa y en 1831 publicaba Elvira o la reina del plata.
Lejos de todo ese bullicio urbano, el diario de María Sáez comienza el 15 de julio de 1829 cuando su autora llega, acompañada por su familia, a Puerto Luis, la colonia que su marido administraba al norte de la Isla Soledad. Vernet viaja con ella. Los acompaña un grupo grande, cincuenta personas, entre colonos alemanes y portugueses, criollos y gauchos de Buenos Aires y Carmen de Patagones. En Malvinas los esperan Emilio Vernet, hermano de Luis, y Loreto Sáez, hermano de María. La descripción del desembarco es vívida, inaugural.
Julio 15. Descansé un momento y volví a hacer la tentativa de caminar, más fue en vano, pues no igualaban mis fuerzas al deseo que tenía de llegar a las casas. La ama seguía con los chiquitos (los que iban cargados por marineros y criados). Brisband propuso ir en busca de una silla o catre para conducirme y al poco rato volvió con una silla del brazo y en ella me condujeron, un marinero se sacó una corbata de lana del cuello con la que me abrigó la cabeza.
Pasando por debajo de una barranca donde no daba el sol había un montón de nieve, me alcanzaron un poco para que la viera, lo que tanto halagaba mi vista por su blancura y brillantez pero luego al tomarle la mano sentí su frialdad no quise por más tiempo contemplar su hermosura pasé por el puente me detuve a observar un arroyo cristalino de agua dulce, que pasa por debajo, cuyo ruido atrajo mi atención.
Llegué a las casas y lo primero que vi fue una infinidad de negras chicas y grandes salir a recibirme, haciendo las mismas demostraciones de contento que los negros.
Me acosté en la cama de uno de mis hermanos, luego que respiré con libertad despaché a un peón a la Estancia con una carta a Loreto avisando mi llegada, al poco rato me trajeron varias de las aves que hay aquí las que me parecieron hermosas, Emilio y Loreto no nos esperaban por tan avanzada que era ya la estación, por lo tanto no habían concluido mis habitaciones.
A la llegada, complicada por el esfuerzo físico del viaje, la continúa el descubrimiento. Para el lector se trata también de descubrir una respiración, un ritmo, una economía de escritura, con todo lo que eso significa, un estilo. La escena del descenso del barco empieza con flaqueza, con la necesidad de auxilio, pero se corta enseguida ante la presencia de la nieve que le marca a María un sendero de curiosidad y opciones intelectuales. A partir de ese desembarco va a escribir al menos una línea casi todos los días hasta el 22 de diciembre de ese mismo año y lo va a hacer dejándose sorprender pero sin exabruptos, de forma cristalina, blanca, brillante, pulida, trazando así un puente entre su percepción y su excéntrico entorno. Y no debemos pasar por alto la afirmación sobre la libertad que hace ese comienzo. “Me acosté en la cama de uno de mis hermanos, luego que respiré con libertad (…)” Entendemos que el barco implicó un encierro, una restricción necesaria, un límite físico, una forma aguda del tedio. Y también que esa casa en esa última frontera le ofrecía genuina libertad, la libertad de haber llegado a destino. Pero podemos encontrar ahí, forzando apenas la lectura, un velo de represión que, lejos del juicio social de la ciudad, se descorre. María se libera en el mismo acto del camarote del barco y de la mirada coercitiva de Buenos Aires. Y esa libertad llega cuando ocupa la cama, lugar íntimo y privado, de un hombre.
Sin ir más lejos, el hecho mismo de que María Sáez decidiera escribir al llegar a Malvinas atestigua un acto de control y superación, una situación de agradecido dominio, o al menos de paridad con el proyecto de su marido. Leemos el diario y enseguida entendemos qué se nos está contando. Hay eficiencia en la lengua. Registramos su practicidad y frescura. El castellano de María es dinámico y ele- gante. Atenta, nunca nostálgica, la autora se revela enseguida como un sutil testigo que se entrega con placer al impresionismo mientras compone breves y ajustadas escenas.
