Cumplió 65 años y editó un nuevo disco. También lanzó un libro autobiográfico, al tiempo que un reciente documental de Scorsese retrata los tiempos de su “traición” eléctrica. Todos los caminos parecen conducir a Bob Dylan.
Desde 1988 Bob Dylan ha estado casi ininterrumpidamente de gira. Con el humorístico pero literal nombre de Never Ending Tour (la gira sin fin), Dylan ha recorrido el mundo (Uruguay incluido, en 1989), tocando en lugares pequeños y grandes, inaugurando hoteles en Las Vegas o cantándole al papa.
Viajando en ómnibus, ha actuado por todo Estados Unidos, y ha vuelto a visitar lugares donde su presencia ya casi no es noticia. Si alguien hubiera dejado de sentir el nombre de Dylan desde los años sesenta y lo viera ahora, tocando en un campus universitario que ni siquiera está colmado, y vestido de falso cowboy, podría hasta sentir pena por este músico “obligado” a sobrevivir de sus glorias pasadas.
Y sin embargo tal vez este sea el momento en el que Bob Dylan esté disfrutando de la mayor popularidad y unanimidad crítica de toda su carrera. Su recién editado álbum Modern Times ha sido aclamado por la crítica y llegó al número uno de ventas en Estados Unidos, algo que no ocurría con sus discos desde 1976. El disco continúa y amplía el recibimiento que tuvieron sus dos álbumes anteriores Time out of Mind (1997) y Love Theft (2001), considerados por mucha gente como los mejores de su carrera, al menos desde Blood on the Tracks (1974).
El primer volumen de su autobiografía, Chronicles (Crónicas) editada a fines de 2004 en Estados Unidos y recientemente traducida al español, fue uno de los libros más vendidos en su país y en sitios web como Amazon y Barnes & Noble, además de ganar varios premios y recibir las mismas críticas laudatorias.
Y durante las semanas de especulación que preceden a la entrega del Nobel de literatura se volvió a insistir en su nombre como candidato al galardón al que ha estado oficialmente nominado desde fines de los años ochenta.
¿Qué hace entonces este hombre -considerado en 2004 por la revista Newsweek como “la persona viva más influyente en el mundo entero”- recorriendo el mundo una y otra vez cantando donde le paguen? La respuesta la tiene sólo Bob Dylan; la conjetura de menor riesgo sin embargo indica que una vez más está haciendo, como siempre, lo que quiere.
Los tiempos están cambiando
Bob Dylan nació como Robert Allen Zimmerman en 1941 en Duluth, Minnesota, una ciudad de menos de 80 mil habitantes. En el excelente documental No Direction Home (Martin Scorsese, 2005) y también en su libro de memorias Dylan se concentra en una vieja obstinación: el sentimiento de haber nacido en un lugar equivocado. Tanto así, que primero en Minneapolis y luego en nueva York, a la que arribó en 1961, Zimmerman fue reescribiendo su pasado y fabulándose una errancia por todo Estados Unidos a la caza de tradiciones musicales que en verdad no conocía de primera mano.
Además, cambió su nombre legalmente y de ahí en adelante pasó a ser, oficialmente, Bob Dylan. En sus comienzos había querido ser, propiamente, un músico de rock; pero en la universidad conoció al nuevo movimiento folk y tomó contacto con el pasado de esa corriente, basada en el blues rural norteamericano, en la música irlandesa y en la tradición trovadoresca. Se sintió especialmente reconocido en la música de Woody Guthrie.
Quienes conocieron a Dylan en 1960 como un aspirante a músico fascinado con un mundo que era nuevo para él, y volvieron a verlo dos años más tarde convertido en la cara principal del nuevo movimiento folk, hablaron medio en serio medio en broma de algún pacto con el diablo (como el que se le atribuye al legendario blusero Robert Johnson, quien también pasaría, de la noche a la mañana, a encarnar la idea del “artista único”). Esa increíble evolución fue el comienzo del mito Dylan y uno de sus tantos y sorpresivos cambios.
