Como sucede con los legisladores oficialistas que por ser terratenientes sojeros deberían haberse abstenido de votar en contra del gobierno en el espinoso tema de las frustradas retenciones móviles a las exportaciones (y al que un importante grupo de concejales justicialistas pide que se los someta por ello a juicio político por no hacerlo), por elementales razones de decoro el juez Oyarbide debió haberse inhibido de instruir la causa abierta por los asesinatos del Terrorismo de Estado desatados a mediados de 1975 durante el gobierno de la viuda de Juan Perón. La razón es tan obvia como sencilla: en Buenos Aires la PFA fue la cabeza y columna vertebral de la Triple A, y Oyarbide es profesor y miembro honorario de esa repartición, cuya plana mayor lo considera «propia fuerza».
Una fundadora de las Abuelas de Plaza de Mayo encabezó hace una semana un pedido a la Justicia para que el ex general y dictador Jorge Rafael Videla purgue su prisión a perpetuidad en una cárcel común y no en su departamento de la avenida Cabildo. Días después, un nutrido grupo de organizaciones de defensa de los Derechos Humanos encabezado por HIJOS recordó que en la provincias del norte (Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, Santiago del Estero) no hay siquiera un sólo genocida condenado, ni perspectiva de que alguno sea juzgado próximamente cuando ya se han cumplido «cinco años de la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida». Exigen, por lo tanto, que la Corte Suprema tome cartas en el asunto y ordene agilizar los procesos.
Chicha Mariani encabezó el pedido de que Videla sea alojado en una cárcel común. María Isabel Chorobik de Mariani —tal como figura en sus documentos— argumentó que, de acuerdo a la insuperable gravedad de los delitos por los que Videla está convicto, no debería gozar de privilegios respecto a los delincuentes comunes. Su pedido se funda en el más elemental sentido común: los asesinos ordinarios han matado de modo artesanal, no serial y en progresión trigonométrica. Al lado de exterminadores como los condenados Menéndez y Bussi, el más cruel de los killers pergeñados por Tarantino parece un boy scout perdido en el bosque.
Chicha y su abogado, Alejo Ramos Padilla, se vieron obligados a recordar repetidas veces algo tan elemental como que «la prisión domiciliaria no es un derecho automático, sino un beneficio sobre el que tienen que pronunciarse los jueces».
Hace escasas horas, otro nutrido grupo de organizaciones de defensa de los Derechos Humanos encabezado por secciones de HIJOS de Salta, Jujuy y Tucumán, propuso organizar para el 10 de Septiembre una «Jornada Nacional» en la que se exija «en todos los Juzgados Federales (…) cárcel común para los procesados y condenados» por delitos de lesa humanidad.
El documento, titulado «Unidad de acción contra la impunidad de los represores» (1), puntualiza que los «autores materiales e intelectuales» de aquellos delitos «siguen gozando de impunidad» en el norte argentino, donde «no hay un solo condenado y la elevación a juicio oral es una utopía», a la vez que pide «la aceleración de los juicios por megacausas porque, de lo contrario, el punto final biológico será una realidad».
Como ejemplo de impunidad, los denunciantes ponen la investigación por el virtual fusilamiento de 16 miembros del ERP que se rindieron tras un frustrado intento de tomar un regimiento de Infantería, hecho ocurrido en Catamarca hace 34 años y conocido como «la masacre de la Capilla del Rosario» por el lugar donde fueron arrojados desde un helicóptero y apilados los cadáveres. En dicha causa, señala, el defensor oficial Oscar Del Campo puso en ejecución «una emboscada legal para cristalizar la morosidad». En efecto, obviando olímpicamente que las autopsias realizadas entonces indican con toda claridad que los guerrilleros fueron acribillados inermes, luego de rendir sus armas, Del Campo, en un chicanero escrito de 36 páginas cuyo propósito es transformar la cancha en un fangal, descalifica testimonios, sugiere un hipotético enfrentamiento y en consecuencia niega que los militares fusiladores hayan cometido crímenes de lesa humanidad.
La maniobra, denuncian HIJOS y demás organismos de defensa de los derechos humanos, persigue conseguir que los acusados mueran de viejos sin haber sido sometidos a juicio. En Tucumán, señala, «más de medio millar de represores están en la lista de espera, Jujuy no le va en zaga y los escasos represores imputados (…) disfrutan del arresto domiciliario» mientras que, «en Salta el espejo de la impunidad» es el hecho de que a un militar implicado en «La masacre de Palomitas», el fusilamiento de 12 presos políticos extraídos de la cárcel en un enfrentamiento fraguado, se le haya otorgado arresto domiciliario… en Chubut, donde montó una empresa de seguridad.