Pero ¿qué cuenta? Sin más, la vida en Malvinas. Hacer un catálogo implicaría reproducir el diario mismo. La existencia doméstica y económica de Puerto Luis es previsible: se fabrican velas, se corren carreras a caballo, se hacen arreglos en las casas. La rutina recuerda mucho el día a día de una estancia de la provincia de Buenos Aires, salvo por el hecho de su autonomía del mundo, cortada no pocas veces por esperadas noticias del continente, entregadas por barcos que visitaban el puerto y comerciaban con sus habitantes. Una literatura de frontera, entonces, que puede ser leída con las herramientas críticas de la literatura de frontera, y que al mismo tiempo se escapa de los lugares comunes que demandan estas herramientas. Los personajes serán corales sí, pero sin la presencia del arquetípico indio. Están los negros, los marineros, los alemanes, los colonos, los hijos de María, todos a veces mezclándose, y a veces bien definidos. Vernet, sin embargo, será siempre “Vernet”, lejos de las formalidades que demandaría un “Luis” o un “el señor Vernet”, o incluso “mi marido” y mucho menos, después del nombramiento, “el comandante.” Ese “Vernet” solo, sin formalidades, supone, otra vez, una paridad, y no deja de tener algún resto de ironía envuelto en respeto juguetón.
¿No señala con ese nombre María que hay mucho en lo que escribe, tanto como en lo que deja de escribir? En su brevedad, el diario ¿se presenta como testimonio de época o como su desafío?
Dije que la rutina descripta recuerda una estancia de la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, eso tiene que ver más con nuestro desconocimiento de las Malvinas que con lo que escribe María. Las islas dependían del gobierno bonaerense y la estancia era la unidad productiva de la época. Pero el diario puntea diferencias a medida que avanza. Por ejemplo, sobre todos estos personajes, corales o particulares, estará siempre, iniciando como un ritornello la escritura del día, un personaje central de rostro variable: el clima. La breve descripción con la que María Sáez empieza las entradas de su diario condicionan la escena que sigue. Si el tiempo es bueno, se sale. Y salir implica una aventura que debe ser narrada, o al menos consignada. Si llueve o nieva, se permanece en casa y eso trae cierto desasosiego. Muy pocas veces aparece la queja. ¿Quién no habría flaqueado en esas condiciones, al menos cada tanto? Si María atraviesa momentos de debilidad, apenas los comenta en sus notas. Por todo esto el clima no es aquí solo un dato meteorológico, una posibilidad y una expectativa, sino también un estado interior. Todo el diario está atravesado por la idea de una vida ineludible de paisajes menta- les, de una subjetividad que, en el caso de María, si no es inédita, al menos resulta novedosa. A tono con el mundo intelectual europeo, ella escribe de forma fragmentaria, azarosa, incidental. Varias marcas generan empatía entre esas entradas ligeras en el fin del mundo y el romanticismo, que ya, por otra parte, al momento de la llegada de los Vernet a Malvinas, dominaba los salones adelantados del viejo mundo y tenía más de treinta años de furiosa existencia.
Pero hay algo más. Contra el lugar común de un clima, por lo menos incómodo y agresivo, María Sáez nos entrega momentos de bucólica plenitud. No siempre hay borrasca en esas islas. No todo es incordio. Más bien al contrario. Copio un episodio amable de los muchos posibles:
Jueves 12 de noviembre. Muy buen tiempo. Dimos un paseo hasta el muelle. Vernet con Emilito por mar en una canoa, tan inmediatos a tierra que pudimos seguir conversando, la ama y los demás chiquitos seguían conmigo por la playa.
El diálogo se mantiene. La familia se divide pero eso no quiebra la comunicación. El aire es tan limpio que los que están navegando pueden escuchar y conversar con los que se quedan en tierra. Así de benignas y generosas pueden ser esas costas. Y esa naturaleza, que, entonces, no siempre se muestra adversa, enseguida toma otra forma en el diario. Con más precisión, una forma económica. Adquirida la mencionada libertad, María comienza su trabajo como natura- lista amateur. Se detiene en las flores (“hay mucha variedad en las clases pero ninguna en tamaño”), en otros vegetales (“la hermosura del pasto, siendo tan verde y tupido que parece que se pisa sobre una alfombra”), en el agua (“probé de esta agua y me ha parecido la mejor que he tomado en mi vida”), en las aves (“Estuve largo rato recreándome en ver tanta abundancia y variedad de aves.”) y en sus huevos (“los siete igual peso que veintiséis de gallina”).
Luego, todo es recurrentemente gordo en Malvinas. Y se trata de una “gordura” vista la mayoría de las veces como riqueza.
Volvió la lancha trayendo dos lobos de un pelo, es la primera vez que veo esa clase de animales, me parecen horribles y son en extremo gordos.
En la vuelta a casa me encontré con un alemán cargado de aves de hermosa pluma y muy gordas (…).
Hay abundancia de chanchos mataron algunos muy gordos.