En 1962 Dylan dio una nueva sorpresa y de ser la figura más prominente del minúsculo grupo de artistas folk de Greenwich Village, pasó a firmar un inesperado contrato con Columbia Records, editando su primer álbum, llamado simplemente Bob Dylan. Ese disco reunía canciones tradicionales y tan sólo dos composiciones originales, una de ellas titulada “Canción para Woody”. No pasó demasiado con ese álbum, pero sí con el siguiente, prácticamente integrado por canciones originales. Al principio, el Dylan intérprete seguía sin salir del círculo de iniciados, pero sus canciones versionadas por otros artistas se hacían cada vez más populares.
Ya sea como intérprete de sus propias canciones o como cantautor, su estilo sonaba rarísimo para la época. Su manera de frasear y acentuar las palabras era inusual: su voz no era, exactamente, la de un “cantante”. En rigor, Dylan cantaba en el estilo de las voces folk de los años veinte y treinta que había descubierto en la universidad. Algo tan olvidado en 1962 que sonaba completamente nuevo, inaugural.
Traidor
En una filmación de un concierto en Inglaterra, un Dylan hastiado ya de los silbidos y los insultos, le dice al público: “Vamos, esto no es pop inglés, es música americana”. La conversión de Dylan de músico folk a artista de rock es uno de los puntos altos en la mitología dylaniana. Por increíble que resulte, en 1965 mucha gente pagaba su entrada tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, meramente para abuchearlo: la gente llenaba los conciertos de Bob Dylan y blasfemaba sobre su supuesta traición a las raíces del folk.
Dylan tenía razón en su “defensa”. De hecho debe haber pocos músicos que hayan combinado de una manera tan peculiar las muchas formas de la música estadounidense. A partir de la segunda mitad de los años sesenta Dylan fue añadiendo notoriamente elementos del rock y del blues en su música, pero también del country, del gospel, del swing, el jazz y los musicales de Broadway.
El mítico primer paso de su traición fue su accidentada presentación en 1965 en el Festival Folk de Newport con una banda eléctrica compuesta principalmente por los integrantes de la Paul Butterfield Blues Band, donde comenzó la moda de los abucheos. Y donde un furioso Pete Seeger intentó, al parecer, cortar los cables de corriente con un hacha para sabotear la actuación. En su momento, la adopción del sonido eléctrico no se vio como una búsqueda artística sino como una concesión comercial a los dictados de la moda. El tiempo mostraría que el músico estaba siendo mucho más fiel a sí mismo con esa aparente traición a sus principios que muchos otros músicos folk.
En rigor, son dos los cuestionamientos que confluyen en el mito de la traición: uno es estrictamente musical; el otro, ideológico. Muchos lo considerarían parte de una misma cosa, pero no lo son tanto. Al tiempo que Dylan se volvía “eléctrico” parecía también abandonar muchas de las posturas por las que había sido reconocido. En verdad, ya hacía un tiempo que intentaba despojarse del rol de “portavoz generacional” y “líder pacifista” que le habían endilgado.
Tras cantar en muchos actos por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam (el más recordado, el masivo acto de Washington donde Martin Luther King pronunció su inolvidable discurso, aquel de “tuve un sueño…”), un Dylan completamente borracho había insultado al comité que le había dado el premio Tom Paine por las libertades civiles, tratándolos de viejos “pelados y decrépitos” y diciendo que había algo de él y de cada uno de los presentes en el asesino de John F Kennedy.
Fue un escándalo de proporciones y una de las tantas fugas hacia adelante en su carera, como su posterior y extraño accidente motociclístico en 1966, que lo radió de la escena por más de un año en el pináculo de su carrera, o la edición de un malísimo álbum doble en 1970, titulado irónicamente Self Portrait (autorretrato), aparentemente pergeñado con deliberación para que dejaran de endiosarlo como compositor.
Se habla también de sus descartes “de último momento”: el desecho de excelentes temas de muchos de sus discos (que se conocerían primero en grabaciones pirata), o de su rara y radical conversión al cristianismo más ortodoxo a fines de los años setenta. Acciones que tuvieron el efecto contrario del que aparentemente buscaban: el mito Dylan se hizo cada vez más fuerte.
