El 2001 es una fecha incómoda para la política tradicional argentina. Y lo es, en gran medida, porque de la insurrección de diciembre emergieron dos hijos bastardos: el kirchnerismo y las nuevas derechas. Paradójicamente, el gran debate en torno a 2001 se nos presenta no tanto con las derechas sino con el progresismo, que oscila entre reivindicar la fecha en tanto efeméride (es decir, como placa, ceremonia y comentario al pasar, sin historicidad) o negarla en cuanto a lo que expresa como momento de acumulación de fuerzas para el movimiento popular. Las derechas, incluso, casi que lo agitan al 2001: un poco porque saben que, a río revuelto, ganancia para pescadores, otro poco para molestar al progresismo, que no sabe muy bien qué explicaciones dar a la hora de dar cuenta del proceso que desembocó en aquella rebelión.
Por eso la gran discusión en torno al 2001 pasa por el punto de vista que se establezca para pensar la historia nacional. De nuevo: para las derechas, las crisis pueden ser momentos para instalar el terror anímico en la población, y avanzar con sus ofensivas financieras y de reestructuración económica (y por eso, más que temerles, algunas veces las promueven). La lectura es clara para las derechas: las masas populares no tienen nada que hacer en la cocina de la historia. Para el progresismo en su conjunto la fecha funciona casi como una bofetada, porque obliga a los cultores de la memoria a recordar dónde estaban en aquellos tiempos. Y ahí suele aplicarse para los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, la misma receta que se aplicó para el período de la última dictadura cívico-militar: un repaso veloz y recortado donde vuelven a quedar sin voz quienes nunca tuvieron voz, pero que pusieron el lomo cuando las papas quemaban.
Por eso en el relato progresista del período 1976-1983 parece que hubo poco o nada de lucha obrera (a veces, innegable, aparece la referencia a los grandes paros y movilizaciones convocados por la CGT, ya hacia 1979 e inicios de los ochenta), y nada, absolutamente nada, de resistencia guerrillera. Quedan así en el olvido los sabotajes; el trabajo “a tristeza”; las reuniones clandestinas; las acciones solidarias; las pintadas y colocación de gancheras con mariposas en paradas de colectivos frentes a grandes fábricas o en barrios populares; las acciones de propaganda armada; la vocación militante por reanudar sendas revolucionarias. Algo similar sucede con el período 1993-2003: la imagen del infierno de la precarización laboral y de la vida en general; el hambre y la miseria; el crecimiento de la pobreza y la indigencia, dejan de lado qué hicieron con esa situación los sectores populares que se dispusieron a resistir y luchar.
Para los peronistas que permanecieron fieles a las estructuras partidarias, la culpa de todos los males la tiene el radical Fernando De La Rúa, como si su gestión presidencial no fuera continuidad directa del programa de “justicialismo del revés” aplicado por Carlos Saúl Menem. Para los que rompieron con dignidad con el menemato, pero luego se subieron al tren de la expectativa “progresista” de los dos mil, todos los males hay que cargarlos a la cuenta del riojano y el cabezón bonaerense, porque resulta injustificable la adhesión a un proyecto de gobierno que mostraba más líneas de continuidad que de ruptura con el anterior.
En ambas miradas, la organización paciente y desde abajo de los sectores populares tiene escasa o nula presencia. Para unos, en los noventa, “no pasó nada”. Para otros, la bronca se canalizó en un proyecto que más allá de sus límites no pudo avanzar porque fue jaqueado por “fuerzas oscuras”. Las dos perspectivas comparten lo fundamental: volver a expropiar, a quienes ya fueron expropiados materialmente, los resortes fundamentales de sus memorias de lucha. Por eso todos y cada uno de los textos, filmaciones, fotografías y relatos en torno a los años noventa se tornan de vital importancia para quienes entendemos que son las grandes masas populares las que protagonizan los cambios, y que esas grandes masas no se expresan en estallidos circunstanciales solamente, sino en procesos lentos de acumulación que no suelen ser percibidos por la mirada “desde arriba” con la que, por lo general, se suele construir la historia oficial (sea progresista o conservadora).
Retrospectiva y perspectiva
El 2001 es entonces una pujante memoria de piquetes y asambleas barriales; de movilizaciones y cortes de ruta, calles, puentes y caminos; de organización a contracorriente en los lugares de trabajo; de ocupación de escuelas y universidades y de manifestaciones en plazas en defensa de la universidad pública. El 2001 es expresión de un proceso de escraches a genocidas frente a la impunidad reinante en el sistema judicial y creación de nuevas formas de expresión, protesta y organización donde el centro de gravedad no está en la legalidad sino en la legitimidad. El 2001 condensa así un conjunto de experiencias, a veces masivas y otras de pequeños grupos, entre los que también vale la pena destacar el de trabajadores y trabajadoras que ocuparon sus fábricas y empresas para ponerlos a producir en forma cooperativa o bajo control obrero; quienes se plantaron a defender tierras en el campo frente al avance del agro-negocio; quienes levantaron una “radio trucha” o un canal comunitario, o quienes fundaron diarios, revistas, periódicos y fanzines en la búsqueda por interferir los sentidos hegemónicos promovidos por las clases dominantes, así como quienes gestaron arte allí donde parecía que éste sólo tenía como destino el encierro en los museos y galerías de los circuitos comerciales.
Porque el 2001 fue asimismo movilización de masas, ollas en los barrios y pequeñas expresiones de resistencia donde la diferencia apareció como llamita para alimentar nuevos fuegos, es que hoy resulta tan incómoda como fecha para quienes no entienden a la política como herramienta de transformación de quienes menos tienen, sino como carrera personal de quienes casi todo lo tuvieron desde las infancias.
Para pensar cualquier proyecto a futuro en medio de esta era del realismo capitalista en la que habitamos, caracterizada por la memoria corta y la lógica instantánea, será fundamental tener en cuenta aquello que hace décadas supo destacar Rodolfo Walsh. A saber:
“Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores. La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las cosas”.
Para que la memoria sea un efectivo campo de batallas y no mera consigna, resulta fundamental entonces disputar sentidos en torno a todos y cada uno de los episodios fundamentales de nuestra historia. Para que nuestro proyecto sepa imaginar nuevos futuros, pero también, rescatar los aprendizajes pasados.