“No diría que el kirchnerismo tiene una identidad cultural”

Entrevista a Noé Jitrik
Georgina García
Georgina García

Noé Jitrik nació en 1928, en Rivera, Provincia de Buenos Aires. Autor de más de medio centenar de títulos entre ensayos, novelas, poemas y cuentos, tejió una frondosa biografía que incluye colaboraciones en la mítica revista Contorno, trabajos junto a Arturo Frondizi previo a su presidencia, un largo exilio en México y una obra dedicada a indagar en la potencia narrativa de la historia literaria y política de la Argentina. Mientras aguarda el lanzamiento del doceavo y último tomo de la monumental Historia crítica de la literatura argentina, colección que coordina desde 1999, Jitrik avanza también en su muy particular saga autobiográfica editada por Ediciones Al Margen y que por el momento abarca, entre otros, los libros Atardeceres, Los lentos tranvías, Mediodías y Casa Rosada. En esta entrevista habla de su proyecto de “historia crítica”, la política actual, su experiencia en el exilio mexicano, el presente de la Biblioteca Nacional y la visión que tenía el joven Jitrik durante el gobierno de Perón. “En ese momento no podía pensar que los “cabecitas negras” estaban mejor. Yo pensaba que me estaban jodiendo a mí”

 

¿Qué lo motivó a iniciar un proyecto como el de Historia crítica de la literatura argentina?

La génesis es de larga data. Cuando yo era profesor de literatura argentina en Córdoba respondía a un esquema de enseñanza que había recibido en la propia facultad y que era corriente: encarar la enseñanza de la literatura a la manera de una historia de la literatura. Al principio, cuando yo era estudiante, el curso duraba un año, de manera que el criterio de la historia podía tener alguna realidad. Pero luego, como el sistema universitario comenzó a ser semestral, y de hecho era cuatrimestral, y de hecho duraba tres meses, no se podía hacer eso, era una pretensión absurda. Entonces concebí una cosa diferente. Primero, una distancia respecto de la idea de historia de la literatura tal como venía pensándose, es decir, repitiendo a Ricardo Rojas o lo que había hecho el Centro Editor de América Latina u otros menos interesantes todavía que Rojas. Encaré la enseñanza de otro modo: tomando algo en particular pero con una idea de expansividad. O sea, si yo, por ejemplo, ponía a trabajar sobre el Martín Fierro, eso naturalmente iba a ir a la gauchesca, iba a ir a la novela nativista, iba a ir a muchas otras cosas pero que quedaban como elaboraciones que los estudiantes podían y debían hacer. Yo concebía a la universidad como punto de partida y no como punto de conclusión. Eso me duró. Y esta distancia con respecto a la historia de la literatura se me fue haciendo cada vez más fuerte.

 

¿Es una distancia con respecto a la idea de “historicidad” en la literatura?

La crítica principal es que se deja de pensar la literatura para establecer criterios que, en la mayor parte de los casos, son paraliterarios o contraliterarios. Por ejemplo, ordenar la historia de la literatura de acuerdo con periodos presidenciales de gobierno. La cosa se desplaza hacia otro lugar. Descarta la genética propia de la literatura como la relación entre algo muy particular y algo de una significación más amplia. Lo muy particular es todo lo que ocurre cuando se produce un texto y lo más amplio es la significación que pueda tener en la cultura en general. La redacción de El Quijote es una cuestión y la trascendencia que tuvo en la cultura es otra. Lo que entendemos por literatura es esa relación. Y las historias de la literatura omiten esta problemática y se desplazan siempre hacia otras clasificaciones. Ahí se ve, por ejemplo, la historia de Rojas: qué es lo gauchesco, qué es lo romántico, eso no era lo que a mí me convencía. Y un día, por casualidad, entro a una librería y estaba el director de Emecé, acompañado por alguien muy movedizo en el campo cultural que es Alejandro Horowitz. Estuvimos charlando un poco y al día siguiente me llamó Alejandro para decirme si no quería dirigir una historia de la literatura porque era algo que hacía mucho que no se hacía. Era una perspectiva puramente editorial. Y yo le digo: “no, estoy pensando en contra de ese concepto, lo que yo hago no tiene esa dimensión”. Y él me dice: “bueno, pensalo un poco”. Y cada vez que a mí me proponen algo enseguida me empieza a trabajar la cabeza. Y al final se me ocurrió una perspectiva, que era encarar el proceso de la literatura argentina a la manera de un relato realista, donde hay un principio, un desarrollo, un fin, una transición, el relato típico del siglo XIX. Y eso me devolvió a la idea misma de historia. La historia en su origen, las historias en general, son relatos. La Odisea es un relato, Plutarco y Suetonio y todo lo demás son relatos. La noción de historia está ligada más bien al relato que a esa calcificación del mundo de los hechos cumplidos que justificarían el desarrollo de una cultura. Y bueno, encarado de ese modo empecé a pensar en momentos de ese relato.

