Si el poder rosista se edificó en base al poderío de la clase ganadera, su base política debió haber sido la de los peones rurales de la llanura bonaerense. Esto dice la lógica, aunque a veces hay que desconfiarle a la lógica. Por ejemplo, para Vicente Fidel López, la base política -y en consecuencia también social- de Rosas es la misma que la de Dorrego: la temible plebe porteña, gestora de la única de las revoluciones independentistas que resistió a la contraofensiva española. Es hablando de esa plebe que López dice que “Dorrego fue su Graco y Rosas su César”, interesante observación que tiñe al personaje y a la época de peculiaridades que no debieran pasar inadvertidas.
Al parecer, para López, el pueblo -la plebe- de Buenos Aires sería esencialmente la misma durante Rosas, cuando Dorrego y, consecuentemente, la de la revolución. Difícilmente fuera así: el pueblo de la revolución es el del Regimiento de Patricios, son los quinteros y labriegos de las orillas de la ciudad que se manifiestan, primero armados ante el Cabildo y un año más tarde en una silenciosa movilización que desde las orillas invade la ciudad reclamando la constitución de una junta de gobierno que integre a los representantes provinciales.
Negros, indios, pícaros y abyectos
La plebe del rosismo ya no parece la misma: la ciudad ha cambiado y han cambiado las gentes. Por ejemplo, las naciones negras han adquirido ciudadanía y conforman uno de los más firmes sustentos populares de Rosas. Y hay indios ahora, ausentes de la vida porteña durante la colonia, por no mencionar a un ejército reclutado no ya entre la plebe de la ciudad sino entre la masa de la campaña. “Estaban allí -dice José Mármol en Amalia-, reunidos y mezclados, el negro y el mulato, el indio y el blanco, la clase abyecta y la clase media, el pícaro y el bueno, revueltos también entre pasiones, hábitos, preocupaciones y esperanzas diferentes (…) Desenfrenadas las pasiones innobles en el corazón de una plebe ignorante, al soplo instigador del tirano; subvertida la moral; perdido el equilibrio de las clases; rotos los diques, en fin, al desborde de los malos instintos de una multitud sin creencias”. En la novela, Mármol se espanta al evocar el temible sonido de los tamboriles provenientes de los barrios bajos y no puede con el susto cuando se topa con los integrantes de la Sociedad Popular Restauradora: “las caras de aquellos hombres parecían uniformadas: bigote espeso, patilla abierta por debajo de la barba. Fisonomía de esas que sólo se encuentran en los tiempos aciagos de las revoluciones populares, y que la memoria no recuerda haberlas encontrado antes en ninguna parte de la tierra”.
Una persona más seria, como José María Ramos Mejía, apunta en Cultura Argentina que «…tanto para el negro como para el mulato y el indio, la tiranía fue una liberación relativa. La repugnancia que inspiraron a la sociedad colonial (…) cesó de pronto por causa de aquel orden de cosas, y puede decirse que fueron impuestos, sino a la consideración, a la tolerancia forzosa de esta sociedad; y el mulato más que el negro, entraron a ocupar un lugar desconocido hasta entonces, abalanzándose con la ferocidad que le sugerían sus hambrunas democráticas comprimidas, sobre todos los cargos y empleos que la brindara la dictadura. El mulato más que el negro llevaba vivo el escozor de aquellas leyes sociales que (…) lo rechazaban con cierto horror justificado: de manera que cuando Rosas los llamó fraternalmente a compartir la resistencia los encontró entusiastas y decididos a todas las violencias que necesitara”.
Democracia y aristocracia
Se entiende: el padre putativo de todos estos intelectuales, Esteban Echeverría, en su sobrevalorado Dogma Socialista sostiene que “la razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La voluntad es ciega, caprichosa, irracional; la voluntad quiere, la razón examina, pesa y se decide. De aquí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte sensata y racional en la comunidad social. La parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley dictada por el consentimiento uniforme del pueblo nacional”.
Y a los que ingenuamente creíamos que democracia significaba gobierno del pueblo, nos da una aleccionadora interpretación de su significado “La democracia, pues, no es el despotismo absoluto de las masas, ni de las mayorías; es el régimen de la razón”.
