Cuando me preguntan… no sé exactamente qué significó para mí la democracia.
Pero si lo pienso un poco… primero, volver.
Dejar de estar lejos.
Caminar de nuevo por mi ciudad, y no verla por televisión y en inglés.
Abrazar a mi gente.
Dejar de llorar como una estúpida cuando escuchaba un tango, dejar de sentir ese agujero en el pecho.
Con la democracia no dejé de despertarme a la noche angustiada después de soñar que volvían los que ya no están, pero pude empezar a hablar en voz alta para nombrarlos.
Antes, nombrarlos estaba prohibido…
«Desaparecido» no se decía, o se decía en voz baja, mirando sobre el hombro para ver quién escuchaba.
«Desaparecido» no estaba… no estaba en nuestro vocabulario de nuevo, pudimos empezar a opinar, a quejarnos, a insultar en la calle sin miedo a ir presos… o algo peor.
Recuperamos el espacio de todos, sacamos de nuevo al aire lo escondido.
Dejamos de ocultarnos.
No de golpe. No fue de un día para el otro que dejamos de tener miedo. De escuchar el chirrido de una frenada y pensar que venían a buscarnos, de soportar sin contestar una injusticia.
No fue de inmediato que pudimos decir lo que pensábamos sin ese reflejo de calcular las consecuencias. Que pudimos sacudirnos el silencio de la boca, que pudimos quitarnos las esposas, los grilletes y la capucha.
No más botas; no más Falcon verdes; no más «murió en un enfrentamiento». No más agachar la cabeza.
A la democracia no nos la entregaron terminada, ya lo sé…
Ni siquiera tenía cimientos firmes cuando la recibimos.
No sabíamos de construcción y tuvimos que aprender.
Algunos materiales todavía no los conseguimos.
Nos equivocamos muchas veces, construimos paredes que no sirven y después las tiramos abajo. Pobre democracia… le pusimos ventanas de menos, ventanas de más. Nos falta mucho para el final de obra. Tardamos en conseguir materiales fundamentales, pero no tenemos que parar de construirla.
La democracia es un techo que todos nos merecemos, para abrigarnos el cuerpo y el alma.