 

Momentos que no son homogéneos

No, lo que formaba parte de ese relato eran las zonas luminosas, digamos los grandes textos, y también las zonas oscuras. Cuando hablamos del siglo XX, este es mi ejemplo favorito, hablamos del teatro de los anarquistas. Que eran obras malísimas, pero era un fenómeno que ligaba lo político a la fe en un instrumento. Esos anarcos pensaban que mostrando en escena las canalladas de los patrones y la explotación estaban generando conciencia. Entonces eso entra. Lo mismo que muchos otros fenómenos más oscuros pero sin ceder a la dinámica y a la presión de los llamados estudios culturales, que conceptualmente es una importación de la academia norteamericana que acá tuvo sus adeptos, porque resultaba bastante mejor dejar el enigma de la literatura para ocuparse del orden real del que esa literatura podía ser una especie de espejo. Ese tipo de equívocos tratamos de evitar.

«La noción de historia está ligada más bien al relato que a esa calcificación del mundo de los hechos cumplidos que justificarían el desarrollo de una cultura»

¿Qué lugar ocupa Sarmiento en esa estructura narrativa?

Sarmiento es un ejemplo de un momento de transición intelectual y literaria. La obra de Sarmiento es un disparador, un disparador que no triunfa pero que pone de relieve una necesidad: la necesidad de hacer una literatura con elementos propios sin desprenderse del giro global pero sin seguir modelos. Y donde lo que se destaca es el nervio, esa cosa decidida, rica, incitadora. Esa lección, después, no es retomada porque lo que empieza a hacerse son cosas de género, se empiezan a escribir novelas, siguiendo los cartabones de la literatura universal, hasta culminar en esa verificación que hace Borges en «El escritor argentino y la tradición», donde dice que el localismo no tiene sentido, que esta literatura forma parte de la literatura universal y tiene que ir a ese lugar. Y evidentemente fue profético para él mismo. Cuando él lo dijo lo hizo como un desafío y después resulta que él fue protagonista de esa incorporación a la universalidad porque Borges es un lugar común en todo el mundo.

 

El que en cierto punto sí retoma ese nervio sarmientino, aunque no sin problemas, fue Martínez Estrada

Sí, eso sí. En lo que es la línea del ensayo. Lo que pasa es que Martínez Estrada también es un caso muy interesante, en el sentido de ese vigor literario, de esa pasión, que es un elemento que sale de Sarmiento también.

 

Que haya pasado gran parte del peronismo internado por una dermatitis de origen psíquico es un gesto muy sarmientino, esa cosa desmedida, el juego entre el cuerpo y las ideas.

Claro. Sobre eso, es muy divertida la cosa. Efectivamente estaba brotado, no aguantaba al peronismo. Cuando cae Perón se le va. Pero tiene un cuento que se llama «La tos» que es buenísimo. Es un tipo que de repente empieza a toser y tose y tose y tose. Y al principio su mujer y sus hijos intentan ayudarlo pero la tos no cede. Y terminan por hartarse. Y cuando ya se hartaron del todo y la mujer decide irse, se le va la tos (risas). En ese sentido sí es un heredero de Sarmiento, en el nervio de la escritura, que Sarmiento lo tenía a raudales, en los libros fundamentales, como el Facundo, Recuerdos de Provincia o los Viajes. Son disparos. No importa si exageraba o si mentía, eso ya no tiene la menor importancia y convertirlo en tema de discusión en cosa de Pacho O’Donnell, no de gente seria.