Los años dorados
Muchos pueden haberse sentido ofendidos por ese aparente alejamiento de “las causas”, como se han sentido agraviados a lo largo de todos estos años con su abandono del judaísmo, la venta de la emblemática canción “The times are a-Changin” para la publicidad de un banco, o por sus apariciones en avisos publicitarios de la cadena Starbucks y de la marca de lencería Victoria’s Secret.
Pero los cambios musicales de Dylan en el año clave de 1965 siguen siendo hoy un ejemplo de integridad y valentía artísticas.
Aunque ya el disco Another Side of Bob Dylan de 1964 mostraba (como se explicita desde el título) una nueva faceta del compositor, fueron sus tres discos eléctricos de los años sesenta -Bringing It All Back Home (1965), Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on blonde (1966)- los que convirtieron a Dylan en uno de los artistas más importantes del siglo xx. Nunca antes en la música popular se cruzaron tantas referencias culturales y no exclusivamente musicales como en esos discos.
No fue sólo la mezcla única de sonidos “americanos” y la incorporación de la sonoridad roquera en un nuevo contexto. Dylan trajo al rock y al armado de canciones la poesía de Walt Whitman y la generación beat de los años cincuenta, el surrealismo, el humor absurdo, el nuevo periodismo, la mitología europea y la bíblica, las técnicas del montaje cinematográficas… Y, por sobre todas las cosas, la noción de que el rock era una forma de expresión artística.
Canciones como “Subterranean Homesick Blues” y “It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)” de Bringing It All Back Home estiraron los límites de lo que se entendía como canción pop, rompiendo su estructura tradicional en lo melódico y temático. Es imposible saber de qué hablan esas canciones, pero uno queda fascinado con el torrente de imágenes y palabras que fluyen.
Dylan comenzó a concentrarse en el lenguaje en su función poética (la búsqueda metáforica y de imágenes), relegando la narrativa. Algo que también acompañaron los Beatles, que tuvieron en Dylan una fuente de inspiración determinante (como Dylan la tuvo en los Beatles). A la vez, cuando se trataba de “contar historias” comenzó a hacerlo desde extraños puntos de vista.
En “Visions of Johanna” de Blonde on Blonde, por ejemplo, Dylan escribe toda una canción sobre una mujer a la que describe de un modo deslumbrante: al final resulta que no es ella la mujer en la que está pensando. Otro ejemplo, más accesible, viene de su tema más popular, versionado y duradero: “Like a Rolling Stone”. Una canción de forma tradicional, con versos y estribillos, pero que se alarga por más de seis minutos en un texto que se presta, más allá de su primera lectura, a infinidad de interpretaciones.
Tiempo de unanimidades
Es indudable que los años sesenta fueron no sólo el período de su pico creativo, sino el momento en el que Dylan lució más a tono con el aire de los tiempos. En las décadas subsiguientes, su propuesta se volvió, en sus mejores momentos, atemporal, y en el peor, anacrónica. Pero es injusto olvidar que en 1974 hizo Blood on the Tracks, uno de los mejores (si no el mejor) de todos sus discos.
También de esa década fue una de sus propuestas artísticas más creativas (y más caóticas), la Rolling Thunder Revue, una gira que juntaba a muchos y variados artistas (Roger McGuinn, Rambling Jack Elliott, Kinky Friedman, Joni Mitchell y Bob Neuwirth) con una única banda de apoyo, que a la manera de un circo itinerante iban recorriendo ciudades con un espectáculo que mezclaba música con teatro y artes visuales.
Tampoco habría que olvidar que terminó su década más pobre -creativamente hablando- con un gran álbum, Oh Mercy (1989). Y que en los años noventa lanzó un único e increíble disco, Time out of Mind, que por lo menos merece estar entre sus diez mejores creaciones.
Sus dos últimos discos, Love Theft, y el reciente Modern Times, siguen en la senda que ha venido confirmándolo como un ícono de la música contemporánea (lo cual no es novedoso, mas esta vez no hay “peros” de casi nadie, y eso sí es nuevo).
