Fortunato

Aguardientes.

Fortunato era afortunado.

Conoció a su mujer, la que le diera cuatro hijos y treinta años de felicidad (todo lo absoluta que puede ser la felicidad) después de haber perdido el tren a Córdoba, aquel verano de 1966. Fue el mismo tren que descarrilara a veinticinco minutos de Retiro y que dejara el más luctuoso saldo, entre muertos y contusos, de toda la historia del riel.

Roberto Igniato le regaló un entero para la navidad de 1973 porque no soportaba que se negara de manera tan sistemática a rechazar el juego. Fortunato odiaba profundamente el trance de ese vicio porque lo había visto tragarse literalmente a su padre y a la economía de la familia. Por eso jamás jugó siquiera a una polla de oficina. El entero le dio sus primeros siete millones.

Para hacerle un favor a su primo Fernando, que no pegaba una, en enero de 1982 le compró dos manzanas en el barrio lindero al centro administrativo de Viedma. Fernando había heredado ese pedazo de nada de su familia maragata, y sus malos negocios lo habían llevado a ser la única cosa conservable por invendible. Fortunato lo sabía y se lo compró a precio de oro.

La ensoñación de Alfonsín y la locura del sur, el mar y el frío, le cuadruplicaron largamente la inversión a solo dos años de cumplido el gesto de solidaridad familiar, porque, al no gustarle el lugar, se lo vendió al oferente número sesenta y siete antes que se esfumara la locura de la nueva Capital.

Fortunato se salvó de la colimba por número bajo, ganó la rifa de Bomberos porque la compró creyendo que la revista en la que venía el número era una reedición de Goles Match, estuvo en Mar del Plata las cuatro veces en las que no hubo viento, ni nubes ni multitudes, llenó las alacenas con todos los premios de las papas saladas “Palix” que compró para su único hijo varón, recibió once tortas, ciento veinticuatro entradas al cine y dos autos en los sorteos de la fiesta de fin de año (a la que nunca fue) de la cooperadora del colegio de su hija mayor.

Hace dos años se sintió enteramente desgraciado. Comprendió que nada de lo que disfrutaba era su mérito, que cada satisfacción, cada gen de sus hijos que le recordaba a la maravillosa mujer que era su madre y en nada a él, que cada objeto, cosa o propiedad era el resultado de un azar involuntario, ajeno a su hacer, a su capacidad, hasta a su mismo deseo.

Desesperado escribió un libro: “La desventura del éxito” lo tituló.

Vendió veintidós millones de ejemplares en siete idiomas y publicado por setenta y nueve editoriales de los siete continentes.

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