 

Esa idea de una historia dispuesta a la manera de un relato realista está también presente en uno de sus últimos libros, Casa Rosada, un libro de memorias que está presentado como si fuera un volumen de relatos.

Sí, es cierto. Pero no hablemos de mí, hablemos de Sarmiento que es más interesante (risas).

 

Ahí en Casa Rosada narra cuando trabajó junto a Arturo Frondizi

Sí, lo asesoraba en sus discursos. Pero eso fue antes de que sea presidente. No trabajé mucho tampoco.

 

Georgina García
Georgina García
En esa saga autobiográfica también aparece el peronismo. ¿Usted estuvo presente el 17 de octubre?

Estuve en la calle, no en la plaza. Yo era un chico, tenía 18, 19 años, e iba a la escuela nocturna. Y la escuela estaba atravesada por las problemáticas de la guerra, por el nazismo, por el fascismo. Eso despertó un interés diferente. Fue un despertar de lecturas, de acercamiento a la música, al arte y también a la política a través de ese conflicto principal. En la Argentina había trascendido muchísimo el nazismo, había corrientes filonazis muy fuertes, como la Alianza Libertadora Nacionalista. Y ahí aparece Perón en el horizonte. Primero, la Revolución del 4 de junio instaura una cosa completamente fascistoide, es decir, enseñanza religiosa en las escuelas, había un campo de concentración en el sur para maestros laicos y tipos de origen socialista. Venían con un ímpetu ligado a la idea que muchos militares tenían de que la guerra la iban a ganar los alemanes. En ese contexto empezó un despertar de una conciencia política, no solo mía sino de mucha gente y en la escuela también, entonces había grupos medio simpatizantes de los nazis y otros éramos aliadófilos, y nos peleábamos. Era el clima. En ese momento, quizás por falta de juicio político, porque éramos todos muy jóvenes, lo que Perón hacía desde la Secretaría de Trabajo no nos parecía más importante que su origen, que había estado en Italia, que venía con ideas corporativistas y con un lenguaje que él ya lo estaba matizando pero que en su origen, en el 4 de junio, era un lenguaje medio fascistón. Uno no podía estar con el 17 de octubre en la calle, no se entendía muy bien qué había pasado.

 

¿Y por qué los «cabecitas» sí lo entendieron?

Porque recibieron un mensaje que los interpretaba. Ese es el asunto. Como había empezado un pequeño desarrollo industrial, pequeño en ese momento, los inmigrantes del interior, que se habían instalado en las villas, empezaron a trabajar. Y los grupos a los que podían incorporarse, es decir, sindicatos socialistas, anarquistas, comunistas, no interpretaban cabalmente la identidad de todo eso, el sentido que tenía la presencia de esa gente. Es una cosa importante a considerar, no solamente en aquel momento, aunque por entonces era una cosa que estaba como brotando. Yo creo que Perón lo sintió y entonces fue abandonando el origen corporativista y empezó a tener un discurso hacia toda esa gente que se sintió interpretada. Incluidos ciertos dirigentes sindicales, tipo Cipriano Reyes. Ahora, nosotros, yo y mis amigos, veníamos de otra cosa y teníamos reparos, por la cosa más global, no por la cosa más local. Estábamos influidos por la cuestión internacional.

 

¿Llegó a votar o participar de la Unión Democrática?

No, participar no, pero supongo que si ya votaba, voté por la Unión Democrática. Todo conducía a una cosa así. Después entro a la universidad y la universidad en el peronismo la verticalizó. Todas las conquistas de la Reforma Universitaria fueron liquidadas.

