Gran parte de nuestros días -de nuestra vida- nos la pasamos viajando. En colectivo, tren, en subte o alguna que otra vez en taxi, si nos desplazamos por la ciudad-capital, en remis, si lo hacemos por el conurbano, y a veces, en un mismo día, en todos esos transportes a la vez. Viajes al trabajo o a una reunión, a la casa de amigos o de algún amor. Viajes a estudiar, a pasear o a protestar. Viajes, en fin, en los cuales escuchamos música o radio, o vamos leyendo, si tenemos suerte de encontrar asiento.
Desde hace un tiempo ya, si uno viaja en tren, desde el sur del conurbano hacia Constitución, o viceversa, una estación antes de llegar -o una después de salir. de la vieja terminal, pasará por “Estación Darío Santillán y Maximiliano Kosteki”, según anuncian los altoparlantes y según puede verse en los carteles de los andenes del ferrocarril Roca. Pero no siempre fue así, hasta hace unos años en los carteles se leía sólo “Estación Darío y Maxi”, mientras los altoparlantes decían “Avellaneda”. Lo mismo sucedía con los boletos, cuya inscripción llevaba el nombre de Don Nicolás y no de los dos muchachos asesinados el 26 de junio de 2002. A fines de 2013, tras varios años de lucha, el Senado de la Nación transformó en ley el proyecto que permitió legalizar el cambio de nombre del lugar. Algo de esta historia cuenta Estación Darío y Maxi, la película documental realizada por Ricardo Von Muhlenbrock que la semana pasada se estrenó en el cine Gaumont de Buenos Aires. El film podrá verse en la pantalla grande del barrio porteño de Congreso, por lo menos, hasta el miércoles 14.
Las cosas por su nombre
¿Cómo hacer para que las voces populares -las de las gentes comunes y de a pie- sean tenidas en cuenta como palabras y no como meras voces? Es decir, ¿cómo hacer para que ese murmullo de la protesta y la lucha callejera, de la organización de base en las barriadas, en los lugares de trabajo, de estudio y de apropiación para la creación cultural, sea tenid en cuenta como palabra política y no como mero ruido? Porque la lucha política es -así, al menos, lo destacó alguna vez Eduardo Rinesi- también una lucha por la palabra y, antes que eso aún, por la definición misma de qué cosa debe ser entendida como una palabra.
Palabra e imagen se combinan en este film para dar cuenta de esta historia, que es una historia trágica pero que también está atravesada por la rememoración, la lucha y la alegría. Es que el lugar fue escenario de los trágicos sucesos conocidos como “La Masacre de Avellaneda”, cuando el gobierno del entonces presidente interino Eduardo Duhalde ordenó reprimir una protesta de los movimientos sociales. Allí murió Maximiliano Kosteki -herido con balas de plomo disparadas por la policía, mientras corría por la avenida Pavón, desde el Puente Pueyrredón hasta la estación Avellaneda-, luego de ser asistido por Darío Santillán, quien minutos después sería fusilado por la espalda por los uniformados de la Bonaerense. Desde entonces el sitio se transformó en un lugar de memoria, arte y resistencia y la estación fue rebautizada -por las compañeras y compañeros de militancia de los jóvenes asesinados- como “Estación Darío y Maxi”.
«¿Cómo hacer para que las voces populares -las de las gentes comunes y de a pie- sean tenidas en cuenta como palabras y no como meras voces?»
En marzo de 2005 los distintos movimientos sociales forzaron los candados de las puertas y ventanas traseras para ingresar al lugar y reabrirlo, luego de que la empresa concesionaria del servicio lo hubiese cerrado, tras un “misterioso” incendio. Desde entonces, y durante muchos meses, comenzaron a ser pegados, en todos los lugares en donde antes decía “Avellaneda”, carteles que señalaban a la estación como Darío y Maxi. Cientos de organizaciones populares, y varias personalidades destacadas del mundo cultural comenzaron a acompañar con su presencia las actividades, o con sus firmas los petitorios que reclamaban el cambio de nombre de la estación, sosteniendo que “la asignación de un nombre determinado tiene por objetivo perpetuar en la memoria de una sociedad un hecho o determinadas figuras, cuyo recuerdo resulta de importancia en tanto que expresan valores que siempre debemos tener presentes”.