Esa adiposidad, consecuencia directa, entendemos, de un estadio salvaje acicateado por las bajas temperaturas, funciona como sinónimo de abundancia. Al punto que en la comparación con Buenos Aires, Puerto Luis sale ganando, tanto en productos naturales como aquellos modficados por la mano del hombre que amasa y cocina y transforma esa generosidad en bienes como el pan (“hoy nos hizo Jacinto muy buen pan como nunca lo tomé en las panaderías de Buenos Aires”) o el asado con cuero (“ y le mandó un asado con cuero cuya vista estimuló mi apetito, en efecto, tomé de él un poco era tan gordo y sabroso que no cesaba de decir a Vernet si lo toma- ría nuestra madre tan bueno en Buenos Aires, acordándome que había salido de allí en medio de la escasez.”) Y si hubiera algún disconforme entre los colonos, esa desconfianza, apenas una sensación, desaparece rápido cuando se descubren tantas posibilidades de bienestar: “(…) se quejaban por haber venido a un desierto, pero hoy que se hallan bien acomodados en una buena casa y que nada les falta, dicen que les parece vivir en el Paraíso.”
¿Desierto por Paraíso? ¿Exagera María? ¿Solapa los inconvenientes? ¿Romantiza el paisaje, el escenario que la recibe? Si bien se desprende de su diario el esfuerzo constructivo de un aurea aetas austral, el pulso literario que se despliega suena firme. María nos convence. Sus hijos crecen bien: “Los tres están sanos y robustos.” Y hablando de unos náufragos rescatados de las Georgias dice: “en todo el tiempo que han estado en esa isla desierta no han comido otra cosa que pájaros niños y lobos y vuelven sanos y robustos.” Hay salud, entonces, en Malvinas. El golpe de efecto final vendrá cuando ella se compare a ella misma al momento del arribo. El sábado 17 de octubre, en uno de sus paseos, María llega “al lugar donde tuve que recostarme el primer momento que salté en tierra” y señala: “es bien notable el contraste que forma mi presente estado con la debilidad que entonces sentía.” Así, hay una militancia científica en la escritura de María Sáez. Su esfuerzo por conocer resulta evidente. Pero más claro aún se hace su desmentida sobre las penurias que pueden padecerse en los mares del sur. ¿Un lugar habitable? Mejor: Malvinas posee una naturaleza extrema pero generosa. María escribe así contra los prejuicios, la ignorancia y las palabras del padre Sebastián Villanueva, un franciscano presente durante la toma de posesión por parte de España el 2 de abril de 1767, que había anotado: “miserable tierra, incapaz de encontrar en el mundo mayores desdichas juntas, sólo permanezco aquí por amor a Dios…”
Pero hay todavía más, porque a esa naturaleza se le opone una “cultura” que al mismo tiempo la completa y la enriquece. Limita- da por el aislamiento pero insistente, María recurre a ese gesto de nivelación. Si Puerto Luis está lleno de gente, también lo está de música. Loreto canta y va mejorando. Ella canta y toca el piano. Los negros, los tambores. Y los hacen sonar al punto que hay que mandar callarlos cada tanto. Pero ¿qué tocaba María en ese piano, el que debe haber sido por mucho tiempo el más austral del mundo, y que la envestía a ella con el duro designio de la civilización? ¿Tocaba un repertorio de fugas barrocas y sonatinas de Haydn? ¿O se dejaba tentar por las nuevas partituras, una música que ya tenía oído para las melodías populares y que impregnaba los ambientes de las salas del mundo con una irremisible sensación de melancolía? Sabemos que se cantaba el himno en Puerto Luis, sin embargo, pese a sus pretensiones guerreras e intransigentes, ¿no resultaba todavía demasiado anclado en el siglo XVIII ese furor revolucionario?
Por la empresa que la envuelve, por su época, por su valor, por su manera de mirar el mundo, María es una heroína romántica, pero ella no se siente ni se presenta de esa manera. El estilo que usa está lejos de ser atormentado, superyóico o ingenuo. Imaginemos a una mujer bella e inteligente midiéndose con esa naturaleza. En cada una de las palabras que escribe parece decir: “Bueno, el asunto es complejo, tomémoslo con calma.” Por eso imagino su música como una expresión suave, por momentos aguerrida, bien ejecutada, precisa, llena de ejercicios de austeridad, voluptuosa como los impromptus de Schubert si la ocasión lo demanda, y a veces incluso infantil pero con la picardía que podemos escuchar en algunas de las sonatas de Mozart. Y al lado del piano, como en todo gabinete decimonónico, están los libros. Vernet leía y escribía en alemán, en francés, en inglés y en español y tenemos noticia de que acopiaba ejemplares en todas esas lenguas. La cita que se impone es la de Frédéric Lacroix que en su libro Patagonie, Terre-du-Feu et Archipel des Malouines de 1876 describe el hogar de los Vernet con “su biblioteca importante en varios idiomas” y agrega “el asombro de haber participado allí en una velada artística a cargo de la dueña de casa.” Sabemos que María sacó provecho de esa colección, sobre todo en los días de encierro. Pero desgraciadamente no hay inventario ni completo ni parcial de esa biblioteca. ¿Podemos intuir o imaginar qué leía?