En verdad ambos discos no presentan muchas novedades en su mezcla de estilos, ni en su sonido (como sí lo hacía Time out of Mind), mostrando a Dylan cada vez más cercano al performer y cantautor estadounidense que siempre quiso ser, con un dominio de sus pocos recursos vocales cada vez mayor y el mismo manejo del lenguaje de siempre, aunque quizás más inmediatamente comunicativo para un mayor espectro de gente.
Dylan debe ser, casi sin duda, el artista sobre el que se ha escrito y discutido más en la historia de la humanidad. Hay miles de biografías y análisis de sus canciones impresos. Ha habido congresos y conferencias sobre su obra. Existen por supuesto montones de sitios web sobre cada uno de sus movimientos.
Y también demencias tales como un diccionario Dylan-inglés, un estudio que explica la personalidad de Dylan tras el estudio de su basura, un libro que recopila encuentros casuales de simples mortales con el “dios” (y las reacciones de éste, que van desde el agradecimiento y el humor surreal al fastidio y la agresión).
Hasta ahora él nunca había colaborado con ninguna de las biografías editadas, y si bien existían registros documentales como el excelente Don’t Look Back (1965) de D A Pennebaker, el propio Dylan nunca había aceptado contar su historia en primera persona.
Los fans de Dylan en estos dos últimos años tuvieron sorpresa por partida doble con la edición del primer volumen de Chronicles (se supone que serán tres) de puño y letra del músico y con No Direction Home, el documental de Martin Scorsese que abarca desde los inicios del cantante hasta su accidente de moto de 1966, donde Dylan habla de sí mismo desde el presente. Lo mejor de todo es que ambas obras van mucho más allá de la simple crónica biográfica para convertirse en obras artísticas, independientemente del tema tratado. Algo que le hace honor al artista retratado.
Dylan sigue pareciendo ajeno a tanto homenaje y endiosamiento y continúa en la carretera, haciendo alguna de su más de cien actuaciones anuales, a sus 65. Es que como alguna vez dijo: “Yo sólo soy Bob Dylan cuando tengo que ser Bob Dylan. La mayor parte del tiempo quiero ser yo mismo. Bob Dylan nunca piensa sobre Bob Dylan. Yo no pienso en mí mismo como Bob Dylan. Es como dijo Rimbaud: ‘Yo soy el otro’”.
La voz *
Pensando en Bob Dylan el otro día, tratando de definir qué es eso que respeto tanto de él, se me cruzó por la mente un verso del poeta Brendan Keneally. El verso, del libro Book of Judas, me sirvió de guía durante todo el Zoo TV Tour, pero ahora me doy cuenta de que se aplica a Dylan a lo largo de toda su carrera. Dice: La mejor manera de ser útil a tu tiempo es traicionándolo. Ésa es la esencia de Bob Dylan. No sólo porque estuvo siempre del otro lado, porque eso es ser simplemente un quejoso, y a la larga los quejosos nunca son interesantes, sino porque Dylan fue en un momento el epítome de lo moderno y a la vez un crítico acérrimo de la modernidad.
Porque, en rigor de verdad, Dylan proviene de un lugar remoto, casi medieval. Porque ese lugar se deja oír ya desde sus comienzos, cuando sonaba como una voz ancestral en el cuerpo de un joven. Porque este anacronismo se da sólo durante los sesenta. Porque durante el resto de su vida, Dylan ha venido aullando desde un pasado que nos negamos a recordar. […]
El año pasado fui a verlo inaugurar un casino en Las Vegas. El lugar no estaba lleno. Me pregunté qué se sentiría. Pero cuando lo vi ahí arriba me di cuenta de que, en el fondo, realmente le importaba un comino que el lugar no estuviera lleno. Pensé: eso es libertad. Después de verlo tocar para el papa y para la pálida audiencia de ese casino en Las Vegas no pude dejar de pensar en esa idea tan medieval que es la del trovador: ustedes pagan, yo toco. No importa quién venga ni cuántos. La música es para quienes quieran escucharla, no importa que sean santos o condenados.
¿Bob Dylan? Alcanza con decir que le llevaría el equipaje. Y, como cualquier integrante de U2 puede asegurarles, eso es algo que no hago por nadie.
* Tomado de suplemento Radar, Página 12, 23-XII-01