A diferencia de lo que ocurre en el NOA, a partir de la anulación de las leyes de Punto final y Obediencia debida, los jueces bonaerenses suelen denegar a procesados y condenados por crímenes de lesa humanidad el privilegio de permanecer en sus casas. Sin embargo, hay un caso escandaloso, silenciado por los medios y del que hasta ahora se mantiene al público ignorante. Se trata de la (supuesta) reclusión domiciliaria que beneficia a uno de los más conspicuos asesinos de la Triple A, el ex suboficial mayor de la PFA Miguel Ángel Rovira. Una canonjía dispuesta por el juez federal que tiene en sus manos esa causa penal, la más antigua de todas las abiertas en Argentina, Norberto Oyarbide.
Precisamente el juez al que Chicha Mariani, su abogado y demás le pidieron que remita a Videla a una cárcel común. Como enseguida se verá, es una cruel paradoja.
De corazón azul
Oyarbide consiguió permanecer en su cargo de juez federal gracias a la vista más que gruesa del Consejo de la Magistratura luego de que fuera sorprendido como cliente más que habitual, casi diario, de un prostíbulo cuyos servicios no le eran cobrados porque el lugar gozaba de la protección de la Policía Federal a través de un amigo de Oyarbide, el comisario Roberto Rosa. Muy posiblemente Rosa haya integradado la Triple A en 1975, ya que al año siguiente integró con el seudónimo «Clavel» los grupos de tareas que tuvieron como base de operaciones los centros clandestinos de detención conocidos como Club Atlético y El Olimpo, ambos regenteados por la misma Policía Federal que había constuido el cerebro, médula y espinazo de las escuadras terroristas de la Triple A, tal como coincidieron en declarar, entre otros, hace más de tres décadas y en Madrid, el inspector Rodolfo Peregrino Fernández y este año y en el juicio oral y público por la «Masacre de Pilar», el agente retirado Armando Luchina, quien se desempeñó largos años como custodio en la Superintendencia de Seguridad Federal (SSF), de la calle Moreno 1417. Allí funcionaba un centro clandestino de detención. El edificio fue recientemente escrachado en el marco de una manifestación en la que participaron unas quinientas personas.
Hace unos años, el siempre prolijo despacho de Oyarbide parecía una sala del Museo de la PFA, repleto de diplomas (recuerdo uno refrendado nada menos que por un antiguo jefe de Robos y Hurtos famoso por haber matado o intervenido en las muertes de más de cien delincuentes) que ensalzaba el «corazón azul» de Oyarbide, ceniceros, mástiles, banderines, gallardetes, oriflamas y hasta una porra, macana o «bastón de abollar ideologías» (Mafalda dixit) de la repartición. En torno a la gran biblia de tapas nacaradas que ornamentaba el escritorio de Oyarbide había más profusión de azules y celestes que en la sede del club San Telmo. Hasta el punto de que al tener que declarar allí, algunos presos sentían tanta incomodidad que alguno llegó a «pedir reja», es decir, que lo sacasen de allí de inmediato.
Si bien la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) en importante medida fue una franquicia y estuvo integrada por organizaciones fascistas, de la derecha sindical y del Ejército, en Buenos Aires tuvo como cerebro y espinazo a oficiales de la PFA en actividad, comenzando por el propio jefe de la repartición, el comisario general Alberto Villar. Y, tal como logró averiguar ya por entonces Rodolfo Walsh (jefe de una célula de policías-montoneros) que buscaba afanosamente un vínculo entre la triple A y la CIA, también por otros altos oficiales, particularmente los que dirigían las superintendencias de Comunicaciones y Seguridad Federal. Las mismas que luego del golpe de marzo de 1976 siguieron actuando como «grupos de tareas» subordinados al Primer Cuerpo de Ejército. Cuyo jefe era un general piduísta, Carlos Suárez Mason. Cuyo cuñado, el inspector Félix Alejandro Alais, era uno de los más estrechos colaboradores del jefe de la PFA, comisario general Alberto Villar. El mismo Villar que por las noches se convertía en el jefe de la Triple A. Por cierto, con mucha más facilidad que la que tiene Bruno Díaz para convertirse en Batman, puesto que ni él ni sus hombres necesitaban enmascararse. Estaban seguros de que aquellos que encapuchan, maniataban, golpeaban y acribillaban a balazos, no habrían de reconocerlos.