«En ese momento, quizás por falta de juicio político, lo que Perón hacía desde la Secretaría de Trabajo no nos parecía más importante que su origen»

Sin embargo, al mismo tiempo impuso la gratuidad

Sí, pero la organización de la universidad era completamente autoritaria. Es decir, el rector era nombrado por el presidente de la república, el rector nombraba a los decanos y todo era una especie de organización. Y además el primer rector que puso era un notorio tomista, había una relación con el pensamiento falangista en la idea de la universidad. Nosotros no queríamos estos regímenes, queríamos otra cosa. Por eso tampoco podíamos pensar «y, pero la gratuidad». Además, esto es una idea que estoy teniendo en estos días, hay una relación que hay que considerar entre el acto de dar y la posición de recibir, no son equivalentes. Es decir, el que da lo hace de determinada manera o con distintos registros, distintas intenciones, y el que recibe no necesariamente está feliz por lo que recibe. El recibir en ese momento tenía características muy particulares, era muy difícil de entender sin razonar de este modo, era una pura reacción. Entonces, sí, se recibía. Por ejemplo, la gratuidad de la enseñanza, claro, pero, bueno, lo merezco, ¿no?

 

¿Y el golpe del 55 cómo lo interpretó?

Lo que pasa es que hay que matizar porque hay que incluir siempre el principio de la contradicción. Nunca es la cosa totalmente homogénea. En el 55 las contradicciones eran fuertes porque, por ejemplo, la idea de la cultura que empieza ahí no es oligárquica. El desarrollo de la universidad a partir del 55, 56 fue histórico: la creación del Conicet, una cantidad de cosas que fueron centrales. Antes no, antes la universidad era una cosa de creer que se estaba modificando el pensamiento de la pequeña burguesía y no se lo estaba haciendo, porque no hubo verdaderamente en ese orden de la cultura una dimensión que podríamos llamar peronista. Era retomar lo tradicional. En la universidad del ’55, y en adelante, hubo una dimensión de tipo cientificista que implicaba posibilidades de desarrollo en todos los órdenes y así fue. De ahí salió una cantidad de gente impresionante y pasaban cosas muy notables que antes no pasaban. Pero estamos hablando de un solo aspecto. Quizás sea difícil pedirle a alguien que piense en todos los aspectos al mismo tiempo, y que renuncie a los que sean de su interés para ponerse en la piel de los otros. Eso es un poco duro como exigencia. En el análisis histórico, sí, se puede hacer, pero yo lo digo con toda claridad, yo estaba en este mundo, y el otro mundo eran ecos lejanos. Yo simpatizaba con ese otro mundo lejano, pero simpatizaba casi afectivamente. A mí me gustaba la gente que estaba apareciendo, escuchaba el folclore que el peronismo había desarrollado y me gustaba, me interesaba, no lo rechazaba, pero políticamente yo tenía reparos. Por ejemplo, yo estaba en el Centro de Estudiantes y me llaman de la Sección Especial de la Policía, y me interrogan sobre si yo era comunista o qué era. No podía pensar que los “cabecitas negras” estaban mejor, yo pensaba que me estaban jodiendo a mí. Y no solamente en lo personal, con esa situación, sino en el sentido que podía tener el proyecto de vida de mucha gente como yo. Ahora, claro, cuando yo me empiezo a desprender de estas cosas y puedo tener una visión más de conjunto y más histórica, sí, empiezo a matizar. Pero en la situación no, no me pidan tanto.

«Quizás sea difícil pedirle a alguien que piense en todos los aspectos al mismo tiempo, y que renuncie a los que sean de su interés para ponerse en la piel de los otros»

¿Y al kirchnerismo cómo lo recibió?

Yo a Cristina no la aguantaba tanto cuando apareció. Pero después empiezan las cosas que movilizan y, bueno, no soy tan idiota como para decir: se peina mal, o usa una cartera, o habla demasiado. No, me puse más atento a lo que estaba realmente sucediendo. Además no es lo mismo, porque Cristina tuvo una dimensión mucho más universal. Al mismo tiempo que intentaba que los del campo aceptaran retenciones, creaba universidades, era otra cosa, cubría todo. Y en las nuevas universidades, en la política cultural, en la política social y demás, yo creo que fue de una visión muy generosa.

