Agripina

Aguardientes.

Rara vez se la veía. A diferencia de la mayoría de las señoras de la cuadra, Asumpta no participaba de esas ágoras diarias en los puntos de concilio: la panadería, las carnicerías de Natalio o Hugo, o el almacén y carbonería de Ítalo. Apenas si asomaba la cara en las tardes para regar los malvones y geranios que bordeaban el paredoncito del frente de su casa. Carlos, su marido, tampoco era lo que se dice un animador social, pero tomaba más contactos, aunque fuera de mera asistencia, especialmente las tardes noche de los domingos, bajo los paraísos de Saladino, en los que mayormente el fútbol y eventualmente la política reunían a los adultos en papel de conferenciantes y a los menores como testigos y tribuna.

Asumpta, o mejor dicho Agripina, como le había puesto el Tano, tenía la cara perpetuada en un gesto resignado. Los ojos como mirando un poquito más allá de todas las cosas y tensado en una expresión en la que, uno intuía, jamás habría lugar para el asombro.

Mi viejo decía que la idea de la muerte hacía que, especialmente algunas personas como mi tía Violeta y sus hermanas, se la pasaran hablando de enfermedades y tratamientos, así como otras se aferraban a los deberes de la religión. Asumpta no era del tipo, a menos que la muerte dejara de ser una posibilidad para hacer presente su inexorabilidad en los territorios del barrio. Porque la muerte “en vivo y en directo”, perdóneseme la expresión, hacía una conversión en la acostumbrada parsimonia y perfil bajo de esa mujer.

Alguien moría en el barrio o vinculado con el barrio y entonces sí, Agripina cobraba inusual protagonismo. Visitaba a todos para dar o comentar la noticia, hacía la colecta para la corona y ayudaba a los deudos a resolver esos trámites inevitables que el dolor hace especialmente incordiosos.

Era asombroso como esos eventos le proporcionaban un dinamismo y una voluntad de trajín que contrastaba absolutamente con el acostumbrado paso cansino con que recorría los maceteros regadera en mano, durante esos otros días en lo que lo único que ocurría era la vida en su versión cotidiana, apacible, bella.

¿Qué le disparaba la muerte? Parecía que nunca se iba a saber. Los casamientos, bautismos, compromisos, nacimientos, cumpleaños o las fiestas jamás contaron con su empeño y participación sólo reservados para los momentos en los que una muerte cantaba el número de alguien, como la polentosa de Carmencita en la ferretería de Don Basilio.

Para decir verdad, ya de grande, fue con el fallecimiento de mi viejo que la vi por primera vez de cerca y más de media hora de corrido. Hablamos. Los primeros minutos de la conversación fueron una enhebra de lugares comunes, seguramente resultado de su acopio de material durante la infinidad de velorios a los que asistió. Creo que no dejó nada por decir en ese primer tramo, desde el que nada somos, hasta el que estaba igualito, esta última, frase que corrobora que la gente definitivamente cree que el alma se va y que esa ausencia debería dejarnos el cuerpo distinto un segundo después de exhalar el último suspiro. Pero después de esa muestra de conocimiento y ya entrada en la tarea de consolar y confortar, Asumpta se inclinó en ángulo de confidencialidad y mientras me tocaba el hombro con la calidez de una madre me dijo: —Ahora sí, tesoro, ahora podés estar bien, ahora ya no se te va a morir más.

Ya por entonces yo tenía nociones bastante elaboradas sobre el deseo humano de la trascendencia, origen de todas las religiones y pregunta esencial que el hombre se hace por su destino como ser y como especie. Sabía también que los ritos velatorios son mecanismos de aceptación encubierta de la muerte, pero a la vez una oración solicitante para que ese sino no sea definitivo.

Pero sabiendo eso, no supe de qué cosa me hablaba Asumpta. Hasta mucho después.

Mi viejo no volvió a morir, su persistencia en el recuerdo lo llevó a una presencia en mi vida que nunca antes tuvo. Desde vaya a saberse dónde se ha asomado al mundo de los vivos más de una vez. Me pareció tenerlo al lado en la Doble Visera cuando con mi hermano vimos por primera vez a Bochini. Lo redescubrí cuando nos dimos cuenta que mi hijo menor era zurdo, como él, y apareció con una palabra de ensoñación cada vez que la vida me ponía en un aprieto o los asesinos querían doblegar mis convicciones.

Esa mujer me ayudó a comprender aquella idea de Chesterton respecto de que todos tenemos misión de mensajeros, y que venimos al mundo a decir una cosa que sólo nosotros podemos decir de esa manera.

Asumpta vino al mundo a decir qué cosa era lo que realmente había después de la muerte. Y vino a decirlo a mi barrio.

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