Pero es Vicente Fidel López quien mejor pinta el momento y desnuda su alma “Entre las clases bajas –dice- donde Rosas era un Mahoma, es digna de atención la de los negros, que hoy ha desaparecido por completo del aspecto de la capital. Había entonces en Buenos Aires no menos de doce mil africanos, según unos; quince mil o más, según otros (…). Bajo la forma de tutela que la Ley había dado a esta perniciosa inmigración de bárbaros, se les entregaban a los particulares, como pupilos libertos, por plazo definido para que los utilizasen en sus quintas, chacras, estancias o familias (…) Al poco tiempo fue imposible persistir en este plan. Los patrones preferían desprenderse de esta chusma; y los negros buscaron las agrupaciones de los suyos, colocándose por grupos en los eriales del ejido inculto y amplio que rodeaba la ciudad, donde hoy hay palacios y adoquinados de madera. Allí formaron un conjunto de colonias libres con el nombre de Tambos, circunvalando la ciudad de norte a sur. Se dieron organización según sus hábitos y reyes según sus usos y jerarquías que probablemente traían desde sus tierras africanas. Los domingos y días de fiesta, ejecutaban sus bailes salvajes, cantando sus refranes en sus propias lenguas al compás de tamboriles y bombos grotescos. La salvaje algazara que se levantaba al aire, de aquella circunvalación exterior, la oíamos (hablo como testigo) como un rumor siniestro y ominoso desde las calles del centro, semejante al de una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas. Desde que subió al gobierno, Rosas se hizo asistente asiduo de los Tambos. Cada domingo se presentaba en ellos con las insignias del mando y con los relumbrones de su uniforme de brigadier general, con su señora, con su hija y con los adulones y paniaguados de su casa. Se sentaba con aire solemne y serio al lado del Rey del Tambo Congo, del Tambo Mina, del Tambo Angola, etc. En el resto de la semana, su familia recibía a los reyes y favoritos del Tambo como súbditos queridos de su imperio, pero los iba enrolando como amigos fieles en los diversos cuerpos que seguía formando. Había uno de éstos llamado el Cuarto Batallón que tenía 800 plazas y cuyos oficiales eran todos negros con excepción del coronel. Aunque soldados, tenían la puerta franca del cuartel para asistir a sus Tambos, mientras las negras y las mulatas, idólatras como sus congéneres varones, juraban por el héroe con el orgullo de la barbarie armada y eran vehículos de toda clase de chismes y delaciones, llevados a la casa de Rosas contra las familias del vecindario”.
Las represalias que con facilidad pueden imaginarse, tal vez expliquen de alguna manera la súbita desaparición de los afroargentinos del “aspecto de la ciudad”. Y el tono general de la descripción evoca muy evidentemente el tono general de ¿Qué es esto?, la repugnante “catilinaria” de Ezequiel Martínez Estrada del que -vale decirlo- hemos extraído aquella cita de López y ésta del radiógrafo: “El pueblo miserable de descamisados y grasitas -dice Martínez Estrada refiriéndose a Juan Perón- tendrá por el ídolo el mismo acrecentado fervor que tuvo por Rosas, porque ese desdichado pueblo ha perdido el respeto y, si no lo tuvo nunca, la superstición por los valores de una auténtica cultura y de una auténtica civilización».
El pueblo del 17 de Octubre “Era la Mazorca, pues salió de los frigoríficos como la otra salió de los saladeros. Eran las misma huestes de Rosas, ahora enroladas en la bandera de Perón, a su vez sucesor de aquel tirano”.
Qué familiares resuenan estas voces, qué familiares estas injurias…
En vano se alarma González ante un hipotético revival de un hipotético rosismo. Son otros, son los Mármol, los López o los Martínez Estrada de ayer y de hoy los que vuelven rosistas -y hasta peronistas- a los injuriados de ayer, de hoy y de siempre.
Seguramente en vez de enredarnos en calificaciones y descalificaciones a Rosas y a su módica torcida contemporánea, nos convenga más recordar que la primera condición de existencia nacional es la soberanía. Y tan importante como eso, no olvidar nunca, ni dormidos, que lo realmente opuesto a la democracia no es la dictadura sino la aristocracia.