Vernet seguramente era hombre de historia y de mapas. Se conservan los que él mismo hizo de la Isla Soledad. A eso habría que agregar quizás algún clásico griego o latino, que podría comentar con su mujer. Tampoco es difícil moldear el perfil de María como lectora de novelas o de versos. La época impone esa sospecha. Pero faltan registros de pasiones arrebatadas, de las prácticas que implicaban esos géneros en ese momento. Atendiendo a esto es que la vemos como una mujer de la música, antes que de la lectura desenfrenada, y como una humilde contemporánea austral de un Mariano José de Larra antes que como un antecedente de la descarriada Emma Bovary. ¿O no hay algo del humor y del costumbrismo de Fígaro en las entradas de este diario? La escena de la ladrona de azúcar donde primero le aconseja a su marido que vaya armado al encuentro de ese misterioso ruido nocturno, y que luego termina con la frase “tomándola de un brazo la puso en camino a la escalera ella se retiró con vivo llanto no tanto por arrepentimiento cuanto por miedo de la espada y su separación de la azúcar.” La escena incluye una referencia erudita y jocosa a Telémaco y a Ulises. Un poco más cerca todavía del romanticismo, el diario registra una visita de la pareja al cementerio y el descubrimiento de antiguas ruinas, dos escenarios típicos que tiempo después se convertirán en lugares comunes.
En esa línea, cumpliendo con los estilos de su época, María Sáez también desarrolla, con sorpresa para el lector, fragmentos de la historia futura. La muerte de uno de los negros y su entierro anticipa las imágenes del entierro en Malvinas que ciento treinta años después va a filmar Raymundo Gleyzer para su pionero mediometraje Nuestras Islas Malvinas, estrenado en 1966 dentro de una serie de informes periodísticos para el noticiero Telenoche del Canal 13 argentino. Y otra más, el martes 20 de octubre María anota: “El capitán Brisband trae toda la gente que dejó en Georgia, uno de es- tos nueve hombres vino sin pies que le fueron quitados por la nieve (…)” ¿No anticipa ese hombre amputado el pie de trinchera que van a sufrir los soldados argentinos en la guerra de 1982?
Las simetrías de la historia se prestan para el abuso. Por eso cierro diciendo que el estilo de María es retomado por las cartas de Carlos Ameghino a su hermano, Florentino, muchas veces tramadas como diarios. Carlos está de viaje por la Patagonia, buscando fósiles para las investigaciones que llevan en conjunto y a veces, sin tanta casualidad, escribe frases que recuerdan la prosa de María.
Finalmente, en el diario y en las islas, la cultura funciona también de forma jurídica. El domingo 25 de Octubre, María anota:
Buen tiempo. A las once de la mañana se celebró el casamiento de Antonio y Marta, se juraron eterna fidelidad ante cuatro testigos y de los padrinos que fueron la ama y uno de los peones, firmaron la contrata y se convinieron en formalizarlos por la Iglesia o que fueras a Buenos Aires, los padrinos les dieron convite y baile a la noche.
¿Se trata del primer matrimonio civil de la historia argentina? María también describe un hecho policial en el que su marido interviene como pesquisa y juez. Sin embargo, el hecho más importante es el nombramiento del Comandante Político y Militar de las Islas:
Domingo 30 de agosto. Muy buen día de Santa Rosa de Lima y por lo que determina Vernet, tomar hoy posesión de las Islas en nombre del Gobierno de Buenos Aires. A las doce en punto se reunieron todos los habitantes, se enarboló la Bandera Nacional, a cuyo tiempo se tiraron veintiún cañonazos repitiéndose sin cesar el Viva la Patria. Puse a cada uno en su sombrero cintas con los dos colores que distinguen nuestra bandera. Se dio a conocer el Comandante.
Con estas cinco oraciones alcanza para desbaratar la idea, bien afianzada en Gran Bretaña, de que las islas estaban vacías cuando los ingleses llegaron.
Diario de María Sáez de Vernet en Malvinas (Fragmento) (Ed. Punto de Encuentro, 2017)