Desde junio de 2005, además, no sólo el hall de la estación sino también las galerías y los andenes fueron transformados en una muestra permanente y multidisciplinaria, artística, política y social. Como parte de las jornadas llevadas adelante cada 25 y 26 de junio en el lugar, ese año comenzó a realizarse una serie de transmisiones de televisión en vivo, organizadas por la Red Nacional de Medios Alternativos (RNMA). Entre quienes realizaban aquella intervención comunicacional se encontraba Ricardo Von Muhlenbrock, quien ahora estrena por primera vez, de manera comercial, uno de sus films. “Nuestro mayor deseo como comunicadores es poder llegar a mucha gente que se pueda interesar por estos temas”, remarca el documentalista, en diálogo telefónico con este cronista.
Arte, memoria, política y religiosidad popular
Si la lucha política no es sólo una lucha que involucra los cuerpos en las batallas callejeras, en las disputas cuerpo a cuerpo contra los poderosos, sino que además es una lucha por definir los sentidos y los nombres que se le otorgan a las prácticas y los espacios, entonces la intervención en el plano simbólico se torna una batalla central. Renombrar lugares, una tarea de primer orden, piensa este cronista.
“Invitamos a que nos acerques tu dibujo, tu poema, tu pintura, objeto, recuerdo o foto”. Con esta frase comenzó la iniciativa denominada “Es Cultura Popular”, que durante años buscó ocupar no sólo el espacio geográfico sino también simbólico de la estación Avellaneda. Así, obras de arte en los muros, techos, pasillos y andenes de la estación privatizada fueron recuperando el espacio para un uso común de los comunes. Allí está presente, entre otras obras, un cerámico donado por los obreros de FASINPAT (Fábrica Sin Patrón, ex Zanón), montado sobre un pequeño altar.
“La asignación de un nombre determinado tiene por objetivo perpetuar en la memoria de una sociedad un hecho o determinadas figuras, cuyo recuerdo resulta de importancia en tanto que expresan valores que siempre debemos tener presentes”
Obras que no sólo interpelan al transeúnte de paso, sino que también expresan “la imaginación indisciplinada y esa riqueza simbólica que fomenta con rituales los lazos igualitarios”, como alguna vez escribimos con Miguel Mazzeo. Formas de calentarse el alma, tal vez, que aparecen entremezcladas en expresiones de religiosidad popular, como aquella a la que se conoce como “San Darío del Andén, patrono de los piqueteros”, según lo bautizó Mabel Godoy. Un santo muy particular, puesto que no se le pide nada, sino que se lo evoca en un acto de rememoración que implica una incitación a la insubordinación y la rebeldía, a la organización y a la lucha, a la re-unión de las personas en experiencias colectivas.
San Darío del Andén es asimismo una obra de arte, amurada en una de las paredes de la Estación. La obra es una silueta de Darío Santillán, del tamaño casi natural de una persona, tallada en madera, que a la vez es un altar, y funciona, además, como un dispositivo técnico a través del cual la imagen puede reproducirse, a partir del sencillo procedimiento de pasar tinta sobre la imagen, obteniendo copias exactas en papel, tela o cualquier material por el estilo. Esta imagen de Darío, de más de un metro de altura inscripta en esa pared, es una imagen que incita, que promueve una ética del cuerpo y de las pasiones alegres, puesto que reproduce una fotografía donde Darío está sonriendo frente a la cámara, en medio de una movilización. Es el deseo de transformación social el que se expresa en esa risa y no tanto las carencias materiales y simbólicas a las que suelen verse puestos quienes participan de esas luchas.