A dos días de las elecciones porteñas me encontré con la boca abierta frente a mi odontólogo, un profesional de treinta y poco, sumamente indignado. Luego de despacharse contra la clase política en general, acomodó el típico reflector de luz blanca sobre mi cara y pasó a enumerar las tres razones centrales de su enojo: los “negociados” del kichnerismo -ejemplificados por un fútbol para todos pagado con la plata de los ciudadanos y, obviamente sin el consentimiento del sujeto en cuestión-; los planes sociales para los vagos que no quieren trabajar y el problema de que al país entra cualquiera y “terminamos siendo el hospital de Latinoamérica”.
Hasta ahí yo prestaba más atención a la jeringa que amenazaba mi cavidad bucal mientras intentaba respirar frente al pinchazo. Apenas balbucée un “ojalá lo fuéramos”, mientras comenzaba a sentir el efecto de la anestesia, deseando que llegara hasta mi oído. Fue así como me decidí a homenajear para mis adentros a la Escuela de Medicina Cubana como acto de resistencia mientras le aclaraba que me considero una mujer de izquierda. “Ah, zurdita…”, dijo pensativo, y acto seguido introdujo la pinza de metal con la que iba a sacarme la muela de juicio.
—Ojo, yo no soy de derecha, lo que me molesta es que Pino, por su ambición presidencial, perdió votos y ahora nos deja sin opciones- dijo.
Pensé que ninguno de mis colegas politólogos había dado con tan sencilla explicación para analizar los resultados obtenidos por Proyecto Sur y que me hallaba ante un claro exponente de la antipolítca noventosa digno de estudio, de aquellos que no asumen su ideología porque les da vergüenza y encima tienen pretensiones de ilustración. Pero era casi de noche, ya iba siendo hora de dejar ese consultorio y volver a casa. Lo mejor sería morderme la lengua para no confrontar. “¿Cómo te sentís?”, me preguntó. “Contenta de no ser boliviana”, respondí envalentonada ya que la cirugía había terminado y podía quitarme el babero. Por supuesto, me arrepentí al instante de la ironía porque enseguida la cosa se puso espesa: “yo no soy de esos que cree que Norteamérica es el país ideal, pero Pino tendría que haber hecho como Rudolph Giuliani. ¿Lo conocés? El ex alcalde de Nueva York que gobernó dos mandatos y se fue a su casa”.
Ahí si me calenté. Para empezar, qué tiene que ver Rudolph con Pino. Este último no sólo no gestionó ni una vez el ejecutivo municipal sino que difícilmente apalearía homeless para luego subirlos a un micro y enviarlos a otra ciudad. Igualmente, Rudolph sí se postuló a la presidencia en el 2008 durante las internas del partido republicano. Cuando estaba por mencionar los consejos nefastos difundidos por el Instituto Mahanttan y la Heritage Fundation , la “tolerancia cero”, o mejor aún, enrostrarle las investigaciones donde se da cuenta cómo Estados Unidos promueve operaciones psicológicas y de inteligencia con el objeto de ir imponiendo un retroceso ético en la población -expresado por el consenso in crescendo sobre la necesidad de avasallar los derechos ciudadanos frente a los “sospechosos” de terrorismo o criminalidad potencial-, el dentista se me anticipó y, quitándose el barbijo -al tiempo que me entregaba una caja de comprimidos sublinguales-, aclaró: “ojo, yo no soy racista, soy nacionalista y me jode que destruyan mi país”. Pagué honorarios y abrió la puerta de salida. “Además tengo un amigo judío, quise decir varios”.
Me apuré a respirar el aire de la calle Mansilla mientras escuchaba su despedida. “Encima… ¿viste lo que dijo Fito?”. “Sí, ¿viste?”, repetí ya sola frente a Coronel Díaz. Apreté el molar de juicio que me había guardado, crucé como loca antes de que el semáforo se pusiera en verde y pasé un cartel que promete que va a estar bueno Buenos Aires. Re bueno.
La autora es Politóloga y becaria del CONICET.