 

Antes mencionó que para usted el peronismo no produjo una dimensión en el orden de la cultura

Yo diría que no. Si pensamos el caso de [Leónidas] Lamborghini, él viene de una experiencia de vanguardia que no tiene su origen en el peronismo pero que él la tematiza ahí como varios otros pero nada más. Hay un libro de un tal Miguel Angel Peroni, una novela de tipo realista cuyo protagonista es Perón y el peronismo pero no es una innovación, no se puede comparar con lo que en el orden de la literatura podía pasar en el terreno de, para ir al más extremo, Borges. Ni comparación. Porque sino uno pone el acento en lo representado y entonces la literatura pierde capacidad o no se ve en su desarrollo.

 

¿Y el kirchnerismo generó una dimensión cultural propia, un identidad cultural?

No diría que el kirchnerismo tiene una identidad cultural. Yo diría que hicieron, que tuvieron ese carácter, que hicieron cosas muy amplias, pero no una identidad cultural.

 

Georgina García
Georgina García
Usted vivió mucho tiempo en México. ¿Qué análisis se puede hacer entre ese México que a usted lo recibió solidariamente y este México actual atravesado por la violencia?

Es un tema bastante complicado. En el momento en que nosotros llegamos había receptividad, ligada creo que a dos o tres líneas de fuerza, políticamente hablando. Una, la necesidad del gobierno de ese momento, del presidente [Luis] Echeverría, de borrar los efectos que había tenido Tlatelolco. Él hizo un acercamiento al campo intelectual, volcó recursos para la universidad, se acercó a los escritores. La cultura mexicana estaba en expansión. Por ejemplo, la UNAM, una universidad gigantesca, ya no daba más, y creó subuniversidades. Entonces cuando empezó a venir la oleada del exilio, había trabajo muy fácilmente para todo el mundo porque necesitaban gente. De tal manera que la pasamos muy bien, se trabajaba, podías vivir decorosamente, todo el mundo tenía auto, se estaba bien. Y en segundo lugar, el clima político estaba manejado muy hábilmente en la tradición del PRI, es decir, resumía y controlaba con rigor y al mismo tiempo con astucia. El discurso era, digamos, de centroizquierda, se podía hablar con la gente del PRI, y la gente del PRI era receptiva a toda la problemática latinoamericana. Había exiliados de prácticamente todos los países. Y además controlaba el narco, el narco existía, lo tenían más o menos, supongo yo, esto no lo puedo saber, con nodos de corrupción también manejados, regulados. Y eso dura un tiempo pero después las cosas se empiezan a complicar e incluso cuando estamos nosotros la economía empieza a trastabillar. Hay una devaluación durante el gobierno de [José] López Portillo y se empezó a desbaratar todo, se fue perdiendo control y eso hace que los narcos empiecen a prosperar. Y México se convierte en una cantidad de grupos que cada vez son más violentos, sanguinarios. Hasta que el PAN, con el gobierno de [Felipe] Calderón, ya muestra su incompetencia total para controlar.

 

¿Cómo era la vida política de los exiliados argentinos en México? ¿Usted tuvo un acercamiento con Raúl Alfonsín durante esos años?