Otros jefes de las escuadras asesinas fueron el subcomisario Rodolfo Eduardo Almirón y su por entonces suegro virtual, el comisario Ramón «El Chango» Morales. Almirón y Morales eran los jefes de las custodias de la presidenta María Estela Martínez de Perón y de su secretario privado y superministro José López Rega, respectivamente. Como Villar y su segundo, el comisario Luis Margaride, ambos habían sido exonerados de la repartición, en su caso —y aunque ello no se hubiera hecho explícito— por ladrones y asesinos. Y como Margaride y Villar, ambos habían vuelto al servicio activo a pedido de José López Rega, ladero tanto de Juan Perón —por quien se hizo nombrar comisario general— como de su esposa y sucesora. Al parecer, Morales y Almirón fueron recomendados por un pariente de Lopecito, antiguo jefe de la Guardia de Infantería.
En resumen: por elementales razones de decoro y siendo harto evidente la incompatibilidad, Oyarbide debió haberse excusado de tramitar la Causa Triple A. Pero no lo hizo y hasta ahora ninguna organización de Derechos Humanos objetó que un juez casi orgánico de la PFA siga teniendo en sus manos una causa que involucra de manera directa a quienes eran los jefes de la repartición a mediados de los ’70.
Quien crea que se trata de cosas del pasado, debería recordar que en la calle Pasco al 1.000 supuestamente cumple detención preventiva domiciliaria un policía que secundó a Morales y Almirón, como experto ametralladorista, Miguel Angel Rovira, quien según la denuncia del desertor Horacio Paino, dirigió una de las escruadras asesinas y que en la Quinta de Olivos se jactó frente al edecán naval, Aurelio Carlos «Za Za» Martínez, de usar el baleado sobretodo de una de sus víctimas.
En la puerta del chalé de Rovira, que yo haya visto, jamás hay custodia. Ni de la policía, ni de ninguna otra fuerza de seguridad, ni de la Secretaría de Inteligencia.
A diferencia de Videla (cuyo rostro es muy conocido y cuyo departamento está sobre la avenida Cabildo, lo que casi garantiza que no pueda salir sin correr importantes riesgos de ser reconocido), Rovira tiene muy pocos vecinos y, de quererlo, no le será difícil salir sin ser reconocido ya que prácticamente nadie conoce su cara, que tanto la PFA como Oyarbide se han guardado de difundir. Por no conocerse, no se conoció hasta ahora ni su rostro de entonces ni el de hace unos pocos años, cuando se desempeñaba como jefe de Seguridad de los Subterráneos de Buenos Aires, puesto por su concesionario. Ni siquiera su cara de joven, cuando en los ’60 se inició como exterminador hacíéndole «la boleta» a rateros que caían en las ratoneras que se les tendían.
Para subsanar esta grosera omisión, ZOOM publica el rostro que tenía Rovira cuando integraba la Triple A.
Protegido por expertos
Hace meses, cuando en el Juzgado de Oyarbide se preguntó por el lugar donde Rovira cumplía su prisión preventiva, los colaboradores del juez dijeron sin más precisiones que estaba recluído en «una casa situada en una calle del barrio de Patricios». Algo que no parece haber sido cierto ya que dos vecinos que pidieron reserva de sus nombres aseguraron que nunca dejó de pernoctar en el chalet de la calle Pasco, y al menos que jamás lo hizo varios días seguidos, ya que Rovira suele bajar personalmente a pagar la comida que pide que le envien y muy a menudo recibe a menudo la visita de una mujer madura de pelo teñido de rubio, al parecer, su esposa.
Cuando la asociación de vecinos de San Cristónal se dio cuenta de que Rovira seguía donde siempre, organizó un escrache. Quiso recordarle así a todo el vecindario, dónde vive este asesino. Horas antes, la casa de Rovira fue vallada por la PFA. A la hora señalada, había detrás de las vallas tantos efectivos de la Guardia de Infantería como manifestantes, lo que hizo evidente que la PFA considera a Rovira uno de los suyos y sigue ofreciéndole protección directamente y a través de Oyarbide.
Una disgresión: personalmente considero que, al menos desde la ética cristiana emanada de las bienaventuranzas del sermón de la montaña, no debe aplicarse automáticamente una Ley del Talión que sólo garantiza la perpetuación de las injusticias. Algo que, además, me parece superfluo habida cuenta de que, más allá de las contingencias personales, me resulta evidente que, en téminos generales, lo que va, vuelve, y lo que se da, se recibe. Por lo que se trata de que quienes no somos asesinos, mantengamos nuestra superioridad moral sobre quienes lo son, de modo de diferenciarnos. De lo contrario, así como ellos torturan y matan, nosotros terminaremos torturando y matando.
Quiero decir: me tiene sin cuidado si Videla y demás genocidas mayores de 70 años se benefician o no de la prisión domiciliaria. Siempre, claro, que no salgan de sus casas sin orden judicial y que el mismo beneficio le sea concedido a todos los condenados que cumplan esa edad y no haya motivos para considerarlos personalmente peligrosos (2).