A Raúl Alfonsín lo conocí en México. Estaba haciendo una gira antes de las elecciones y teníamos amigos comunes. Mi amigo de la época universitaria, Jorge Roulet, trabajaba con él y le dijo que me llamara cuando pasara por México. Así lo hizo y estuvimos hablando un buen rato. Yo quería desvirtuar un prejuicio que seguramente tenía y que tuvieron todos los tipos que estaban a su alrededor y era la idea de que el exilio en México era exclusivamente una base montonera. Yo le expliqué claramente que no era así, que la cosa era mucho más amplia. Me escuchó bien. Pero luego, durante la campaña electoral, yo tuve que venir a la Argentina por razones familiares, y me conecté con mi amigo Roulet y con otra gente, y vi que poco a poco las opciones que estaban tomando no eran, no solo políticamente, sino intelectualmente, interesantes para mí. Yo en México era secretario general de la Comisión Argentina de Solidaridad, habíamos hecho una cantidad de cosas impresionantes, que son las que cuento en el próximo libro, La nopalera, y pensé, no obstante, que era la mejor alternativa para ese momento. En México lo apoyé, hubo otro grupo que apoyó a Luder. Y bueno, salió el nuestro. En ese momento, pensamos que teníamos que mandarle una especie de carta-informe a Alfonsín con un pedido final: que sostuviera en el mensaje al Congreso que la Argentina iba a ser un país de exilios. Hicimos un largo documento, los compañeros peronistas no quisieron acompañarnos, porque no querían comprometerse con Alfonsín, cosa que se podía comprender, había llegado [Juan Manuel] Abal Medina recientemente y lo estaban proyectando como la figura de la conducción, así que mandamos ese documento, lo entregamos en la presidencia, y Alfonsin no dijo una palabra sobre el exilio. Lo mismo nos pasó cuando llegó el canciller [Dante] Caputo a México, fuimos un montón a escucharlo, y no dijo una palabra sobre el exilio, tanto que el rector de la Universidad de México habló después y dijo que estaban muy agradecidos a los argentinos que estaban ahí y cuya labor no sé qué, y el otro quedó como un mezquino, o con una idea diferente. Ellos siguieron pensando que hablar del exilio, o recuperar el exilio, era comprometerse con los Montos. Entonces fue una decepción.

«Yo quería desvirtuar un prejuicio que seguramente tenía Alfonsín y que tuvieron todos los tipos que estaban a su alrededor y era la idea de que el exilio en México era exclusivamente una base montonera»

En términos de lo que se escribe actualmente, usted suele elogiar a la literatura colombiana contemporánea. ¿Qué es lo que le atrae de esa producción?

Hay una camada de escritores, sobre todo en el plano de la narrativa, que son, me parece, muy buenos. Es una cosa muy adulta, muy madura, y me parece que es, como grupo de obras que salieron de Colombia, superiores en calidad a la de casi todos los demás países, incluido México, donde también hay una literatura muy importante. Creo que el sacudón social e histórico de Colombia ha llevado a los escritores a una cosa mucho más profunda, mucho más rigurosa, no porque hablen de la guerrilla y del conflicto y los desplazamientos, sino porque hay como un tipo de escritura, un nervio sarmientino, por lo menos en lo que yo he leído.

 

¿Y la literatura argentina contemporánea?

No la veo así. Acá en Argentina es flojón el asunto, no hay innovación, hay recuperación de los modos más o menos realistas tradicionales, el conflicto individual, el conflicto de pareja, o bien la recuperación de lo exterior… no es algo que tenga la misma fuerza, para mí, de conjunto, que tiene la narrativa colombiana. Es eso nada más. No puedo ir mucho más lejos.

 

¿Se puede hacer ya un análisis crítico de la gestión actual de la Biblioteca Nacional?

Yo estaba muy cerca de la gestión anterior, la de [Horacio] González. Me parecía que había ahí una línea que era muy positiva, muy interesante, y que no era servil, no fue una Biblioteca hecha para exaltar las virtudes de Cristina o del kirchnerismo. Había una idea muy fuerte y yo lo apoyaba, así como casi todo el mundo intelectual productivo argentino, de todo pelaje. Y bueno, sucede el cambio de gobierno, empiezan a despedir gente, y [Alberto] Manguel, aunque hubiera dicho cosas que podían ser objetivamente considerables, hay un contexto… Prefiero ni oír ni enterarme de lo que pasa en la Biblioteca Nacional. Porque además piensan en términos convencionales. ¿Qué gran originalidad hay en que la Biblioteca haga algo en relación con Borges? Es un acto de pereza intelectual. Y a su vez, Manguel señaló, en una de las pocas veces que habló, que la publicación de libros de la Biblioteca que recupera textos antiguos no es rentable. ¿Cómo voy a ir ahí? No me interesa.

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