No es éste el caso de Rovira, quien goza de buena salud y al que le faltan varios años para cumplir los 70. Por lo que no hay ninguna razón para que no esté en «el pabellón de lesa» de la cárcel de máxima seguridad de Marcos Paz.
Tampoco hay razón para que Oyarbide siga teniendo en sus manos (y amasando, con vistas a la extinción física de sus añosos protagonistas) una causa de tan importante como la de la Triple A, que de ser impulsada podría poner en evidencia la complicidad de sectores del justicialismo con las escuadras de sicarios que paralizaron de terror a la sociedad al asesinar a casi dos mil argentinos a mediados de los ’70, cuando oficiaron de avanzadilla del golpe militar.
Rovira tiene que ir a la cárcel y la causa Triple A salir de las manos de quien pretende ser juez y parte y pasar a manos de un magistrado ecuánime. Y esto es mas urgente y perentorio que si Videla está preso en su departamento o en Marcos Paz.
Notas
(1) Dice que «los asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, apropiación de bienes, la complicidad empresarial entre ellas de Ledesma, condiciones ilegales de detención y robo de bebés en las provincias de Jujuy, Salta, Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca, siguen gozando de impunidad, a cinco años de la anulación las leyes de Punto Final y Obediencia Debida». La mención a Ledesma, promotora del famoso «Apagón» que derivó en una razzia en la que fueron apresados unos cuatrocientos trabajadores de ese ingenio, treinta de los cuales permanecen desaparecidos, está plenamente justificada. El octogenario dueño de Ledesma, Carlos Pedro Blaquier, fue un auspiciante público de los «grupos de tareas», incluso de los que a comienzos de los ’80 fueron a actuar en Centroamérica. Al celebrarse días atrás los cien años de Ledesma, Blaquier posteó en su web www.carlos-pedro-blaquier.com la siguiente reflexión: «Comprendo que la gente de extrema izquierda diga cosas muy malas de mí porque ellos, como personas fracasadas en la vida privada, despotrican contra los que tienen éxito (…) Se consideran arbitrariamente postergados por una sociedad injusta, porque no pueden reconocer que son unos inservibles. Por eso se trata de resentidos incurables que sueñan con invertir el orden social para que los de abajo, como ellos, estén arriba y viceversa. No me perdonan que sea un hombre de éxito, tanto como empresario, por haber sido capaz de llevar a Ledesma donde está hoy después de haberla conducido durante más de cuarenta años, como en el orden intelectual (…) Ellos, que nunca han generado ni un puesto de trabajo decente, me dicen que soy un explotador que mata gente. Ellos, que se juntan con mujeres de su misma calaña, me dicen que soy un homosexual porque tengo una mujer de primera, cinco hijos universitarios y dieciséis magníficos nietos (…) Me asocian con gobiernos militares porque nunca desempeñé ningún cargo con ninguno de ellos y porque los critiqué en mis libros de historia. Nada de lo que dicen estos zurdos me preocupa, pero sí me empezaría a preocupar si algún día dejaran de criticarme».
(2)Tampoco me molestaría que las cárceles y penales fueran cómodas y confortables, tal como prescribe una Constitución que enseña que su función no debe ser el castigo de los delincuentes, sino preservar la seguridad de quienes observan la ley. Todo esto sin contar que no sé de ningún malo al que la cárcel haya vuelto bueno. En fin: que estoy empapado de la filosofía del general Perón, que al ordenar la construcción del penal militar de Magdalena, pidió que sus celdas fueran espaciosas y que fuera hubiera parque, asadores, pileta y canchas para hacer deporte. Dice la tradición que sus generales, acaso chupándole un poco las medias, le preguntaron zalameros para qué hacer una cárcel tan cómoda para los milicos contreras, y que Perón les respondió «porque nunca se sabe».
Insisto: no me importa si Videla sufre frío o no, si se enferma de cáncer de colon o si sonríe al recibir un regalo de una nieta. No deseo infligirle sufrimientos al Videla de carne flaca y huesos de parca. Me basta con que jamás recupere la libertad. Porque, si Videla no está preso, nadie debería estarlo. Porque si no se lo castiga a él, ¿con qué autoridad puede castigarse a nadie?
Ahora, si a los viejos convictos se los juzga no personalmente peligrosos (como es el caso de Videla, de quien no se sabe de que haya torturado y/o matado a nadie personalmente) no me parece mal que se les deja cumplir sus penas en casa, siempre que dicho beneficio se extienda a todos los presos septuagenarios que no sean considerados peligrosos. De lo contrario, cualquier preso puede ahogarse de odio ante la evidencia de que se usan varas muy distintas para juzgar a procesados y convictos de una u otra clase social.